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martes, 31 de enero de 2017
viernes, 20 de enero de 2017
¿327 CUADERNOS DE RENZI?/ Descarga directa: documental de Ricardo Piglia & Andrés di Tella
Piglia fue (qué lamentable es decirlo en pasado), sin duda, uno de los grandes escritores en lengua española. Uno de nuestros más grandes prosistas. Uno de los más grandes pensadores (no teórico, epíteto que lo tenía "podrido") de la literatura argentina. Nuestro gran lector, que no es decir poco: desde teoría hasta el menospreciado género negro. El pop y lo docto, fluyendo indistintamente en los pensamientos del profesor...
En tanto, Emilio Renzi es nuestro modelo.
Sólo me contento con saber que Piglia alcanzó a publicar sus diarios, que era ya en los años 90 un proyecto que venía comentando como su obra mayor. El revés que dio al publicarlos como los diarios de su heterónimo Emilio Renzi, constituye, en palabras de Rodrigo Fresán, "una de las más interesantes operaciones sobre el tema del Autor/Personaje". Y no me sorprende que haya sido de esta manera, justo antes de salir a la luz el tercer y último tomo de estos diarios, que nuestro Autor falleciera. (No me detendré a hablar de su enfermedad.) Nos quedamos así, con el Personaje. ¿Quién escribirá, me pregunto, la muerte de Emilio Renzi?
El dedo anular en la comisura de los labios, su manera de levantar el ojo derecho opacando el izquierdo para darle énfasis a sus aseveraciones, el ritmo y cadencia de su voz al narrar, el modo de encadenar situaciones para explicar, suntuosamente, la naturaleza del cuento, por ejemplo, o la muerte de Walsh y su famosa carta.
Si que se extrañará a Piglia.
lunes, 16 de enero de 2017
SOBRE LA NOVELA ALEMANA ACTUAL/ 1 ARTICULO DE ANTONIO AVARIA
Antonio Avaria, junto con Mauricio Wacquez, ha sido uno de mis últimos y más deslumbrantes descubrimientos. Estoy seguro de que la verdadera literatura chilena aún está por descubrirse, pero con estos dos ya me he colmado. Tengo para meses de lectura. Avaria además de cuentista fue un prolífico articulista y ensayista. Wacquez quizás no escribió mucho, pero aún así sus libros son definitivamente inencontrables, joyas que las editoriales se han negado a republicar, ya sea por ignorancia, ya sea por lisa indiferencia.
Lo que quiero mostrarles a continuación es uno de los tantos artículos que componen "El interlocutor perpetuo", editado por la extraña y excéntrica editorial Pequeño Dios Editores. La solapa avisa que está en proceso de editarse un segundo volumen de ensayos, y espero, considerando que el libro es del 2015, no hayan desistido en sus intenciones, pues a lo extraña y excéntrica me refería a que o publican libros demasiado baratos o sus canales de distribución son malísimos, dos hechos catastróficos para una editorial independiente que desee mantenerse en el tiempo; a menos que se trate de editores kamikazes, lo que no estaría nada de mal. El caso es que quiero leer al Avaria ensayista. El articulista ya me ha deslumbrado. Si bien los artículos abarcan un amplio abanico de años, y por ende de situaciones que afectan al escritor (exilio, vuelta, censura) noto que el tono es sostenido. Lo único que cambia, puedo decir, es su mala leche; con el correr de los años percibo un dejo de acidez, de objetividad parca y estricta, que llegan a catalogar, por ejemplo, el volumen de "El circo en llamas" sobre los artículos de Enrique Lihn, como "mole descomunal", cuyo "valor se esfuma o pierde brillo, y músculo, ante tamaña obesidad", comentario que si bien recae en el antologador (Germán Marín), no deja de lado a Lihn de quien acusa artículos con "sintaxis enrevesada" y confusos.
El siguiente artículo trata sobre la novela contemporánea alemana, contemporánea para aquellos años (¡1962!) en que Böll era novedad y Günter Grass un precoz novelista adolescente con apenas unas cuantas novelas.
El siguiente artículo trata sobre la novela contemporánea alemana, contemporánea para aquellos años (¡1962!) en que Böll era novedad y Günter Grass un precoz novelista adolescente con apenas unas cuantas novelas.
No sólo el mujerío:
también la literatura fue fecundada por las tropas de la ocupación. Traían en
su séquito a Hemingway, Faulkner, Joyce, V. Woolf, Sartre, Maiakowski, Proust,
Eluard, García Lorca. En Alemania, la obra de estos escritores fue conocida
después del 45. Porque desde 1933 esta nación había sido –en lo cultural– una
torre de marfil oliente a gas. Existía un libro negro con una leyenda a letras
rojas: Verboten und Verbrannt, “Prohibidos y quemados”; eran 250 nombres de
alemanes degenerados, algunos apreciados ya internacionalmente (Thomas y
Heinrich Mann, Brecht, Döblin, Kaiser, los Zweig). Estos datos bastan para
poner de relieve la circunstancia espiritual de la generación que sobrevivió al
desastre.
Con los extranjeros y
con los proscritos recomenzó la novela en las –ahora– dos Alemanias. Después de
década y media de vida literaria estrangulada, aparecen tres novelas de
escritores que habían realizado en el exilio una obra vasta: La ciudad detrás
del río de Hermann Kasack, Dr. Faustus de Thomas Mann y Juego de abalorios de
Hermann Hesse.
Los nuevos, empero,
¿dónde estaban? Los nuevos fueron retenidos algún tiempo en los campos de
prisioneros de las fuerzas aliadas. Los que volvían –vencidos por la
desilusión, por haber mirado el reverso atroz de los idealismos– no encontraban
su hogar; no les esperaban sus mujeres, ni sus novias. Llevaban dentro las
náuseas de los últimos años y para echárselas fuera requerían de otro lenguaje
que el de Erich María Remarque. “Ya no necesitamos un clavecín bien temperado.
Somos demasiada disonancia”, dice Wolfgang Borchert en uno de sus manifiestos.
He llamado “tragedia onírica” a la pieza teatral Detrás de la puerta de este
autor muerto a los 27 años, el testimonio más auténtico y dolorido de la
generación alemana de la derrota.
Primero fue el cuento
manejado con precipitada técnica realista, que no encontraba su idioma
adecuado. Las narraciones de entonces parecen traducciones defectuosas de
Hemingway; pero son historias vividas, literatura de desahogo vertiginoso,
repentista, a la manera de las primeras crónicas de nuestra América. De la
relación innumerable de autores, algunos nombres consiguieron imponerse; así
Ernst Kreuder (que nos visitara en septiembre), Wolfdietrich Schnurre –ganador
en 1962 del importante Premio “Georg-Mackenzie”– y el más popular de todos
hasta hoy, Heinrich Böll. Desde 1949 la consigna del propio autor, de editores,
libreros y público ha sido: “Cada año un Böll”. Diez volúmenes de cuentos y
novelas cortas, y la calurosa simpatía del escritor de Colonia, han cimentado
un renombre ya universal. Novelista católico, creyente a rajatablas en la
función social de la novela, sus obras son traducidas a muchos idiomas y
obtienen enormes tirajes en los países de ambos mundos. Es hábil en la sátira y
magistral su oficio de narrador; sin embargo, creo que el afán didáctico resta
fuerza de persuasión al esguince final de sus novelas; no siempre convence
aquel “tirón del sedal” que llamara Evelyn Waugh. Es el caso, entre nosotros,
de José Manuel Vergara. Tampoco escapa a esta crítica la obra más importante de
Böll, una novela de gran aliento y de sensacional éxito de venta: Billar a las
nueves y media, de 1959, traducida en 1961 por Seix Barral al español.
El sino trágico del
escritor alemán del novecientos se torna ejemplar en la figura de Hans Erich
Nossack. Aunque nacido en 1901, no pudo publicar –por razones políticas– sino
después de la guerra. En julio de 1943 su ciudad natal de Hamburgo fue
destruida (un 85%, según ha demostrado la estadística); la totalidad de sus
manuscritos se perdió entre las llamas. Nossack debió comenzar de nuevo; sus
narraciones, alucinantes, son informes escuetos de ultratumba, escritos desde
una muerte que él conoce mejor que nadie. Es sabida la admiración de Sartre por
el autor de Reportaje a la muerte (1948); el alemán recrea los mitos griegos
sobre el escenario en ruinas de su patria. Su novela más reciente, Después de
la última rebelión, de 1961, puede colocarle junto a los grandes de su lengua.
El mismo año recibió una de las distinciones literarias más importantes –entre
las incontables que se otorgan en Alemania: el Premio Georg-Büchner.
Los muertos van
ocupando poco a poco el lugar que les fuera alevemente usurpado en su vida
mortal. Al redescubrimiento de Kafka siguieron las ediciones de los libros de
Hermann Broch, la nombradía póstuma, universal de Robert Musil, la valoración
de la obra crítica y satírica de Heinrich Mann, el cual –por el insobornable
compromiso moral de su vida y de su obra– es preferido sobre el escepticismo
exhausto, más y más museal de su ilustre hermano.
En los últimos tres o
cuatro años se ha hecho presente un grupo de escritores que –de poseer los
alemanes la fantasía de Enrique Lafourcade y el buen humor para esos
ringorrangos– podría motejarse de Generación del 50. Todos ellos comenzaron a
escribir en esta década y han nacido hacia 1927. Su obra –ya bastante
voluminosa– es crítica, desesperanzada, va contra las gastadas ilusiones que
afincan el llamado milagro económico de Europa y la lacerante historia actual
de Alemania; es consecuente, crudamente satírica, esperpéntica a veces; y
aunque (o porque) no le falta paciencia para la gramática, ha creado un idioma
nuevo en la literatura alemana. En poesía está el discutido Hans Magnus
Enzensberger (gran catador de Neruda, como pueden dar fe sus amigos chilenos de
Friburgo), en teatro principalmente Wolfgang Hildesheimer, Siegfreid Lenz y
Johannes Noever. Los novelistas –cuya fama ha pasado ruidosamente las
fronteras– se llaman Günther Grass, Martín Walser y Uwe Johnson.
En otro trabajo se
rendirá cuenta extensa de esta novísima generación, cuyos antecedentes he
querido mostrar a vuelapluma.
1962, Revista Alerce
Antonio Avaria nació en 1932, y murió en 2006. Destacó como cuentista con libros como "Primera muerte" (1971) y como articulista de diversas revistas chilenas.
viernes, 6 de enero de 2017
LA PATRIA ELECTRICA/ RE
1.
Era aquel día, como cualquiera, y Rimbaud no podía ir andando bajo el sol carnoso de Santa María con esa típica resaca de la puta y el demonio sin beberse antes una cerveza en el Berna. Es lo que hace sin falta a la vuelta de cualquiera de aquellas borracheras, olímpicas y amanecidas, en casa de Alejandra. Sin saludar a nadie, toma asiento en la eterna mesa de la terraza, levanta el brazo y al camarero le pide «una botellita de litro», y cuando le dice esto, sea quien sea, debe saber que es una Bear Beer, helada por supuesto, y con dos vasos, uno para él y otro para quien quisiese acompañarlo. Lo conocen allí, no es nuevo en el barrio y lo respetan aunque nadie sepa su verdadero nombre. Por regla se bebe dos. Después emprende medio ebrio y hecho un chaplin, camino hacia el ala norte de la ciudad: por la Girondo enfila al norte unas diez cuadras hasta cruzarse con calle Mandrake, frente a la estación de bomberos, y de ahí hasta esquina Aldecoa donde está la Marinetti.
La Marinetti es la librería de Santa María.
En ello se encontraba aquel día, en un estado de gracia, como el de un santo, entre medio ebrio y medio feliz, conciente en cualquier caso , escribiendo un largo poema en su libretita de bolsillo. ¡Qué mejor que escribir poesía con el alba y medio ebrio!
Como se dijo, de ser posible siempre procuraba hacer lo mismo: levantarse con el sol, ir al Berna o, cómo no, al Club Progreso, otro sitio frecuentado por resacosos y maleantes a dos cuadras de la librería, frente a la pieza que Malabia le arrendaba a una señora llamada Litty.
Litty era viuda de poeta.
Litty era esposa de JCOn.
Luego, poseído por la gracia del alcohol y la mañana, paseaba por la ciudad, descubría sus ocultas costuras y moradores para terminar robando libros en la Marinetti, pues, a su modo de ver, en aquel estado se haría indetectable.
Pero aquel día algo ocurrió.
Rimbaud cayó.
Aquel día, todo sucedió
así más o menos: apenas hubo entrado en la librería, antes siquiera de saludar a Belo, su tentación se dirigió a una selección de escritos sacados del Die Fackel, que es lo mismo decir “sacados de Karl Kraus”, del periodista solitario, que recientemente había sido editada por Visor, en su colección La Balsa de la Medusa, tapas de un blanco arenoso, y uno de los pictogramas de una primera plana del famoso periódico. Las notas editoriales eran de José Luis Arántegui. Se llamó o se llama Escritos.
En su reverso el libro dice:
Si no se me quiere reconocer ningún logro positivo en esas dos mil páginas de guerra de Die Fackel ―un fragmento de lo que me vedaron los obstáculos técnicos y estatales―, en todo caso se me tendrá que acreditar que rechacé sin esfuerzo día a día las asquerosas proposiciones del poder al espíritu: sostener mentira por verdad, injusticia por derecho, y rabia por razón. ¡Pues no hubo valor como el mío, ver al enemigo en posiciones propias! Y quien no conoció el miedo ante el poder en acción, a él y sólo a él corresponde no tener compasión ninguna ante el poder quebrantado. Y eso que el estado de ánimo que le hace cara a la tan alta autoridad subalterna fue siempre a través de toda tristeza, de todo dolor y todo escarnio, una invencible serenidad. Y dar semejante testimonio ya es bastante sacrificio. Pues, ¿dónde podría hallarse una obstinada resistencia más dura que la de tener que reírse cuando uno quisiera salir corriendo a sollozar en el último bosque, al que no se haya llegado a fumigar todavía ese destino organizado?, ¿qué la de mantenerse incapaz de creer en la gloria de una gloria que paseaba por un mundo vuelto hambre, miseria, andrajos y piojos con sus laureles en la mochila?, ¡dónde más que en sostenerse en el sitio, rodeado de un complot miserable de matarifes y magnates que emborrachan a un pueblo invitándolo a hacer honor de un vino de batalla hasta darle golletazo, y que se lo daba para desplumarlo!
Entonces saluda a Belo, se conocen de años. Éste lo invita para mostrarle las novedades recién llegadas de España —nuestros proveedores cerebrales, dice. En el mesón, de paso hacia una ruma de libros nuevos con olor a cola y a papel fresco, se encuentra susodicho mamotreto de Kraus. Queda deslumbrado en sordina. Lo ve de reojo. Calcula inmediatamente en cómo obtenerlo. Echa un vistazo al margen de la página cordial donde puede ver la cifra: $XXXXXX, unos XXXX dólares. Traga saliva y procura esconder su regocijo.
El librero, al que llamaremos ya por su nombre: Gutenberg, Gutenberg Belo (personaje lamentable por donde se lo mire, mezcla de vanidad y etérea erudición de editor o vendedor de diarios y para colmo bautizado con el nombre de quien inventara la máquina que nos ofrece hoy nuestros amados libros), se parecía a un sefardí empobrecido, de edad indefinida, cuyas patillas encanecidas daban luces más o menos de cuánto tiempo llevaba en el mundo robando oxígeno. Rimbaud desde que lo conocía lo había visto con la misma ropa, lo que no dejaba de ser curioso pues lucía como nueva, ¿se baña con la ropa puesta?, se preguntaba Rimbaud en sus momentos de mayor ociosidad mental, ¿se baña? ¿duerme en la librería? ¿tiene familia? Y allí estaba aquel ser casi irreal, con las mismas converse, la misma chaqueta, y el rostro saltón mostrándole indemne al paso del tiempo, en una provincia perdida, en el centro de Latinoamérica, lo que tenían de respetable las sagradas editoriales españolas.
El interés de Rimbaud, por supuesto, no dejaba de ser el Karl Kraus y lo tenía cerca, bajo la palma de su mano izquierda, entre tocándolo y no, meditando qué hacer; un qué hacer intrínsecamente leninista, es decir, en cómo sacar ese libro de allí sin pagar ni un solo peso. En tanto Gutenberg —el Idiota, lo llamaremos desde ahora— le daba la lata con los diarios de la locura de Louis Althusser que había publicado hacía poco una editorial carísima, Herder o Siglo XXI, Rimbaud calculaba las distancias y los tiempos para cometer el ilícito.
La librería constaba de seis extensos mesones dispuestos a lo largo del salón, cada uno con el membrete de una sección definida, y muebles altísimos, diría de casi cinco metros, repletos de libros, usados y nuevos, a los que se les alcanzaba a través de una escalera rodante. Esa escalera, aparentemente infinita, le daría la posibilidad a Rimbaud de sacarse de encima un momento al Idiota. Calculó, palpando el bolsillo de su abrigo, si las dimensiones del libro se ajustaban a ellas. Fueron unos cuantos minutos de cinismo cuando decidió pedirle uno de esos libros polvorientos que se encumbraban en las alturas de aquellos muebles interminables. Cuando el Idiota apenas se dispuso a escalar para alcanzarlo, Rimbaud se metió inescrupulosamente el libro en el bolsillo. Supuso que lo había hecho bien porque Gutenberg no se había dado la vuelta en ningún instante. Cuando por fin lo encontró, se volteó y le miró para alcanzárselo, y Rimbaud aún no se percataba de que el libro resalía en algo de su bolsillo. No aflojando aún su bucólica sonrisa, quizás muy fingida y apresurada, le pidió otro libro ubicado cerca del extremo opuesto de la habitación. El Idiota transportó la escalera hasta ese lado cuando mientras se volteaba para cerciorarse del libro que le pedía, y metiendo el menor ruido posible, lo acomodó. El bulto, si se le hacía un pequeño hueco dentro de su abrigo, pasaba desapercibido.
Pero cuando el Idiota bajó, fue que le preguntó:
—¿Qué hiciste?
Frunció el ceño y una ola fría le recorrió el pescuezo; aunque jurara de rodillas que el Idiota no se había dado cuenta.
—Te metiste algo en tu bolsillo, en ese de ahí ―y apuntó hacia el bolsillo que no tenía nada. Rimbaud, envalentonado, lo instó a que se acercara a revisarle el bolsillo.
—Mira, pásame el libro que te metiste en el bolsillo, y terminamos con esto al tiro— y al comprobar el rostro impávido de Rimbaud, alzó la vista inquisidor y con un dejo de tontería.
—A ver, a ver Guti ―sus familiares le decían Guti― ¿qué me querí decir? —con tono ofendido.
—Lo que escuchaste —y se cruza de brazos.
Rimbaud hace un ruido con la boca que se asemeja a la respiración de una serpiente y le dice:
―¡Eh Guti! ¿de qué me estai acusando? ―y en el momento en que una nube muda quedaba levitando entre ambos, soltó― parecí un lunfardo asexuado .
—¿Ah? ― descolocado abre la boca, aparentemente no sabe lo que es un lunfardo… bueno, Rimbaud tampoco lo sabe, pero era lo de menos, en la tempestad lo importante es la fachada y el Idiota tenía lo suyo, hay que decirlo. Era un idiota convencido de serlo.
—Te metiste un libro en el bolsillo, hueón, te vi— dijo por fin, con aquel tono de traidor victimizado, pedestre.
Rimbaud miró a sus dos lados como rastreando una mosca inexistente, hasta fijar su vista en él para con el tono más hipócrita e histriónico decirle:
—Mira Guti, hagamos un trato (odiaba que le llamaran Guti). Sí, no te miento, me metí un libro en la chaqueta ―y se lo muestra, el libro de tapas azules y bordes negros, y con un grosor que explicaba los tantos volúmenes que hubo de tener el Die Fakel en sus años gloriosos e impopulares (que ni se comparan con estos articulitos publicados en El Liberal por los pobres reaccionarios de nuestra ciudad) y, mirándolo con firmeza a los ojos, Rimbaud continuó con lo que era ahora una amenaza: ―y me iré con él a mi casa, y lo leeré recostado en mi catre, y lo subrayaré, y tomaré notas en los márgenes, le pondré mi nombre en el reverso de la tapa con un lápiz de tinta, porque este libro es mío, y ha sido mío desde el momento en que el desconocido que lo trajo aquí, decidió dejarlo aquí.
Fue una declamación ronca, cargada de potencia; lamentablemente patética. Pero después de un silencio meditativo, Guti lo increpó de todas formas con lo que se llamaría un sermón de un catolicismo en estado puro: primero le dijo que lo encerraría en el sótano, que luego llamaría al junior —un italiano enorme y estúpido— para que le diera una paliza, luego llevaría arrastrándolo hasta unas cinco cuadras de allí, muy cerca de los restos del Cine Apolo, a la oficina de don Juan Urbe (el gerente, un cerdo por donde se lo mire) a explicarle su ilícito, para finalmente
Al terminar con esta parrafada con el tono de un niño acusete y llorón, Rimbaud lo mira fijamente y con toda calma le dice paladeando sus palabras:
—Guti, ¿creí que soy hueón? ―al Idiota se le abren los ojos como platos― ¿vo de verdad creí que soy hueón? ¿creí que te estoy creyendo tu sermoncito de mierda, tu discursito de empleado leal y hueá? Te equivocai. Conozco tu historial, Guti. Le trabajé años al conchetumare de jefe que tení, te vi entrar con esa misma carita de hueón, e irte cagao de miedo, con las manos en los bolsillos. Te dejé robar libros, hueón, tantos que ya ni me acuerdo cuántos eran. ¿De verdad creíste que pasabai desapercibío?, ¿desde hace cuánto que creei que soy un hueón? ¡Y ahora además me amenazai, conchetumare! ―Rimbaud golpeó el mesón, el Idiota dio un paso atrás―. Ladrón no acusa a ladrón, Guti. Métetelo en la cabecita de presbiteriano que tení. Si caigo yo, te caí tú. Incluso, ¿quién no se fía de que no lo sigai haciendo?, teni toas las hueas de libros a tu disposición. ¿Querí ver cómo te arrastro hasta la oficina del culiao de Urbe, y te hago confesar a puro cornete? ¡Me tay viendo la cara, culiao! Vamo a ver tu biblioteca. Es cosa que le diga a tu cagá de jefe que en tu biblioteca están todos los libros culiaos que le faltan en la librería, ¿te imaginai la cara del JUX? Yo ya quiero verla.
Se oyen los dientes del Idiota rechinar mientras mira con desparpajo la rígida cara de Rimbaud. Sin dejar de hacerlo levanta el auricular del teléfono rojo que tiene a un costado. ¡Lo va a hacer!… Rimbaud abre los ojos como un aldeano exorcizando un hechizo.
—Vai a decircelo vo a Don Juan, ¿se conocen caleta, no? —le instó con sorna ofreciéndole el teléfono.
Era aquel día, como cualquiera, y Rimbaud no podía ir andando bajo el sol carnoso de Santa María con esa típica resaca de la puta y el demonio sin beberse antes una cerveza en el Berna. Es lo que hace sin falta a la vuelta de cualquiera de aquellas borracheras, olímpicas y amanecidas, en casa de Alejandra. Sin saludar a nadie, toma asiento en la eterna mesa de la terraza, levanta el brazo y al camarero le pide «una botellita de litro», y cuando le dice esto, sea quien sea, debe saber que es una Bear Beer, helada por supuesto, y con dos vasos, uno para él y otro para quien quisiese acompañarlo. Lo conocen allí, no es nuevo en el barrio y lo respetan aunque nadie sepa su verdadero nombre. Por regla se bebe dos. Después emprende medio ebrio y hecho un chaplin, camino hacia el ala norte de la ciudad: por la Girondo enfila al norte unas diez cuadras hasta cruzarse con calle Mandrake, frente a la estación de bomberos, y de ahí hasta esquina Aldecoa donde está la Marinetti.
La Marinetti es la librería de Santa María.
En ello se encontraba aquel día, en un estado de gracia, como el de un santo, entre medio ebrio y medio feliz, conciente en cualquier caso , escribiendo un largo poema en su libretita de bolsillo. ¡Qué mejor que escribir poesía con el alba y medio ebrio!
Como se dijo, de ser posible siempre procuraba hacer lo mismo: levantarse con el sol, ir al Berna o, cómo no, al Club Progreso, otro sitio frecuentado por resacosos y maleantes a dos cuadras de la librería, frente a la pieza que Malabia le arrendaba a una señora llamada Litty.
Litty era viuda de poeta.
Litty era esposa de JCOn.
Luego, poseído por la gracia del alcohol y la mañana, paseaba por la ciudad, descubría sus ocultas costuras y moradores para terminar robando libros en la Marinetti, pues, a su modo de ver, en aquel estado se haría indetectable.
Pero aquel día algo ocurrió.
Rimbaud cayó.
Aquel día, todo sucedió
así más o menos: apenas hubo entrado en la librería, antes siquiera de saludar a Belo, su tentación se dirigió a una selección de escritos sacados del Die Fackel, que es lo mismo decir “sacados de Karl Kraus”, del periodista solitario, que recientemente había sido editada por Visor, en su colección La Balsa de la Medusa, tapas de un blanco arenoso, y uno de los pictogramas de una primera plana del famoso periódico. Las notas editoriales eran de José Luis Arántegui. Se llamó o se llama Escritos.
En su reverso el libro dice:
Si no se me quiere reconocer ningún logro positivo en esas dos mil páginas de guerra de Die Fackel ―un fragmento de lo que me vedaron los obstáculos técnicos y estatales―, en todo caso se me tendrá que acreditar que rechacé sin esfuerzo día a día las asquerosas proposiciones del poder al espíritu: sostener mentira por verdad, injusticia por derecho, y rabia por razón. ¡Pues no hubo valor como el mío, ver al enemigo en posiciones propias! Y quien no conoció el miedo ante el poder en acción, a él y sólo a él corresponde no tener compasión ninguna ante el poder quebrantado. Y eso que el estado de ánimo que le hace cara a la tan alta autoridad subalterna fue siempre a través de toda tristeza, de todo dolor y todo escarnio, una invencible serenidad. Y dar semejante testimonio ya es bastante sacrificio. Pues, ¿dónde podría hallarse una obstinada resistencia más dura que la de tener que reírse cuando uno quisiera salir corriendo a sollozar en el último bosque, al que no se haya llegado a fumigar todavía ese destino organizado?, ¿qué la de mantenerse incapaz de creer en la gloria de una gloria que paseaba por un mundo vuelto hambre, miseria, andrajos y piojos con sus laureles en la mochila?, ¡dónde más que en sostenerse en el sitio, rodeado de un complot miserable de matarifes y magnates que emborrachan a un pueblo invitándolo a hacer honor de un vino de batalla hasta darle golletazo, y que se lo daba para desplumarlo!
Entonces saluda a Belo, se conocen de años. Éste lo invita para mostrarle las novedades recién llegadas de España —nuestros proveedores cerebrales, dice. En el mesón, de paso hacia una ruma de libros nuevos con olor a cola y a papel fresco, se encuentra susodicho mamotreto de Kraus. Queda deslumbrado en sordina. Lo ve de reojo. Calcula inmediatamente en cómo obtenerlo. Echa un vistazo al margen de la página cordial donde puede ver la cifra: $XXXXXX, unos XXXX dólares. Traga saliva y procura esconder su regocijo.
El librero, al que llamaremos ya por su nombre: Gutenberg, Gutenberg Belo (personaje lamentable por donde se lo mire, mezcla de vanidad y etérea erudición de editor o vendedor de diarios y para colmo bautizado con el nombre de quien inventara la máquina que nos ofrece hoy nuestros amados libros), se parecía a un sefardí empobrecido, de edad indefinida, cuyas patillas encanecidas daban luces más o menos de cuánto tiempo llevaba en el mundo robando oxígeno. Rimbaud desde que lo conocía lo había visto con la misma ropa, lo que no dejaba de ser curioso pues lucía como nueva, ¿se baña con la ropa puesta?, se preguntaba Rimbaud en sus momentos de mayor ociosidad mental, ¿se baña? ¿duerme en la librería? ¿tiene familia? Y allí estaba aquel ser casi irreal, con las mismas converse, la misma chaqueta, y el rostro saltón mostrándole indemne al paso del tiempo, en una provincia perdida, en el centro de Latinoamérica, lo que tenían de respetable las sagradas editoriales españolas.
El interés de Rimbaud, por supuesto, no dejaba de ser el Karl Kraus y lo tenía cerca, bajo la palma de su mano izquierda, entre tocándolo y no, meditando qué hacer; un qué hacer intrínsecamente leninista, es decir, en cómo sacar ese libro de allí sin pagar ni un solo peso. En tanto Gutenberg —el Idiota, lo llamaremos desde ahora— le daba la lata con los diarios de la locura de Louis Althusser que había publicado hacía poco una editorial carísima, Herder o Siglo XXI, Rimbaud calculaba las distancias y los tiempos para cometer el ilícito.
La librería constaba de seis extensos mesones dispuestos a lo largo del salón, cada uno con el membrete de una sección definida, y muebles altísimos, diría de casi cinco metros, repletos de libros, usados y nuevos, a los que se les alcanzaba a través de una escalera rodante. Esa escalera, aparentemente infinita, le daría la posibilidad a Rimbaud de sacarse de encima un momento al Idiota. Calculó, palpando el bolsillo de su abrigo, si las dimensiones del libro se ajustaban a ellas. Fueron unos cuantos minutos de cinismo cuando decidió pedirle uno de esos libros polvorientos que se encumbraban en las alturas de aquellos muebles interminables. Cuando el Idiota apenas se dispuso a escalar para alcanzarlo, Rimbaud se metió inescrupulosamente el libro en el bolsillo. Supuso que lo había hecho bien porque Gutenberg no se había dado la vuelta en ningún instante. Cuando por fin lo encontró, se volteó y le miró para alcanzárselo, y Rimbaud aún no se percataba de que el libro resalía en algo de su bolsillo. No aflojando aún su bucólica sonrisa, quizás muy fingida y apresurada, le pidió otro libro ubicado cerca del extremo opuesto de la habitación. El Idiota transportó la escalera hasta ese lado cuando mientras se volteaba para cerciorarse del libro que le pedía, y metiendo el menor ruido posible, lo acomodó. El bulto, si se le hacía un pequeño hueco dentro de su abrigo, pasaba desapercibido.
Pero cuando el Idiota bajó, fue que le preguntó:
—¿Qué hiciste?
Frunció el ceño y una ola fría le recorrió el pescuezo; aunque jurara de rodillas que el Idiota no se había dado cuenta.
—Te metiste algo en tu bolsillo, en ese de ahí ―y apuntó hacia el bolsillo que no tenía nada. Rimbaud, envalentonado, lo instó a que se acercara a revisarle el bolsillo.
—Mira, pásame el libro que te metiste en el bolsillo, y terminamos con esto al tiro— y al comprobar el rostro impávido de Rimbaud, alzó la vista inquisidor y con un dejo de tontería.
—A ver, a ver Guti ―sus familiares le decían Guti― ¿qué me querí decir? —con tono ofendido.
—Lo que escuchaste —y se cruza de brazos.
Rimbaud hace un ruido con la boca que se asemeja a la respiración de una serpiente y le dice:
―¡Eh Guti! ¿de qué me estai acusando? ―y en el momento en que una nube muda quedaba levitando entre ambos, soltó― parecí un lunfardo asexuado .
—¿Ah? ― descolocado abre la boca, aparentemente no sabe lo que es un lunfardo… bueno, Rimbaud tampoco lo sabe, pero era lo de menos, en la tempestad lo importante es la fachada y el Idiota tenía lo suyo, hay que decirlo. Era un idiota convencido de serlo.
—Te metiste un libro en el bolsillo, hueón, te vi— dijo por fin, con aquel tono de traidor victimizado, pedestre.
Rimbaud miró a sus dos lados como rastreando una mosca inexistente, hasta fijar su vista en él para con el tono más hipócrita e histriónico decirle:
—Mira Guti, hagamos un trato (odiaba que le llamaran Guti). Sí, no te miento, me metí un libro en la chaqueta ―y se lo muestra, el libro de tapas azules y bordes negros, y con un grosor que explicaba los tantos volúmenes que hubo de tener el Die Fakel en sus años gloriosos e impopulares (que ni se comparan con estos articulitos publicados en El Liberal por los pobres reaccionarios de nuestra ciudad) y, mirándolo con firmeza a los ojos, Rimbaud continuó con lo que era ahora una amenaza: ―y me iré con él a mi casa, y lo leeré recostado en mi catre, y lo subrayaré, y tomaré notas en los márgenes, le pondré mi nombre en el reverso de la tapa con un lápiz de tinta, porque este libro es mío, y ha sido mío desde el momento en que el desconocido que lo trajo aquí, decidió dejarlo aquí.
Fue una declamación ronca, cargada de potencia; lamentablemente patética. Pero después de un silencio meditativo, Guti lo increpó de todas formas con lo que se llamaría un sermón de un catolicismo en estado puro: primero le dijo que lo encerraría en el sótano, que luego llamaría al junior —un italiano enorme y estúpido— para que le diera una paliza, luego llevaría arrastrándolo hasta unas cinco cuadras de allí, muy cerca de los restos del Cine Apolo, a la oficina de don Juan Urbe (el gerente, un cerdo por donde se lo mire) a explicarle su ilícito, para finalmente
Al terminar con esta parrafada con el tono de un niño acusete y llorón, Rimbaud lo mira fijamente y con toda calma le dice paladeando sus palabras:
—Guti, ¿creí que soy hueón? ―al Idiota se le abren los ojos como platos― ¿vo de verdad creí que soy hueón? ¿creí que te estoy creyendo tu sermoncito de mierda, tu discursito de empleado leal y hueá? Te equivocai. Conozco tu historial, Guti. Le trabajé años al conchetumare de jefe que tení, te vi entrar con esa misma carita de hueón, e irte cagao de miedo, con las manos en los bolsillos. Te dejé robar libros, hueón, tantos que ya ni me acuerdo cuántos eran. ¿De verdad creíste que pasabai desapercibío?, ¿desde hace cuánto que creei que soy un hueón? ¡Y ahora además me amenazai, conchetumare! ―Rimbaud golpeó el mesón, el Idiota dio un paso atrás―. Ladrón no acusa a ladrón, Guti. Métetelo en la cabecita de presbiteriano que tení. Si caigo yo, te caí tú. Incluso, ¿quién no se fía de que no lo sigai haciendo?, teni toas las hueas de libros a tu disposición. ¿Querí ver cómo te arrastro hasta la oficina del culiao de Urbe, y te hago confesar a puro cornete? ¡Me tay viendo la cara, culiao! Vamo a ver tu biblioteca. Es cosa que le diga a tu cagá de jefe que en tu biblioteca están todos los libros culiaos que le faltan en la librería, ¿te imaginai la cara del JUX? Yo ya quiero verla.
Se oyen los dientes del Idiota rechinar mientras mira con desparpajo la rígida cara de Rimbaud. Sin dejar de hacerlo levanta el auricular del teléfono rojo que tiene a un costado. ¡Lo va a hacer!… Rimbaud abre los ojos como un aldeano exorcizando un hechizo.
—Vai a decircelo vo a Don Juan, ¿se conocen caleta, no? —le instó con sorna ofreciéndole el teléfono.