«Yo nada sería sin el
siglo XIX ruso», escribió Camus en 1958 en una carta de homenaje dirigida a
Pasternak: uno de los integrantes de la constelación de magníficos escritores
cuya obra, unida a los anales de sus trágicos destinos, y preservada,
recuperada, descubierta en traducción en los últimos cinco lustros, ha
convertido el siglo XX ruso en un acontecimiento que es (o ya se confirmará)
igualmente formativo y, por ser también el siglo nuestro, mucho más pertinaz, influyente. El siglo XIX ruso
que cambió nuestras almas fue hazaña de prosistas. Su siglo XX ha sido, casi
por entero, hazaña de poetas; si bien no sólo en la poesía. Los
poetas sostuvieron las opiniones más apasionadas de su propia prosa: todo ideal
de seriedad inevitablemente bulle de desprecio. Pasternak en los postreros
decenios de su vida rechazó el horrendo modernismo y engreimiento de su
espléndida y sutil prosa memorialista de juventud (como la de El salvoconducto), mientras proclamaba
que la novela en la cual estaba enfrascado, Doctor
Zhivago, era el más auténtico y cabal de sus escritos, y junto a ella su
poesía nada valía.
Fue característico que
los poetas se entregaran a una definición de poesía como un empeño de tal inherente
superioridad (la meta más eminente de la literatura, la condición más eminente
del lenguaje) que toda obra en prosa se volvía una empresa inferior; como si la
prosa fuese siempre una comunicación, una actividad de servicio. «La instrucción
es el nervio de la prosa», escribió Mandelstam en uno de sus primeros ensayos,
así pues «lo que tiene sentido para el prosista o ensayista, al poeta se le
antoja carente de él por completo». Si bien los prosistas están obligados a
dirigirse al público concreto de sus contemporáneos, la poesía en conjunto
tiene un destinatario más o menos distante y desconocido, afirma Mandelstam:
«El intercambio de señales con el planeta Marte... es tarea digna de un poeta
lírico». Tsvietáieva comparte esa acepción de la poesía en cuanto cúspide del
empeño literario, lo cual supone la identificación de todo gran escrito, aunque
se trate de prosa, con la poesía. «Pushkin era un poeta —concluye en su ensayo
“Pushkin y Pugachev” (1937)—y en ningún otro caso fue poeta con más vigor que
en la prosa “clásica” de La hija del
capitán». La misma supuesta paradoja con la que Tsvietáieva compendia su
amor por la novela corta de Pushkin, la amplía Joseph Brodsky en el ensayo
preliminar a la edición que recoge (en ruso) la prosa de Tsvietáieva: si bien
es magnífica, ésta ha de ser definida como «la continuación de la poesía por
otros medios». Al igual que otros notables poetas rusos de antaño, Brodsky
precisa para su definición de poesía de un Otro caricaturizado: la indolente
condición mental que iguala con la prosa. Suponiendo un modelo privativo de la
prosa y de los motivos del poeta para adoptarla («los cuales en general dictan
las consideraciones económicas, los “periodos estériles” y casi nunca la
urgencia polémica»), en contraste con el modelo más exaltado y preceptivo de la
poesía (cuyo «verdadero asunto» son
«los objetos y sentimientos absolutos»), es obligado tener al poeta por aristócrata
de las letras y al prosista por burgués o plebeyo; si la poesía es la fuerza
aérea —otra imagen de Brodsky—, la
prosa es la infantería. Semejante definición de poesía es de hecho tautológica:
como si la prosa fuese idéntica a lo «prosaico». Y «prosaico», en cuanto
término denigrante que significa insípido, trivial, común, insulso, es
justamente un concepto romántico. (El Diccionario
de Oxford propone 1813 como año de su primer uso en sentido figurado.)
En la «defensa de la poesía», uno de los temas inconfundibles de las literaturas románticas en Europa occidental, la poesía es una forma del lenguaje y del ser: un ideal de intensidad, de candor absoluto, de nobleza y de heroísmo. La república de las letras es, en realidad, una aristocracia. Y «poeta» siempre ha sido un titre de noblesse. Aunque en el periodo romántico la nobleza del poeta ya no fue sinónimo de mera superioridad y adoptó un carácter adverso: el poeta como avatar de la libertad. Los románticos inventaron al escritor heroico, una figura central de la literatura rusa (la cual no se desarrolla hasta comienzos del siglo XIX); y como en efecto ocurrió, la historia hizo de la retórica una realidad. Los grandes escritores rusos son héroes —no tienen opción si han de ser grandes escritores— y esa literatura continúa fomentando las nociones románticas del poeta. Para los poetas rusos modernos la poesía defiende el inconformismo, la libertad, el individualismo frente a la sociedad, el presente despreciable y vulgar, el esclavo comunitario. (Como si la prosa en su verdadero estado fuera, en definitiva, el Estado.) Por ello es natural que insistan en el carácter absoluto de la poesía y su diferencia radical con la prosa. La prosa es a la poesía, afirmó Valéry, lo que el andar a la danza: la supuesta superioridad inherente de la poesía en los románticos apenas se limita a los grandes poetas rusos. Siempre es una caída, sostiene Brodsky, que un poeta elija la prosa, es «como pasar del galope tendido al trote». El contraste no sólo se refiere a la velocidad, desde luego, sino a la masa: la naturaleza compacta de la poesía lírica frente a la cabal extensión de la prosa.(Gertrude Stein, aquella virtuosa del arte antilacónico, de la prosa extensa, sostenía que la poesía es sustantivos, la prosa, verbos. Es decir, el genio característico de la poesía es nombrar, el de la prosa, mostrar el movimiento, el proceso, el tiempo: el pasado, el presente y el futuro.)
La prosa reunida de todo poeta excepcional que haya escrito prosa de excepción —Valéry, Rilke, Brecht, Mandelstam, Tsvietáieva— es mucho más voluminosa que el conjunto de su poesía. En literatura hay algo semejante al prestigio que los románticos conferían a la esbeltez. Que los poetas escriban prosa con regularidad y los prosistas casi nunca poesía, no es, como sostiene Brodsky, prueba de la superioridad de esta última. Para él, «El poeta, en principio, es “superior” al prosista... pues un poeta menesteroso es capaz de sentarse y redactar un artículo, mientras que en parecidos apremios a un prosista apenas se le ocurriría pensar en un poema». Pero el meollo sin duda no es que escribir poesía sea menos rentable que escribir prosa, sino que es singular: la marginación de la poesía y su público; lo que antaño se tenía por un oficio común, como tocar un instrumento musical, parece en la actualidad coto de lo difícil e intimidante. Ya no sólo los prosistas sino en general la gente cultivada no escribe poesía. (Al igual que la poesía, como había sido común, ya no se memoriza.) El desempeño mismo en la literatura moderna está condicionado en parte por el amplio descrédito de la noción de virtuosismo literario; por la manifiesta merma de virtuosismo. Parece absolutamente extraordinario que hoy alguien pueda escribir una prosa brillante en más de un idioma: nos maravillan Nabokov, Beckett y Cabrera Infante, pero hasta hace dos siglos semejante virtuosismo se habría dado por sentado. De igual modo, hasta fecha reciente, la capacidad de escribir poesía así como prosa. En el siglo XX, la escritura de poemas tiende a ser la distracción juvenil del prosista (Joyce, Beckett, Nabokov...)o una actividad ejercida con la mano izquierda (Borges, Updike...). Ser poeta es presuntamente más que escribir poesía, incluso poesía excepcional: Lawrence y Brecht, quienes escribieron grandes poemas, no son tenidos en general por poetas de excepción. Ser poeta es definirse, y persistir en seguir siendo (a pesar de todo), sólo poeta. Así, Thomas Hardy, que fuera considerado por todos ejemplo literario en el siglo XX en cuanto prosista excepcional y también gran poeta, renunció a la novela para así escribir poesía. (Hardy dejó de ser prosista. Se convirtió en poeta.)
En este sentido, el concepto romántico de poeta, el que sostiene la máxima relación con la poesía, ha prevalecido, y no sólo entre los escritores rusos modernos. Sin embargo, hay una excepción en la crítica. El poeta que también ejerce el ensayo crítico con maestría no pierde su condición; de Blok a Brodsky, la mayoría de los poetas rusos destacados han escrito espléndida prosa crítica. De hecho, la mayoría de los críticos en verdad influyentes, desde la época romántica, han sido poetas: Coleridge, Baudelaire, Valéry, Eliot. Que casi nunca se intenten otras formas de la prosa revela una profunda diferencia con el periodo romántico. Un Goethe, un Pushkin o un Leopardi, que escribieron poesía y prosa (no crítica) excepcionales, no parecían excéntricos o presuntuosos. Sin embargo, la divergencia en los modelos de prosa en las sucesivas generaciones literarias —el surgimiento de una tradición minoritaria de prosa «artística», el dominio de la prosa inculta o seudoculta —ha hecho que semejante hazaña sea mucho más anómala.
En realidad, los límites de la prosa y la poesía se han vuelto mucho más difusos, unificados por el ethos maximalista propio del artista moderno: crear una obra que alcance sus propios extremos. La pauta que parece harto adecuada a la poesía lírica, y según la cual los poemas son tenidos por artefactos lingüísticos a los que nada puede añadirse, hoy influye en casi todo lo propiamente moderno de la prosa. Justo porque la prosa, desde Flaubert, ha pretendido algo de la intensidad, la velocidad y la inevitabilidad léxica de la poesía, parece haber una mayor urgencia de afianzar el sistema bipartidista de la literatura, distinguir la prosa de la poesía, yo ponerlas. La razón por la cual la prosa, y no la poesía, está siempre a la defensiva es que el partido de la prosa parece a lo sumo una coalición ad hoc. ¿Cómo no desconfiar de una designación que en la actualidad comprende el ensayo, las memorias, la novela o el cuento y el teatro? La prosa no sólo es una categoría espectral, un estado de la lengua que se define en sentido negativo, por su opuesto: la poesía. («Tout ce qui n’est point prose est vers, et tout ce quin’est point vers est prose», proclama el profesor filósofo en Le Bourgeois Gentilhomme de Molière, de tal suerte que el burgués pueda descubrir que toda su vida ha estado —sorpresa— hablando en prosa.) En la actualidad es un término versátil para una panoplia de formas literarias que, en su evolución moderna y disolución de alta velocidad, ya no se sabe cómo nombrar. En cuanto término empleado para designar lo que Tsvietáieva escribió y no podía denominarse poesía, «prosa» es un concepto más o menos reciente. Cuando los ensayos ya no parecen lo que se solía nombrar ensayo, y la narrativa extensa o breve lo que se solía nombrar novela o cuento, decimos prosa. Uno de los grandes acontecimientos literarios del siglo XX ha sido la evolución de una especie singular de prosa: impaciente, ardiente, elíptica, en general en primera persona, que a menudo emplea formas discontinuas o quebradas, y sobre todo obra de poetas (o si no, de escritores con el modelo de la poesía en mientes). Para algunos poetas escribir prosa es ejercer una actividad en verdad diferente, es tener una voz diferente (más persuasiva, más razonable). La crítica y el periodismo cultural de Eliot, Auden y Paz, aun siendo excelentes, no están redactados en prosa de poeta. La crítica y los escritos de circunstancias de Mandelstam y Tsvietáieva sí. En contraste con Mandelstam —autor de crítica, periodismo, una poética (Coloquio sobre Dante), una novela corta (El sello egipcio), unas memorias (El rumor del tiempo)—, Tsvietáieva en su prosa presenta una gama más reducida de géneros, un ejemplo más puro de prosa de poeta. La prosa del poeta no sólo tiene un fervor, densidad, velocidad y carácter singulares. Trata un asunto que la distingue: el desarrollo de la vocación poética. En general adopta la forma de dos modalidades narrativas. Una es francamente autobiográfica. La otra, también en el molde de las memorias, es el retrato de otra persona, bien de un escritor (a menudo de la generación precedente, y mentor) o de un pariente querido (casi siempre padres o abuelos). El homenaje a los demás complementa las evocaciones personales: el poeta se libra del vulgar egoísmo mediante el vigor y la pureza de sus admiraciones. Al rendir homenaje a los modelos importantes y al evocar los encuentros decisivos, tanto en la vida real como en la literatura, el escritor enuncia los criterios con los que se ha de juzgar su esencia. La prosa del poeta trata casi siempre de la condición de poeta. Y escribir tal autobiografía, como definirse poeta, precisa de una mitología de la identidad. El ser descrito es el del poeta, ante el cual se sacrifica a menudo y sin piedad el yo diario (y otros). El ser del poeta es la verdadera esencia, el otro es el vehículo; y cuando muere el ser del poeta, muere la persona. (Albergar dos esencias es la definición de destino patético.) La mayor parte de la prosa de los poetas —sobre todo la de forma memorística— está dedicada a la crónica de la triunfal manifestación del yo poético. (En el diario o dietario, el otro género mayor de la prosa del poeta, la atención se dirige a la grieta entre la identidad poética y la cotidiana y a las frecuentes transacciones frustradas entre ambas. Los diarios —por ejemplo, los de Baudelaire o los de Blok— abundan en reglas para proteger al ser del poeta; desesperadas máximas de aliento; relatos de los peligros, decepciones y derrotas.)
Muchos escritos de Tsvietáieva en prosa son retratos del yo en cuanto poeta. En los recuerdos sobre Max Voloshin, «Una palabra viva para un hombre vivo» (1933), Tsvietáieva evoca a la colegiala con gafas, desafiante, de cabello cortado al rape, que acaba de publicar su primer poemario; a Voloshin, un reputado crítico y poeta, que habiendo elogiado su libro, llegó sin anunciarse a visitarla. (El año es 1910 y Tsvietáieva tiene dieciocho años. Como casi todos los poetas, a diferencia de casi todos los prosistas, es dueña precoz de sus talentos.) La entrañable evocación del «anhelo insaciable por lo genuino» que halla en Voloshin es, desde luego, una confesión sobre sí misma. Los textos de más patente carácter memorístico son asimismo relatos del desarrollo de la vocación poética. «Madre y música» (1935) expone el despertar del lirismo en la poeta gracias a la inmersión doméstica en la música: la madre de Tsvietáieva era pianista. «Mi Pushkin» (1937) relata el origen de la capacidad de apasionamiento de la poeta (y su singular inclinación: «toda la pasión que albergo por el amor desdichado y no recíproco») al rememorar la relación que Tsvietáieva sostuvo, en su temprana infancia, con la imagen y la leyenda de Pushkin. La prosa de los poetas suele ser elegiaca, retrospectiva. Como si el tema evocado se remontase, por definición, a un pasado desaparecido. La ocasión acaso sea una muerte literal: los recuerdos de Voloshin y Biely. Aunque no es la tragedia del exilio, ni siquiera la atroz privación y el sufrimiento que Tsvietáieva toleró ya exiliada y hasta el momento en que volvió en 1939 a la Unión Soviética (donde, ya en su exilio interior, se suicidó en agosto de1941), lo que explica el registro elegiaco. En prosa, el poeta siempre está lamentando un Edén perdido; rogándole a la memoria que hable, o que solloce. La prosa de un poeta es la autobiografía del ardor. Toda la obra de Tsvietáieva es una apología del rapto; y del genio, es decir, de la jerarquía: una poética de lo prometeico. «Toda nuestra relación con el arte es una excepción en favor del genio », escribió Tsvietáieva en su estupendo ensayo «El arte a la luz de la conciencia». Ser poeta es un estado del ser, del ser enaltecido: Tsvietáieva se refiere a su amor por «lo superior». El mismo tono de elevación emocional está presente en su prosa y en su poesía: no hay escritor moderno que nos aproxime más a una experiencia de lo sublime. Como señala Tsvietáieva: «Nadie ha entrado dos veces en el mismo río. Pero ¿haya caso alguien que haya entrado dos veces en el mismo libro?».
En la «defensa de la poesía», uno de los temas inconfundibles de las literaturas románticas en Europa occidental, la poesía es una forma del lenguaje y del ser: un ideal de intensidad, de candor absoluto, de nobleza y de heroísmo. La república de las letras es, en realidad, una aristocracia. Y «poeta» siempre ha sido un titre de noblesse. Aunque en el periodo romántico la nobleza del poeta ya no fue sinónimo de mera superioridad y adoptó un carácter adverso: el poeta como avatar de la libertad. Los románticos inventaron al escritor heroico, una figura central de la literatura rusa (la cual no se desarrolla hasta comienzos del siglo XIX); y como en efecto ocurrió, la historia hizo de la retórica una realidad. Los grandes escritores rusos son héroes —no tienen opción si han de ser grandes escritores— y esa literatura continúa fomentando las nociones románticas del poeta. Para los poetas rusos modernos la poesía defiende el inconformismo, la libertad, el individualismo frente a la sociedad, el presente despreciable y vulgar, el esclavo comunitario. (Como si la prosa en su verdadero estado fuera, en definitiva, el Estado.) Por ello es natural que insistan en el carácter absoluto de la poesía y su diferencia radical con la prosa. La prosa es a la poesía, afirmó Valéry, lo que el andar a la danza: la supuesta superioridad inherente de la poesía en los románticos apenas se limita a los grandes poetas rusos. Siempre es una caída, sostiene Brodsky, que un poeta elija la prosa, es «como pasar del galope tendido al trote». El contraste no sólo se refiere a la velocidad, desde luego, sino a la masa: la naturaleza compacta de la poesía lírica frente a la cabal extensión de la prosa.(Gertrude Stein, aquella virtuosa del arte antilacónico, de la prosa extensa, sostenía que la poesía es sustantivos, la prosa, verbos. Es decir, el genio característico de la poesía es nombrar, el de la prosa, mostrar el movimiento, el proceso, el tiempo: el pasado, el presente y el futuro.)
La prosa reunida de todo poeta excepcional que haya escrito prosa de excepción —Valéry, Rilke, Brecht, Mandelstam, Tsvietáieva— es mucho más voluminosa que el conjunto de su poesía. En literatura hay algo semejante al prestigio que los románticos conferían a la esbeltez. Que los poetas escriban prosa con regularidad y los prosistas casi nunca poesía, no es, como sostiene Brodsky, prueba de la superioridad de esta última. Para él, «El poeta, en principio, es “superior” al prosista... pues un poeta menesteroso es capaz de sentarse y redactar un artículo, mientras que en parecidos apremios a un prosista apenas se le ocurriría pensar en un poema». Pero el meollo sin duda no es que escribir poesía sea menos rentable que escribir prosa, sino que es singular: la marginación de la poesía y su público; lo que antaño se tenía por un oficio común, como tocar un instrumento musical, parece en la actualidad coto de lo difícil e intimidante. Ya no sólo los prosistas sino en general la gente cultivada no escribe poesía. (Al igual que la poesía, como había sido común, ya no se memoriza.) El desempeño mismo en la literatura moderna está condicionado en parte por el amplio descrédito de la noción de virtuosismo literario; por la manifiesta merma de virtuosismo. Parece absolutamente extraordinario que hoy alguien pueda escribir una prosa brillante en más de un idioma: nos maravillan Nabokov, Beckett y Cabrera Infante, pero hasta hace dos siglos semejante virtuosismo se habría dado por sentado. De igual modo, hasta fecha reciente, la capacidad de escribir poesía así como prosa. En el siglo XX, la escritura de poemas tiende a ser la distracción juvenil del prosista (Joyce, Beckett, Nabokov...)o una actividad ejercida con la mano izquierda (Borges, Updike...). Ser poeta es presuntamente más que escribir poesía, incluso poesía excepcional: Lawrence y Brecht, quienes escribieron grandes poemas, no son tenidos en general por poetas de excepción. Ser poeta es definirse, y persistir en seguir siendo (a pesar de todo), sólo poeta. Así, Thomas Hardy, que fuera considerado por todos ejemplo literario en el siglo XX en cuanto prosista excepcional y también gran poeta, renunció a la novela para así escribir poesía. (Hardy dejó de ser prosista. Se convirtió en poeta.)
En este sentido, el concepto romántico de poeta, el que sostiene la máxima relación con la poesía, ha prevalecido, y no sólo entre los escritores rusos modernos. Sin embargo, hay una excepción en la crítica. El poeta que también ejerce el ensayo crítico con maestría no pierde su condición; de Blok a Brodsky, la mayoría de los poetas rusos destacados han escrito espléndida prosa crítica. De hecho, la mayoría de los críticos en verdad influyentes, desde la época romántica, han sido poetas: Coleridge, Baudelaire, Valéry, Eliot. Que casi nunca se intenten otras formas de la prosa revela una profunda diferencia con el periodo romántico. Un Goethe, un Pushkin o un Leopardi, que escribieron poesía y prosa (no crítica) excepcionales, no parecían excéntricos o presuntuosos. Sin embargo, la divergencia en los modelos de prosa en las sucesivas generaciones literarias —el surgimiento de una tradición minoritaria de prosa «artística», el dominio de la prosa inculta o seudoculta —ha hecho que semejante hazaña sea mucho más anómala.
En realidad, los límites de la prosa y la poesía se han vuelto mucho más difusos, unificados por el ethos maximalista propio del artista moderno: crear una obra que alcance sus propios extremos. La pauta que parece harto adecuada a la poesía lírica, y según la cual los poemas son tenidos por artefactos lingüísticos a los que nada puede añadirse, hoy influye en casi todo lo propiamente moderno de la prosa. Justo porque la prosa, desde Flaubert, ha pretendido algo de la intensidad, la velocidad y la inevitabilidad léxica de la poesía, parece haber una mayor urgencia de afianzar el sistema bipartidista de la literatura, distinguir la prosa de la poesía, yo ponerlas. La razón por la cual la prosa, y no la poesía, está siempre a la defensiva es que el partido de la prosa parece a lo sumo una coalición ad hoc. ¿Cómo no desconfiar de una designación que en la actualidad comprende el ensayo, las memorias, la novela o el cuento y el teatro? La prosa no sólo es una categoría espectral, un estado de la lengua que se define en sentido negativo, por su opuesto: la poesía. («Tout ce qui n’est point prose est vers, et tout ce quin’est point vers est prose», proclama el profesor filósofo en Le Bourgeois Gentilhomme de Molière, de tal suerte que el burgués pueda descubrir que toda su vida ha estado —sorpresa— hablando en prosa.) En la actualidad es un término versátil para una panoplia de formas literarias que, en su evolución moderna y disolución de alta velocidad, ya no se sabe cómo nombrar. En cuanto término empleado para designar lo que Tsvietáieva escribió y no podía denominarse poesía, «prosa» es un concepto más o menos reciente. Cuando los ensayos ya no parecen lo que se solía nombrar ensayo, y la narrativa extensa o breve lo que se solía nombrar novela o cuento, decimos prosa. Uno de los grandes acontecimientos literarios del siglo XX ha sido la evolución de una especie singular de prosa: impaciente, ardiente, elíptica, en general en primera persona, que a menudo emplea formas discontinuas o quebradas, y sobre todo obra de poetas (o si no, de escritores con el modelo de la poesía en mientes). Para algunos poetas escribir prosa es ejercer una actividad en verdad diferente, es tener una voz diferente (más persuasiva, más razonable). La crítica y el periodismo cultural de Eliot, Auden y Paz, aun siendo excelentes, no están redactados en prosa de poeta. La crítica y los escritos de circunstancias de Mandelstam y Tsvietáieva sí. En contraste con Mandelstam —autor de crítica, periodismo, una poética (Coloquio sobre Dante), una novela corta (El sello egipcio), unas memorias (El rumor del tiempo)—, Tsvietáieva en su prosa presenta una gama más reducida de géneros, un ejemplo más puro de prosa de poeta. La prosa del poeta no sólo tiene un fervor, densidad, velocidad y carácter singulares. Trata un asunto que la distingue: el desarrollo de la vocación poética. En general adopta la forma de dos modalidades narrativas. Una es francamente autobiográfica. La otra, también en el molde de las memorias, es el retrato de otra persona, bien de un escritor (a menudo de la generación precedente, y mentor) o de un pariente querido (casi siempre padres o abuelos). El homenaje a los demás complementa las evocaciones personales: el poeta se libra del vulgar egoísmo mediante el vigor y la pureza de sus admiraciones. Al rendir homenaje a los modelos importantes y al evocar los encuentros decisivos, tanto en la vida real como en la literatura, el escritor enuncia los criterios con los que se ha de juzgar su esencia. La prosa del poeta trata casi siempre de la condición de poeta. Y escribir tal autobiografía, como definirse poeta, precisa de una mitología de la identidad. El ser descrito es el del poeta, ante el cual se sacrifica a menudo y sin piedad el yo diario (y otros). El ser del poeta es la verdadera esencia, el otro es el vehículo; y cuando muere el ser del poeta, muere la persona. (Albergar dos esencias es la definición de destino patético.) La mayor parte de la prosa de los poetas —sobre todo la de forma memorística— está dedicada a la crónica de la triunfal manifestación del yo poético. (En el diario o dietario, el otro género mayor de la prosa del poeta, la atención se dirige a la grieta entre la identidad poética y la cotidiana y a las frecuentes transacciones frustradas entre ambas. Los diarios —por ejemplo, los de Baudelaire o los de Blok— abundan en reglas para proteger al ser del poeta; desesperadas máximas de aliento; relatos de los peligros, decepciones y derrotas.)
Muchos escritos de Tsvietáieva en prosa son retratos del yo en cuanto poeta. En los recuerdos sobre Max Voloshin, «Una palabra viva para un hombre vivo» (1933), Tsvietáieva evoca a la colegiala con gafas, desafiante, de cabello cortado al rape, que acaba de publicar su primer poemario; a Voloshin, un reputado crítico y poeta, que habiendo elogiado su libro, llegó sin anunciarse a visitarla. (El año es 1910 y Tsvietáieva tiene dieciocho años. Como casi todos los poetas, a diferencia de casi todos los prosistas, es dueña precoz de sus talentos.) La entrañable evocación del «anhelo insaciable por lo genuino» que halla en Voloshin es, desde luego, una confesión sobre sí misma. Los textos de más patente carácter memorístico son asimismo relatos del desarrollo de la vocación poética. «Madre y música» (1935) expone el despertar del lirismo en la poeta gracias a la inmersión doméstica en la música: la madre de Tsvietáieva era pianista. «Mi Pushkin» (1937) relata el origen de la capacidad de apasionamiento de la poeta (y su singular inclinación: «toda la pasión que albergo por el amor desdichado y no recíproco») al rememorar la relación que Tsvietáieva sostuvo, en su temprana infancia, con la imagen y la leyenda de Pushkin. La prosa de los poetas suele ser elegiaca, retrospectiva. Como si el tema evocado se remontase, por definición, a un pasado desaparecido. La ocasión acaso sea una muerte literal: los recuerdos de Voloshin y Biely. Aunque no es la tragedia del exilio, ni siquiera la atroz privación y el sufrimiento que Tsvietáieva toleró ya exiliada y hasta el momento en que volvió en 1939 a la Unión Soviética (donde, ya en su exilio interior, se suicidó en agosto de1941), lo que explica el registro elegiaco. En prosa, el poeta siempre está lamentando un Edén perdido; rogándole a la memoria que hable, o que solloce. La prosa de un poeta es la autobiografía del ardor. Toda la obra de Tsvietáieva es una apología del rapto; y del genio, es decir, de la jerarquía: una poética de lo prometeico. «Toda nuestra relación con el arte es una excepción en favor del genio », escribió Tsvietáieva en su estupendo ensayo «El arte a la luz de la conciencia». Ser poeta es un estado del ser, del ser enaltecido: Tsvietáieva se refiere a su amor por «lo superior». El mismo tono de elevación emocional está presente en su prosa y en su poesía: no hay escritor moderno que nos aproxime más a una experiencia de lo sublime. Como señala Tsvietáieva: «Nadie ha entrado dos veces en el mismo río. Pero ¿haya caso alguien que haya entrado dos veces en el mismo libro?».
[1983], en "La prosa de un poeta", Cuestión de énfasis. Alfaguara: España.
Susan Sontag (Nueva
York, 1933 — 2004) es conocida particularmente como ensayista; abordando tanto
la literatura, como la crítica sociológica, el análisis de los medios masivos,
y, sobre todo, la enfermedad: padeció de cáncer mamario a la edad de 43 años;
se dio a conocer masivamente con la recopilación de ensayos Contra la interpretación (1964.) También
conocida por su labor narrativa, algunos títulos sugerentes son El amante del volcán (1995), En América (2000) y El benefactor (1963), un volumen de relatos. La lucidez de sus
ensayos sobre Artaud, Benjamin, Gombrowicz, Barthes, y muchos otros, la han
posicionado en el pináculo de la intelectualidad moderna.
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