Hay un poema de A.R. Ammons que habla de las vidas perdidas, no en el mundo en general sino en un presunto individuo. Se llama «Easter Morning» [Mañana de Pascua], es de 1981 y empieza así:
Tengo una vida que no prosperó,
que se hizo a un lado y se detuvo,
anonadada:
la llevo en mí como una gravidez
o como se lleva en el regazo a un niño que
ya no crecerá o incluso cuando viejo nos seguirá
afligiendo
es a su tumba adonde más
a menudo vuelvo y vuelvo
a preguntar qué es lo que falla, qué
falló, a verlo todo bajo
la luz de otra necesidad
pero la tumba no se cierra
y el niño,
que se agita, habrá de compartir tumba
conmigo, viejo que se las
arregló con aquello que quedaba (…)
A lo largo de unos cien versos la meditación sigue –no siempre con un ánimo tan lúgubre– durante un paseo por el campo, visitas a viejos tíos y conocidos de un lugar natal, gente que podría ser real o imaginaria, miradas al paisaje y conjeturas sobre el niño que no prosperó, como si el que habla en el poema estuviese buscando la calma por encima de esa penosa bifurcación de las vicisitudes. Archie Randolph Ammons (1826-2001) fue uno de los últimos grandes poetas norteamericanos de la naturaleza. Confió el anhelo de contacto a la descripción cuidadosa y a una forma lábil, movediza, tan imbuida de reverencia al misterio como de designación científica: antes que calma prefirió decir estabilidad; antes que inquietud, desorden, y antes que espíritu, mecanismo complejo. Fue un poeta de la inmanencia: para él lo misterioso era que el mundo esté todo en sí y contenga todo, hasta la posibilidad de conocerlo. Por eso, aunque sea infrecuente, no extraña en su obra este poema intimista que habla más bien de lo inconcluso que persiste, de la continuidad de lo que parecía interrumpido. Es de una nitidez tan alucinante que por momentos parece que Ammons convocara a un gemelo muerto, pero no: habla del encuentro imprevisto con el extranjero que llevamos dentro; o con el cadáver resurrecto de alguna de nuestras posibilidades eliminadas.
Yo lo traduje en 1995, cuando me faltaba un mes para volver a vivir en Argentina después de veinte años en España, mejor dicho en el País Catalán. Entonces lo asocié rápidamente con «La esquina feliz», el cuento de Henry James en que un hombre que ha vivido treinta años en Europa vuelve a la Nueva York natal. La ciudad es otra, al punto que empieza a poblarse de rascacielos, y él, el cincuentón Spencer Brydon, se hace cargo de una casa de tres pisos que ha heredado. Como es la casa donde pasó su infancia, lo abruma con interrogantes sobre el destino del niño que él fue ahí. Brydon se acostumbra a visitarla de noche, casi se envicia; deambula horas por las habitaciones desiertas, solo, hasta que a fuerza de acecho logra sentir una presencia; y al fin la presencia se le manifiesta. La figura que Brydon ve y que James define con un par de trazos (lleva galera; a la mano con que se tapa la cara le falta un dedo) lo sacude tanto que se desmaya. A la mañana siguiente despierta al pie de la escalera, en brazos de su mejor amiga, en un sopor de piedad horrorizada y reconocimiento.
En mi oportunismo, yo interpretaba que el fantasma del cuento de James y la vida enterrada del poema de Ammons simbolizaban lo mismo: a saber, que la casualidad no da tregua. Basta que uno asienta un poco menos que incondicionalmente al curso autónomo de los hechos, que sea un poco remiso a encarnar el acontecimiento, para que con cada giro imprevisto arrecie la lucha terca entre el plan y la vida. Mantener estrategias agota y a la larga lesiona. Pero si uno acepta ese cansancio, puede sentarse y ver algo de lo que ha pasado, esclarecer en cierta medida qué dejó atrás o resignó en cada disyuntiva. En todo caso yo necesitaba una visión amplia sobre la decisión y la espontaneidad. Alrededor de un año y medio antes, durante una visita a Buenos Aires, una escritora que yo no conocía me había ofrecido hacerme una entrevista. A los pocos días, la tarde de la cita, yo había abierto la puerta de la casa en donde paraba y: ahí estaba ella. Es decir: era Ella. Saltemos por encima del año y medio de deliberaciones, encuentros urgentes y contabilidades. Las cuentas estaban muy divididas. En la Argentina percudida por la dictadura de 1976-1983 había una incipiente democracia; yo tenía toda una historia y una vida diaria amable en Barcelona, dentro de lo completas y amables que pueden ser las vidas; a la vez, la pregunta sobre dónde quería envejecer no se acallaba. Era una oscilación interminable. Pero si hablamos de espontaneidad, lo mejor para entenderla es una conmoción amorosa. No había por qué decidir. Ni fatalidad ni causas: lo que había, como siempre, era la necesidad de que exista el azar, que en ese caso me mandaba de vuelta.
Pero ahora, al filo del regreso, embebido de Ammons y de James, me preguntaba solapadamente quién habría sido yo si veinte años antes no me hubiera ido de mi ciudad, en caso de que hubiese alguna ciudad mía. Sigo convencido de que no es una pregunta trivial, y menos redundante. Es útil: complica el relato que uno hace de sí. En las últimas décadas, hablar de relato se ha vuelto cada vez más práctico para una serie de disciplinas, desde la filosofía, la antropología y la psicología hasta la politología y el periodismo, incluido el de la televisión. Hay un difundido acuerdo en que los humanos ven o viven su experiencia como uno u otro tipo de narración, que somos por naturaleza novelistas de nosotros mismos y que poder relatarse con abundancia es esencial para tener una personalidad plena y sincera y hacer una vida buena. La falta de un relato personal denotaría tendencia a la psicosis o a la inmoralidad. Sin embargo, algunos filósofos, como Galen Strawson, sostienen con pormenor de razones que esas tesis son falsas. Strawson dice: no solo es falso que haya una sola manera acertada de experimentar nuestro ser en el tiempo –está la manera Proust, y la manera Joyce, o Pessoa, por ir a ejemplos gruesos–; el mandato de ser una unidad narrable puede cerrar caminos de pensamiento, empobrecer éticamente y crear desdicha al que no encaje en el modelo.
Hay sujetos diacrónicos, que consideran su esencia como una médula que estuvo en el pasado y seguirá estando en el futuro, y sujetos episódicos, que no conciben su sí mismo como una presencia continua. Strawson dice que, si hay un self en cada individuo, es «una sinergia de actividad neural»: de modo que el hipotético sujeto de la experiencia es el producto mudable de una materia cerebral siempre en proceso: un aglomerado indefinido de selfs pasajeros inscrito en redes de células. Con este material puede armarse un relato, varios o un rompecabezas inacabable. En mi parecer, sin embargo, en el estado de pulverización del lenguaje que afecta al mundo, de adhesión de los relatos personales al inventario tópico de la cultura de masas, y de incapacidad de expresar matices debido a la esclerosis sintáctica del hablante medio, creo que necesitamos un arte de la argumentación detallada. Necesitamos argumentos, siempre y cuando prescindan de la vieja pauta de exposición, nudo y desenlace y de la condicionadora exigencia de tensión y crecimiento a que el público global está habituado. El premio al condicionamiento se lo lleva el culto a la identidad por las raíces, un eficacísimo productor de sujetos en serie.
Así las cosas, preguntarse quién habría sido uno si no se hubiera ido de un lugar es tan disparatado que trastorna el mandato narrativo. A mí me tentaba ese disparate. Durante años me había ejercitado en el desinterés por el pasado porque el pasado no servía para la vida, que en realidad era una sucesión estroboscópica de presentes. No me había costado poco concluir además que el exilio, con su fardo de culpas, rencores y dolor, era un falso problema creado por las palabras. Había masticado mi Bataille: soberano es el que sabe que en el vasto fluir de las cosas él es solo un punto favorable a un resurgir; el que prescinde de constituirse como un proyecto. Había procurado despersonalizarme. Me alegraba sentirme como un precipitado de lo que muchos otros habían depositado en mí. Me parecía que estaba prevenido. Cierto que, por mucho que me aliviase tener un DNI español, nunca había dejado de referirme como argentino: seguía siendo de un país. Y, la verdad, si para volver ahí tenía que prevenirme tanto no era muy soberano que dijéramos. El amor me daba temeridad y energía, pero la Argentina real me daba miedo. En un viaje anterior a Buenos Aires, mientras me cortaba el pelo, había escuchado a varios señores evaluar la especie de que el Presidente Menem, ese astuto latino bajito, se había acostado con la áurea modelo alemana Claudia Schiffer. Se me ocurrió que una credulidad tan pueril encajaba bien con la perversidad que había aplastado al país durante la dictadura y la guerra de las Malvinas y todavía flotaba en los usos de la policía, la inmunidad de cientos de asesinos y el goce del país en autocelebrarse. Y pensé que la facundia de los argentinos y la compulsión a adornar todas las pausas de una charla con agudezas eran la inversión de un pánico al vacío. Bueno: mi yo joven había sido un avanzado borrador de argentino de esa calaña. Para Macedonio Fernández el mundo era un almismo ayoico; yo solo había vislumbrado qué quería decir Macedonio viviendo en otro país, o tal vez con los años, y ahora temía quedar preso en la servidumbre a la continuidad del yo con su pasado. ¿Y si no podía escribir más? ¿Si caía en un realismo doctrinario, reflejo y disecado? Para mí la literatura era la evasión más radical, un transporte de la realidad sucedánea en que vivimos a la posibilidad de un contacto con lo real, y por eso hacía literatura fantástica; y entonces empecé a precaverme, tanto de la promiscuidad como de la nostalgia, escribiendo todas las historias que se me ocurrían en un mundo inventado, que me delta panorámico; un mundo hecho con astillas y posibilidades del nuestro, desde donde, esa era la ambición, nuestro mundo se pudiese ver mejor.
Y pese a todo, con el regreso me entraba una dulce sensación de cumplimiento, de concordancia; el cese de una recóndita inquietud por el destino, del titubeo callado sobre el lugar de pertenencia. Un reposo. Aunque la sensación fuera sospechosa, incluía una necesidad de actuar en la polis, de unirme a una sociedad, la de mi origen, con la mente refaccionada. Cierto que en seguida comprobé que mis miedos estaban fundados. En Argentina no había sociedad pública, salvo la del espectáculo o las corporaciones, entre las instituciones y organizaciones políticas y la familia impermeable. El pequeño burgués argentino, no digamos ya el empresario, se jactaba de no pagar impuestos; remozaba diligentemente su casa pero rarísima vez la acera, y en la acera ajena dejaba cagar a su perro. El discurso social argentino solo aceptaba que se hablara desde posiciones reconocibles, y todas esas posiciones, incluso las subversivas, incluso las de muchas sectas de filiaciones inmigratorias, formaban un hermético sistema de oposiciones complementarias: la argentinidad. Definirse era el estilo y la exigencia, y dentro del repertorio de figuras definidas estaban los locos pintorescos, los genios excéntricos, los escépticos y los disconformes. Pero estos pavores languidecían al lado del encuentro efectivo, tan distinto del de las visitas fugaces, con mis amigos y conocidos de primera juventud, porque ellos le hablaban a la persona que suponían que yo había llegado a ser según el desarrollo lógico del embrión que recordaban. Esos seres queridos no me miraban ni me escuchaban; de hecho procuraban no verme, para no encontrarse con ese falso esbozo de español, un tipo cuyas críticas al país parecían observaciones de turista. Como a alguien le hablaban, era imposible no preguntarme a quién.
¿Quién habría sido yo si no me hubiera ido?
Dejemos de lado que habría podido estar muerto o desaparecido. Esos amigos habían sobrevivido, mientras otros morían, pugnando por mantener la entereza entre trabajos oscuros, la desolación y las complacencias, pero atrincherados en sus convicciones sin revisarlas –aun cuando el socialismo de partido único ya se desmoronaba, reo también de ineptitud y barbarie–; sin cavilar cómo podía ser una futura práctica emancipadora, sin revisar nuestro eventual papel en una batalla que habíamos perdido, quizás porque estaban demasiado heridos y aislados. Yo veía en ellos a uno de los que habría sido, posibilidad más acre por el hecho de que eran generosos, altruistas y deseaban ese mundo más justo, si no más libre, que habrían tratado de implantar una vez más aunque buena parte de los argentinos se había desentendido de la masacre. Yo no le reprochaba a mi ciudad natal que hubiera cambiado, sino que fuese la misma. Y releía el poema de Ammons como un presagio: porque el que habría sido yo habitaba cómodamente esa ciudad detenida, con su población, incluso la más resistente a la autoridad, de todos modos ansiosa, irascible, autoritaria en su simpatía, afecta al fundamentalismo de las raíces; una ciudad de personalidades impetuosas, de religiosos descreídos y ateos supersticiosos, clavados en la mística del crecimiento personal y nacional, de la incesante marcha adelante, y nada vigilantes de su racismo subcutáneo; una ciudad en cuya cultura la familia no solo era refugio, no solo maraña de afecto, atenciones y rencor, sino claustro, empresa, leyenda, generador de sensiblería apática, banco usurario y tribunal hipercalefaccionado.
Yo no quería reencontrarme con ese yo pretérito. Tenía de él una opinión muy pobre. Así que empecé a alejarme de las antiguas amistades que insistían en restituirlo. El procedimiento se volvió recalcitrante; para combatir los mitos vernáculos me impuse olvidar las letras de tango que había atesorado en mañanas de radio en la cocina de mi madre y en la primera juventud de varón porteño hijo del pueblo. Velé con denuedo por las amistades y relaciones de trabajo con España. Al fi vacilando, sorteando el recelo, anudé lazos con gente que había conocido en mis viajes desde fuera, es decir, que me había encontrado en fase avanzada de transición. Con ellos la falta de foco era menor. Pero solo mi mujer le hablaba a mi presente; solo ella se relacionaba con mi relato, como yo con el de ella. No sé si esta minifenomenología será cierta, pero el tironeo entre posesión y entrega puede poner a los amantes muy nerviosos, hasta que se rinden de veras. Entre tanto mi mujer y yo nos estudiábamos. Entre tanto, además, las ventiladas mentes argentinas a las que ella me acercó iban abonando una nueva versión de mí que, como había previsto, se instaló en la polis con ese grado de efusión y de inquina que solo despierta la comunidad donde uno fue chico.
«Ponga a dos individuos en relación con el cosmos y se relacionarán de verdad entre sí», dijo Robert Creeley. A mí, que había tratado de iniciarme en el desapego, me amargaba que las estridentes ciclotimias de la política, las perentorias tensiones del amor y los aportes e inquisiciones de los nuevos conocidos me apartaran de la vía. Siendo un hombre de letras, no se me escapaba que la interferencia provenía del carácter vírico del lenguaje, la mayor herramienta de control sistemático y de falsa comunicación. Argentina es un país de recio monolingüismo dialectal, orgulloso de su facundia, sus excentricidades sintácticas, su inventiva léxica, su prosodia veloz y campechana. Sobre esto se ha escrito mucho, y es cierto que esa lengua es rica en su peculiaridad; pero, absorbida por el espectáculo, ha derivado en una variedad reluciente y escuálida como una modelo, de un tecnicismo afectado, hegemónica, calificada de expresión argentina; un cálido invernadero verbal del reconocimiento inmediato, donde los retoños de usuarios, a despecho de sus opiniones, se desarrollan como plantas de la misma especie.
Como sé que el que dice lo mismo que todos no puede pensar con matices –menos aún si ignora el uso de subordinadas– y termina por no sentirlos, la cuestión me impacientaba. Para colmo, mis rebeldes resabios de españolismos solían provocar una sorna irritada. Yo decía vale en vez de bueno o está bien, calabacín en vez de zapallito; a veces se me escapaba un tonito impropio. ¿Y este qué se cree que habla?, he oído zumbar esa tácita pregunta frente a regresados de distintos destierros. En un extranjero los deslices son simpáticos; en un argentino son vanidad o alta traición. A mí me resbalaba estar marcado; al fin y al cabo era esa clase de distinción a que el emigrado se aferra; también era la proclama de que mis veinte años en España no habían sido un paréntesis de exilio sino una vida plena de alteraciones irrevocables. Y con ese ánimo escribía. Mi plan más político consistía en inficionar la expresión argentina de impertinencias, tanto locales como tomadas del tronco central del español; perforarla para que mostrara su fondo hueco y repararla con una nueva mezcla. Fantasías, es evidente, del que detesta su lengua tanto como la adora. Justamente, fue cavilando este deseo como de golpe comprendí que al fantasma del que habría sido yo de no haber dejado Buenos Aires se había sumado el fantasma del que podría haber sido si me hubiese quedado en España.
Esto era muy prometedor; una interesante complicación del cliché.
La unión de esas dos probabilidades, a las que sin duda se sumaban otras más fugaces abandonadas en lances menores, conformaba un extranjero en mí, precisamente el extranjero que escribía: una evolución del extranjero implícito que siempre escribe cuando uno se sienta a escribir. Claro que al mismo tiempo me percaté de un error. En España, mientras se prolongaba en mí la épica de las comparaciones típicas del exiliado, había procurado resguardar mi rumor vernáculo de incrustaciones de la lengua imperial; sin embargo, había terminado contaminándome, por suerte, y en esa emisión contaminada había encontrado el poco de autenticidad que puede haber en cada escritura. No iba a protegerme ahora del contagio de la expresión argentina, ¿no? Un corolario inmediato del desapego es la comprensión de que las cosas y los seres surgen a la realidad conjuntamente; de que somos nodos inseparables de un tejido siempre mantenido y renovado por las relaciones. Entonces columbré que si la lengua es un virus, también es el medio de la relación, y tal vez el trabajo constante de las relaciones, la amorosa y las otras, fuera el vehículo de la salida del sistema. Solo abriendo a los aportes y sustracciones de los otros el lenguaje que yo iba aglomerando podía evitar encerrarme en un relato impermeable a los fantasmas. Hasta los maestros de la mística recuerdan que el deseo de conservarse es impolítico y vulgar. «Si cualquier roce te irrita, / ¿cómo vas a limpiar tu espejo?», dice un poema de Rumi.
Había que acallar la policía de la conciencia y a la vez aplicar discernimiento; algo que bien podría ser la definición de una poética. Un Sí mayor y un No menor (o a la inversa). No solo desestabilizar al argentino estándar y al español inmarcesible desde dentro, trastocar jerarquías y entendidos, alentar las transformaciones siempre activas en cualquier sistema simbólico –no solo abonar el campo, ponerlo a vibrar–, sino también cortar las secuencias narrativas que tapan las rupturas y discontinuidades de los hechos, encadenan la vida a la lógica del tercero excluido y tantas veces ocultan con una razonable continuidad los abismos de una historia enloquecida. Hacía falta un pensamiento asociativo para el ritmo de las relaciones. De momento, yo necesitaba fricción.
La fricción convirtió la vida diaria en Buenos Aires en una generadora de vidas hipotéticas. Dos fantasmas le agregaban un rumor de tiempo descoyuntado y de impermanencia. ¿Había algo que temer? Si no me hubiera ido no habría experimentado la distancia, esa fuente de nostalgia, estupor culpable y languidez cuando el emigrado mira hacia su lugar de origen, y de ironía dramática, impavidez excesiva, y esclarecimiento crítico cuando mira el lugar de adopción, y el de origen también. El intervalo de espaciotiempo en donde el emigrado se encuentra lo ayuda a distanciarse de sí mismo; un día, esté donde esté, quizás el proceso lo lleve a ver desde fuera cómo su presunto otro yo se pulveriza. Pero, como en el jadeante teatro de la Argentina la función no para nunca, el que vuelve tarda en percatarse de que el intervalo subsiste; que el exilio es para siempre. A mí, en principio, el que habría sido si me hubiera quedado en Barcelona no me daba aprensión; no habría sido muy diferente; a cierta altura uno ya está constituido. Pensando lo cual me entró una aprensión también por ese que estaba al otro lado del mar: un sujeto irreparable. Jung dice que alrededor de los 45 años hay una inflexión en la vida, culminante, a partir de la cual el individuo puede repetirse y declinar en un estancamiento aceptable, o abrirse a la modificación y renovarse. No quiero imaginarme los libros que habría escrito si no me hubiera ido a España, pero no me tienta nada imaginar los que habría escrito si no hubiera vuelto; la verdad, no me imagino nada. Por cierto, sería desolador que mis amigos de Barcelona le hablasen exactamente al que creo ser ahora, porque significaría que no he cambiado. Y me parece indiscutible que he cambiado. Mi mujer tenía una hija de once años; desde entonces aquella nena ha sido también mi hija, hoy una mujer de veintiocho. Huelga hablar de la magnitud de las conmociones adjuntas. En estos años me ha nacido un aprecio extremo por el presente, por la modificación sin fin, y quisiera no serle infiel. Si me hubiera quedado en Barcelona habría tenido una economía energética menos onerosa y más estreñida. En cambio en Buenos Aires cualquier iniciativa independiente afronta un gran surtido de dificultades y constricciones. Pero las constricciones, como saben los sonetistas y los seguidores de Georges Perec, promueven inesperados cambios de rumbo, rodeos insensatos y frenazos abruptos, la fantasía improvisatoria; enrarecen tanto las historias que pueden volverlas más verdaderas. Sucede también con las empresas conjuntas. Yo adhiero a esa poética: si uno aporta atención y entusiasmo, las constricciones abren lugares donde parecía que no había nada. Es muy provechoso agregar algunas propias; y mejor aun crearse un repertorio de constricciones, normas a respetar diferentes de las normas jurídicas, económicas o morales del sistema más o menos mundial, y cumplirlas como principios hasta que uno o el colectivo del que forma parte decida cambiarlas por otras que se respetarán no menos. Los artistas llaman a esto procedimiento, o método; puesto en marcha en conjunto, puede ser una política de la sociabilidad. Puede fomentar el gasto inútil, la imaginación y, dicho sin reparos, el desprendimiento. Y desde luego sirve para rescatar provechosamente multitud de cosas que la marcha adelante fue dejando por el camino, destartaladas, y antes que regalarlas uno barrunta que puede montar de otro modo. Incluso la familia.
Al final del poema de Ammons el caminante, en un lugar que no es el suyo, oye el llanto del niño que él no fue al borde del camino. Entonces se sienta a descansar y ve algo que no había visto nunca: dos grandes pájaros negros aparecen en el cielo volando juntos, muy alto, rumbo al norte. De pronto uno vira un poco a la izquierda y el otro, quizá sin darse cuenta, sigue adelante por un minuto mientras el rezagado se pone a planear en círculos como si buscara algo, tal vez perdido. Pero entonces:
el otro pájaro volvió y volaron los dos juntos
por un rato, tal vez buscando una corriente;
dieron unas pocas vueltas más, posiblemente
remontando –al menos, era claro, descansando–,
y reemprendieron vuelo hacia lo lejos hasta
quebrar
la línea de las matas y el bosque del
lugar: fue una visión de majestad
e integridad copiosas: tener
pautas y rutas, interrumpirlas
para explorar pautas distintas
o accesos mejores a las rutas, y luego el
retorno: una danza sagrada como la de la savia
en los árboles, permanente en sus descripciones
como las ondas en torno a las piedras
del riachuelo: nueva como este particular
flujo de ardor que rompe ahora a caernos
desde el sol.
Yo también, para cortar las líneas, he parado un momento a mirar las nubes por la ventana, como dándole un tiempo a alguna de mis vidas extraviadas. Me gusta releer ahora este poema de pérdida y reconciliación. Le adjudico este mensaje: inevitablemente poseemos al otro que tenemos al lado, o enfrente, y el otro nos posee. Es un fenómeno estructural: somos seres de entrega e incorporación. Y dos son el principio de una comunidad, si uno cede al impulso.
Qué historia más fofa, dice mi locutor interior, esa voz indefectible, y yo le hago caso. Demasiada pulcritud, sí. Cómo se puede hablar del extranjero al margen de la historia y la actualidad de la violencia de las migraciones, la llegada del africano o el birmano exhausto a una playa donde la policía lo vapulea en una lengua inaudita, la rumana que asoma al puerto de Baltimore desde un contenedor hediondo de vómitos, abierto por un capataz mafioso. El mar o la vastedad que recorre el emigrado son abismos; aterran. El vehículo sórdido en que suele llegar lo expulsa como un vientre. Esto dice el martinicano Edouard Glissant; pero él cree que la experiencia del abismo, que es lo abarcador, transforma la tierra desconocida en un lugar donde el abismo se proyecta como un germen de conocimiento; el que cruzó está abierto, y no solo a un conocimiento específico, a los apetitos, daños y dones de un pueblo en particular, sino al conocimiento del Todo, un conocimiento liberador porque el todo es relación incesante, o la relación incesante lo es todo. «Por eso permanecemos en la poesía», remata Glissant.
Bueno, pero la narración también es un arte de las relaciones.
Vean si no mi blando caso. Estaba escribiendo esto cuando un día, en el diario español que leo tres veces por semana, vi una foto en que una diputada opositora del parlamento valenciano, exasperada por las corruptelas del gobierno de la región, luce una camiseta con la leyenda no nos falta dinero. nos sobran chorizos. Se la mostré a mi mujer y, como ponía cara de espera, le expliqué que un chorizo es lo mismo que en Argentina un chorro, un ladrón. Ella se rió a medias y comentó que probablemente la raíz común fuese el verbo chorear. En otros tiempos acá también algunos decían chorizo, añadí yo. O sea, dijo ella, que originalmente chorear sería español y los españoles olvidaron el verbo y se quedaron con el sustantivo. También puede ser, dije yo, que nosotros hayamos importado el sustantivo chorizo y derivado el verbo chorear. ¿Y por qué el verbo que derivó no es choricear?, ahondó ella. En la pausa todavía más honda que se hizo oí unos crujidos. Se estaban rompiendo las líneas de varios relatos. Sin preaviso, una horda de fantasmas aprovechó el momento para hablar por mi boca: Tengo –me oí decir– que comprarme urgente un buen diccionario de argentinismos.
Nunca terminaremos de contar cómo suceden estas cosas.