para Marcelo Cohen
que lo leyó antes de partir
Da
la impresión que hay que pedir permiso antes de hablar del Ulises (1922). El mismo Borges se excusa en un ensayo
alusivo: “Confieso no haber desbrozado las setecientas páginas que lo
integran”. Por momentos parece el monolito de cierto filisteísmo de avanzada[1].
Otros, una especie de magia negra para los lectores. Uno se encorva al abrir
sus páginas, preparándose para entrar con pala y chuzo. La mera idea da pereza
y muchos desisten apenas leen guías de lectura o ven tutoriales en youtube.
Aquí haré una serie de preguntas. ¿Cómo ahuyentar esa argamasa y leer el Ulises con alegría? ¿Leerlo desde
distintos ángulos como se aprecia una escultura? ¿En desorden, cada capítulo a
modo de poema o noticia? ¿Totalmente distraído? ¿Caminando por la calle?
¿Cayéndose del sueño? ¿Con la luz apagada?
De
adolescente siempre me ha interesado el Ulises
y la obra de Joyce, en general, porque no la entiendo. Cuando mi hija nació, me
propuse leerlo en serio. No sé qué urgencia representaba su nacimiento y leer
el Ulises, pero creo que comparten cierto estatus vital (tener un hijo,
leer el Ulises…) Para ello, creí sortear la búsqueda de las tantas referencias
encriptadas en la obra leyendo antes el James
Joyce (1982) de Richard Ellmann, la biografía
definitiva. Lo leí con destacadores.
Hay
una anécdota de un par de líneas que aún no olvido. Joyce padre solía jactarse
frente a los amigos de su hijo de contar mejor los chistes que él. Les
comentaba con sorna que el joven James carecía de gracia para narrarlos.
Paradójico si consideramos que ese niño se convertiría luego en uno de los más
importantes novelistas del siglo. El padre que humilla al hijo, que le hace
bullying por sus incapacidades narrativas, parece una escena demasiado infame a
la luz del monolito hiper canonizado que es hoy en día el escritor irlandés.
Cuando
terminé la biografía de casi mil páginas, convertida en un acordeón de posits
de colores, no me quedaban ya energías para continuar con la obra. Acabado Dublineses, leí despistadamente el Retrato del artista adolescente y
finalmente el Ulises como los
subtítulos de una película y yo apunto
de caer del sueño. Al tercer capítulo me pareció ver un fantasma. Luego, sólo
leí por saltos. Aunque siempre vuelva al monólogo de Molly Bloom, de mi
aventura joyceana lo que jamás me abandonó fue esa anécdota del libro de
Ellmann que aún recuerdo vivamente. Creo que encierra algo crucial para
entender la literatura de Joyce. De su relación retorcida con el lenguaje. Del
vaciamiento comunicativo de la palabra. De su desintegración final. Seguiré
haciendo preguntas. ¿Cómo esta subversión acabó por constituirse en canon?
¿Cómo hizo arte a partir de su ‘defecto’? ¿Es un fracaso o un triunfo?
La
influencia de Joyce, según un crítico estadunidense, es comparable a la de
Shakespeare y Dante. Sólo para darle más perspectiva a su fama e influencia: su
apellido se ha adjetivado. Tal como lo ‘kafkiano’ alude al sin sentido
existencial de la obra del escritor checo, el epíteto ‘joyceano’ viene a
señalar aquel sin sentido que recubre uno mucho más profundo. No todo texto
ilegible es ‘joyceano’. Por lo mismo, hay que estar alerta a la clonación de
Joyce por parte del mercado, ya que confunde. Más de alguna faja de promoción
(que parecen caracterizarse por el cringe)
sostienen, por ejemplo, que Andrei Biely es el Joyce ruso; Carlo Emilio Gadda,
el Joyce italiano; João Guimarães, el Joyce brasilero; Leopoldo Marechal, el
Joyce argentino; Juan Emar, el Joyce chileno y así. (Me encantaría leer, a todo
esto, al Joyce nigeriano o puertorriqueño).
¿Qué
hay de joyceano en estos autores? Pero antes y sólo por sumar preguntas:
¿quiénes son los precursores de Joyce? Lo ‘joyceano’ ya se avizora en autores
como su compatriota Laurence Sterne y el francés Denis Diderot, en el sentido
de utilizar la potencia narrativa de una anécdota o algún hecho de tiempo banal
o doméstico. La gestación de Tristram Shandy o la cabalgata de Jacques y su amo
comparten el uso de circunstancias ‘no-literarias’ como excusa para ejecutar la
prosa, el verdadero arte. Aunque pensándolo bien, incluso antes que todos
Cervantes ya lo había hecho en el Quijote, pero fue Gustave Flaubert quien
buscó con mayor propósito hacer del estilo la batería de la novela, confinando
a un cuarto plano la ‘narrativa’.
Joyce
no solo ejecutó este reto sino que además lo llevó a cabo de modo cromático: el
uso de diversos estilos le proporciona al Ulises
ese estatus de catálogo. Si entendemos el estilo como una particularidad,
entonces ¿estos estilos serían parodias? ¿Es el estilo de Joyce la capacidad de
manejo de varios estilos? ¿Es la parodia una mera copia? ¿De qué modo se
conduce este álbum de parodias? En el Ulises,
Joyce utilizó la Odisea de Homero
como soporte estructural épico para presentar el encuentro banal de dos
desconocidos. Encuentro que se prepara a lo largo de 16 horas en ‘tiempo real’. Su
logro es elaborar una odisea cerebral que teatraliza lo inconsciente. Esto
quiere decir que no se narra desde la vida física, sino desde la
(in)consciencia de sus personajes. La aventura ocurre allí. Por lo tanto, la
estructura de la novela se dedica casi exclusivamente a soportar digresiones, o
sea, el comportamiento errático y asintáxtico de la mente diurna.
Estas
digresiones cobran en cada capítulo una consistencia particular. Esta consistencia
es la ‘parodia’ o modalidad de la prosa. Hay material indexado sobre esto, el
esquema Linati[2]
y otros recursos de sencillo acceso en la red. Estos señalan, básicamente, los
pies forzados de cada uno de sus 18 capítulos y el estilo o parodia a utilizar.
La parodia es un recurso explotado en la novelística desde Cervantes en
adelante. “Imitación burlesca de una obra literaria o artística de cualquier
clase, de los gestos, manera de hablar o actitudes de alguien, o de cualquier
otra cosa”, define María Moliner. La parodia en Joyce, sin embargo, parece
abarcar las texturas mismas de la lengua en su momento histórico. Intenta
capturarla desde sus usos. Por ello no puede ser solo una voz. Su naturaleza es
necesariamente coral. Este quiebre del Uno, constata su organismo fragmentario.
Nadie
hasta Joyce parodió y viviseccionó el lenguaje hasta hacerlo trizas. Su prosa
progresivamente se desfragmenta en un caleidoscopio que se vuelve más y más
fino. Y, por lo mismo, incoherente. El trayecto que recorre como escritor de
cuatro libros de narrativa señalan los tenores de dicha fragmentación. En un
comienzo son los cuentos costumbristas de Dublineses
(1914).
Sin embargo, un rasgo particular que los atraviesa es la carencia de argumento,
la trama es fantasmal. Más que cuentos parecen escenas que impiden entrever una
trama mayor. Siempre en Joyce queda la sensación de algo inacabado. Es en estos
cuentos que ensaya lo que denominó ‘epifanía’: la inmediatez de una revelación
que no ocurre[3]. “Ulises” fue al principio un cuento que
formaría parte de este conjunto. Se puede leer Dublineses como una novela por la que se ingresa a la ciudad desde
distintos flancos, que serían cada cuento. Lo prefigura en tanto situar la
‘acción’ en su natal Dublín.
Luego,
en Retrato del artista adolescente (1918)
(que armó a partir de otra novela de juventud o bildungsroman inédita, llamada Stephen
Hero, escrita entre 1904 y 1906) aparece por primera vez Stephen Dédalus,
el alterego de adolescencia de Joyce, coprotagonista del Ulises. En su aspecto formal, ocurre una introspección progresiva
del narrador. La voz parece ir ‘entrándose’ de a poco, de cierto modo
anticipando el uso central del monólogo interior que predominará en el Ulises. Así mismo, la diversidad de
tonos, desde el infantil del principio pasando por el tipo diálogo platónico en
el medio, prefiguran su variedad. Hasta aquí, su literatura parece deambular
los límites, sin transgredirlos aún.
El
uso del monólogo interior es quizás la vanguardia más ‘normal’ de todos los
quiebres formales del Ulises. Harry
Levin en su monografía dice: «su aparición (del monólogo interior) fue recibida
como un verdadero descubrimiento científico[4] y su
creación se atribuyó a un simbolista francés medio olvidado, Eduardo Dujardin
(n. 1861).
(...) El innovador se sobrevivió para darnos una prolija definición del estilo
que había inventado y que Joyce perfeccionó: “El monólogo interior es en el
orden poético, ese lenguaje no oído y no pronunciado, por medio del cual un
personaje expresa sus pensamientos más íntimos (los que están más cerca de la
subconciencia) anteriores a toda organización lógica, es decir, en su estado
original, por medio de frases directas reducidas a un mínimo sintáctico y de
manera que den la impresión de reproducir los pensamientos conforme van
llegando a la mente.”»
Las
costuras del Ulises no son
anunciadas. El lector debe entrenarse para detectar cuándo el tono cambia. Lo
mismo ocurre con Faulkner, por ejemplo. Pues los estilos también son diversos
no sólo en los capítulos, sino en un mismo párrafo. El autor no notifica el
paso de una descripción del entorno a los pensamientos íntimos del personaje.
Por este motivo se acerca más a la experiencia visual de quien ve películas,
que a una experiencia propiamente lectora. Como Levin señala: “su relación con
la novela normal es la del cine con el teatro”. Joyce da por hecho algunas
convenciones cinematográficas, para ello utiliza una especie de elipsis del
sentido. Se requiere otra modalidad de lectura para adentrarse en él.
Para
transitar de la forma al contenido: si bien su uso plástico de la prosa es
central, también lo es su condición de libro estigmatizado por la censura y el
diagnóstico psiquiátrico. Fue considerado pornográfico por mencionar el acto de
cagar y aludir a la menstruación y llevado a juicio, lo que entorpeció su difusión.
Pero una de las lecturas más interesantes es la que hace Carl Jung, por
entonces médico de cabecera de su hija Lucía, a quien diagnostica con
esquizofrenia. Después de leer el Ulises,
el psiquiatra escribe un breve ensayo sobre su experiencia. Sentencia que el
lector ha sido pasado por alto y que se aburre “hasta arrancarle lágrimas,
debido a su mezcla delirante de lo ‘psíquico-subjetivo’ con la realidad
objetiva, sus (…) neologismos, sus citas fragmentarias, sus asociaciones
motoras de sonidos y palabras (…), una atrofia del sentimiento, [es] fácil
advertir la analogía con el estado mental de la esquizofrenia”[5].
De
la mano de las mismas interpretaciones genealógicas, un crítico estadunidense
deja de lado la Odisea como soporte
épico. Su verdadera épica, sostiene, está en un problema netamente
shakesperiano: la posibilidad, mediante el apadrinamiento del propio padre, de
ser uno mismo su padre. Una manera elegante de matarlo: hacerlo desaparecer
mediante una trama genealógica enrevesada por la cual uno mismo se engendra. El
crítico estadunidense ve en esta doble aparición del alter ego (Dédalus y
Leopold Bloom, el Joyce adulto) una manera de sintetizar al padre, de
digerirlo. Bloom no ve en Dédalus a un hijo y éste tampoco a un padre en él. Se
ve que pugna en Joyce el conflicto con el padre y la manera de no ejecutar ese
conflicto, sino bordearlo hasta su disolución en abstracto.
Retomo
la escena de la humillación de los chistes: el padre defiende una manera
ortodoxa de contar (por lo tanto, una manera de leer) a la que Joyce no
reacciona con una crítica dirigida, ni un producto literario que desencadene el
conflicto personal con John Joyce. No se rebela. Más bien, el mandato es
‘narrar sin contar’. El chiste de Joyce no tiene remate y así lo sostiene hasta
su última obra, en la que ya no se observa por ningún lado algún afán
comunicativo. El caso del Finnegans Wake
(1939) es
paradigmático. Joyce entiende la literatura como aquella que se ocupa de lo
banal (pues el periodismo se centra en lo excepcional), por ello, en su último
libro la cotidianidad se muda a ese fragmento del día que el Ulises no cubre en sus 16
horas, es decir, las horas de sueño. Siendo tan ordinario el acto de dormir,
urgía abordarlo cavando una profunda zanja con el surrealismo, pues Joyce lo
detestaba, al igual que al psicoanálisis.
La
lectura de época y contextual del Ulises,
que hasta hace no tantos años (ya cumplió cien) fue tratada de pornógrafa (o de
miseria pornográfica como acusó Bernard Shaw, al evidenciar la inmundicia moral
e idiosincrática del dublinés) es extraña considerando que Joyce salió de
Irlanda muy joven y volvió sólo poco antes de su muerte. Su vida la hizo en el
exilio. En este sentido, el Ulises se
construyó a partir de la memoria. Ellman en su biografía menciona las ocasiones
en que consultó vía postal a amigos que aún se encontraban en la ciudad, sobre
las longitudes de las bermas o cuántos árboles había entre un edificio y otro.
Este alejamiento sin desviar su vista del origen[6]
también señala algo de la anécdota de los chistes. La relación padre e hijo
estuvo cruzada de rencillas, enfermiza por lo competitiva. Al fracasar el
padre, la vida doméstica se torna arisca, fría. Todo está en otro lugar, todo
es secreto; como si —en palabras de W. B. Yeats después
de conocer a Joyce en una desafortunada velada— éste tuviera el cráneo cercado y nada
pudiera penetrar en él.
Se
citan en un restaurante. Yeats más que nada le molesta la excesiva (casi
maniática) educación de Joyce. Una cordialidad mecánica, insistente, desmedida.
Una amabilidad molesta, cuyo origen —sugiero— es su personalidad esquizoide. Joyce
carece de empatía, por lo tanto sobreactúa su falta, por temor a parecer
irrespetuoso. Su relación en el otro opera casi exclusivamente como espejo. Una
relación traumática con el espejo. Cada personaje que se le acercaba encontraba
en él algo de androide, de extraterrestre. Hugh Kenner en Los comediantes estoicos (1962) se
refiere a este ensimismamiento en la cultura irlandesa vaticinado e inaugurado
por Swift y el propio Sterne cuya estela luego perpetuaron Flann O ́Brien y el
propio Beckett.
(…) sacan partido de la
naturaleza antisocial de la literatura, del hecho de que el escritor no está
hablando, no está bebiendo, ni tiene a su lado a nadie que lo aliente y no
alienta a nadie, sino que existe lejos, encerrado en un cuarto poniendo palabra
tras palabra….
Lacan
dedica un seminario entero a la figura de Joyce como ejemplo sui generis del psicótico cuya
esquizofrenia no se desata porque su escritura lo mantiene cuerdo. Señala en su
seminario 23, titulado El Sínthome, que
Joyce parecía tener el cuerpo separado de sus sentidos y conciencia. Para
ejemplificarlo elige un fragmento del Retrato
del artista adolescente donde relata las vejaciones que sufriera alguna vez
en su paso por un colegio jesuita: “Heron (el antihéroe) y
otros le dan una zumba de batazos a Stephen Heroe (sic), o Dédalus, el alter
ego joven de Joyce. Al reflexionar en ello luego, Dédalus reacciona con una
rara sensación de pasividad, de indiferencia consigo. Dice que la cosa le
resbala, como si, en sus propias palabras, se desprendiera nada más que ‘la
cáscara de una fruta madura.’ Todo tiene relación con una epidermis reciclable.
No siente nada.” Llegado este punto, vale citar el fragmento que Borges escogió
del Ulises para su Antología de la literatura fantástica (1940):
“¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta
ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.”
Hay
entonces: suciedad, fragmentación, banalidad, desaparición. Aspectos propios
del panorama post-moderno. La basura en contraposición a la ruina, la
fragmentación como multiplicidad de pequeñeces, la banalidad del sujeto a
caballo sobre el lomo del capitalismo, la desaparición como destino humano. La
baja calidad, la producción en serie, lo inconsciente, la ausencia. Su obra
narrativa total hace paralelismos con el espíritu del Ulises mismo. Dublineses
es el amanecer y el Finnegans la
noche. En Dublineses recorremos las
modulaciones del niño, del adulto y finalmente, del hombre público. Es la
infancia de su obra. Luego, el Retrato,
cubre la adolescencia y el Ulises, la
madurez. Finnegans Wake es la
disolución del lenguaje ante la muerte. Se ve que su obra nos recuerda a las matrioshkas o las cajitas
chinas. Una dentro de otra, calzando como un guante.
José
Kozer en su texto Cómo leer a Ezra Pound
señala: “Leamos, saltándonos descaradamente lo que no entendemos: leer poesía
no es entender sino acceder por la misteriosa vía del desconocimiento al
conocimiento intuido de un texto.” Esta cita la robé de otro texto, Cómo no leer a Shakespeare de Martín
Gambarotta, donde sentencia: “y escribir en verso es lo más cercano a ponerse a
hablar solo. Se piensa en verso. Se delira en verso. Se venera en verso. Por
las venas corren versos.” Leer el Ulises es como acercarse a un borracho en la
calle a escuchar sus balbuceos y delirios. Porque eso es la literatura según
Deleuze, ‘hacer a la lengua delirar’.
Titulé
este texto “Reducción de Ulises” en tres sentidos. Un primer sentido es
gastronómico. Se le dice ‘reducción’ a aquella cocción lenta que logra
condensar el sabor. Quise hacer un panorama y entregar algunas herramientas
para podar el boscaje del Ulises. Un
segundo sentido: en Chile los policías utilizan una jerga particular, ‘reducir’
para ellos significa tomar preso al delincuente. Atrapar al criminal y esposarlo.
La relación escandalosa de Joyce con su contexto es central para entender su
valor. Los juicios por obscenidad que mencioné nos alumbran el contexto de
producción del Ulises. Es importante
esto (su calidad subversiva) pues
de otro modo toda su potencia y lenguaje queda encorsetado por la lectura
formateada de la academia.
Tercer
sentido y aunado a lo anterior: la reducción de su tamaño, gesto tanto
sacrílego como de alcance. Hay que reducir el tamaño de Joyce al del bolsillo
del lector. Del retrato enmarcado en oro a la portabilidad de una foto carnet.
Anthony Burgess en Re Joyce (1965)
habla de este acercamiento mamífero a la obra de su compatriota irlandés y de
paso sentencia los propósitos de su libro que tienen parentela con los del
presente texto:
“Mi
libro no pretende erudición, solo un deseo de ayudar al lector promedio que
quiere conocer el trabajo de Joyce pero ha sido asustado por los profesores. La
apariencia de dificultad es parte de la gran broma de Joyce; las profundidades
siempre se expresan en términos de Dublín;
los héroes de Joyce son hombres humildes. Si alguna vez hubo un escritor
para la gente, Joyce fue ese escritor.”
[1] https://elpais.com/cultura/2018/03/09/babelia/1520596545_999884.html
[2]
https://kripkit.com/esquema-linati/
[3] Según
el filósofo español Ernesto Castro, la epifanía joyceana se diferencia de la proustiana
en su centro espacial y no temporal. La revelación en Joyce no se produce en la
remembranza, sino en una ‘presencia’ en un sitio específico.
[4] Es
interesante pensar este ‘descubrimiento’ como antesala a ese otro que hizo
Freud unos años después: ‘lo inconsciente’.
[5] En
otra carta dirigida a Patricia Hutchins, escritora inglesa, Jung concluye:
“Joyce puede pensar y hablar de ese modo a voluntad y fue, además, capaz de
estimular ese estado con sus fuerzas creativas, algo que, por otro lado, explica
por qué él no cayó al otro lado de la divisoria. Pero su hija sí cayó porque no
era un genio como su padre sino una simple víctima de su enfermedad.”
[6] “en
la medida misma en que te alejan/ extienden la frontera de tu reino”, escribió
Lihn.