I
Conocí en Tokio por
casualidad al escritor Tagaki-san. Nos presentaron en un círculo literario
japonés, aunque después no volvimos a vernos; he olvidado las pocas palabras
que allí intercambiamos, y de él sólo me quedó la impresión de que había estado
casado con una rusa. Era verdaderamente sibuy (sibuy en japonés equivale a
chic; su sencilla elegancia era algo que muy pocos logran poseer);
extraordinariamente sencillos eran su kimono y sus ghetta (esa especie de
coturnos de madera que usan los japoneses en vez de zapatos), llevaba en la
mano un sombrero de paja, sus manos eran bellísimas. Hablaba ruso. Era moreno,
de baja estatura, delgado y hermoso, si es que a los ojos de un europeo los
japoneses pueden parecer hermosos. Me dijeron que había alcanzado la fama con
una novela en la que describía a una mujer europea.
Se habría borrado ya
de mi memoria, como tantos encuentros ocasionales, a no ser...
En el archivo del
consulado soviético en la ciudad japonesa de K. me cayó entre las manos el
expediente de una tal Sofía Vasilievna Gniedij-Tagaki, quien pedía la repatriación.
Mi compatriota, el camarada Dyurba, secretario del Consulado General, me llevó
a Mayo-san, el templo de la zorra situado en lo alto de una de las montañas que
rodean la ciudad de K. Para llegar allí es necesario tomar primero un
automóvil, luego el funicular, y, al final, continuar a pie entre bosquecillos
que crecen sobre las rocas hasta la cima de la montaña, donde había un espeso
bosque de cedros, en medio de un silencio sólo turbado con el infinitamente
triste tañido de una campana budista. La zorra es el dios de la astucia y de la
traición: si el espíritu de la zorra penetra en un hombre, la raza de ese
hombre está maldita. A la sombra espesa de los cedros, sobre la explanada de
una roca cuyos tres costados caían a pico sobre un desfiladero, surgía un
templo con aspecto de monasterio, en cuyos altares reposaban las zorras.
Reinaba un silencio profundo; desde allí se abría el horizonte por encima de
una cadena de montañas y sobre el inmenso océano que se perdía en la infinita
lejanía. No obstante, encontramos una pequeña fonda con cerveza inglesa fresca
no muy lejos del templo pero a mayor altura todavía, desde donde era visible
también el otro flanco de la cadena montañosa.
Bajo la acción de la
cerveza, al rumor de los cedros y frente al océano, dos compatriotas pueden
conversar bastante bien. Fue entonces cuando el camarada Dyurba me contó una
historia que me hizo recordar al escritor Tagaki y que me hace ahora escribir
este cuento.
Aquel día en Mayo-san
reflexionaba yo sobre la manera en que se escriben los cuentos.
Sí, ¿cómo se escriben
los cuentos?
Aquella misma mañana
saqué el expediente en que Sofía Vasilievna Gniedij-Tagaki desarrollaba su
biografía desde el momento de su nacimiento, pues no había comprendido bien el
instructivo según el cual todo repatriado debe proporcionar sus datos
biográficos. Para mí, la biografía de esta mujer comienza en el momento en que
el barco llegaba al puerto de Suruga; era una biografía extraña y breve, muy
diferente a la de millares y millares de mujeres rusas de provincia, cuyas
vidas podrían perfectamente escribirse con un método estadístico —monográfico—
de conducta, porque se parecen como una cesta a otra: la cesta del primer amor,
los sufrimientos y alegrías, el marido, los pequeños engendrados para bien de
la patria, y tantas otras cosas...
II
En mi cuento existen
él y ella.
Sólo una vez he
estado en Vladivostok. Fue a finales de agosto, y recordaré siempre Vladivostok
como una ciudad de días dorados, de amplios horizontes, de recio viento marino,
de mar azul, cielo azul, horizontes azules; en aquella áspera soledad que me
recordaba Noruega, porque allá también la tierra se desploma hasta el horizonte
en lisos bloques de piedra, sobre los cuales, solitarios, se yerguen los pinos.
A decir verdad, estoy siguiendo el método de costumbre: completar con
descripciones de la naturaleza los caracteres de los protagonistas. Ella, Sofía
Vasilievna Gniedij, nació y creció en Vladivostok.
Trataré de
presentarla:
Había terminado sus
cursos en el gimnasio para convertirse en profesora de primera enseñanza, en
espera de un buen partido: era una de tantas señoritas como existían por
millares en la vieja Rusia. Conocía a Pushkin, por supuesto, pero sólo en las
estrictas proporciones exigidas por los programas escolares, y con seguridad
confundía los conceptos que entrañan las palabras "ética" y
"estética" de la misma manera que los confundí yo cuando escribí un
ensayo ampuloso sobre Pushkin, cuando cursaba el sexto año en el Colegio de
Ciencias.
Era evidente que la
pobre ni siquiera podía imaginar que Pushkin comenzara precisamente donde
terminaba el programa escolar, así como tampoco había pensado nunca que los
hombres creen medir todo por el grado de inteligencia que tienen, y que todo lo
que queda por encima o por abajo de su comprensión le parece al hombre un poco
estúpido o rematadamente estúpido si él mismo es algo mentecato.
Había leído todo
Chéjov por haber sido publicado en el suplemento de la revista Neva que recibía
su padre, y Chéjov conocía a aquella muchacha, "perdónala, Dios mío, era
una pobre tonta..." Pero si queremos volver a Pushkin, esta muchacha
podría ser (y yo deseo que así sea) un poco boba, como lo es la poesía, lo que
por otra parte puede ser muy agradable cuando se tienen dieciocho años.
Tenía ideas propias:
sobre la belleza (son muy bellos los kimonos japoneses, especialmente los que
fabrican los japoneses sólo para los extranjeros), sobre la justicia (y al
efecto con toda razón le retiró el saludo al alférez Ivantsov, quien se había
jactado de haber obtenido de ella una cita), sobre la cultura (porque en el
concepto común que se tiene de la cultura, existe la convicción de que los
Pushkin y los Chéjov —los grandes escritores— son sobre todo hombres
extraordinarios, y, en segundo lugar, de que constituyen una especie ya
extinguida como la de los mamuts, pues en nuestros tiempos no existe nada ni
nadie extraordinario; en efecto, los profetas no nacen ni en la propia patria
ni en los propios tiempos). Pero, si se puede aplicar la regla literaria según
la cual el carácter de los protagonistas se complementa con las descripciones
de la naturaleza, digamos entonces que esta muchacha como un poema —¡el Señor
nos perdone!—, un poco boba, era limpia y diáfana como el cielo, el mar y las
rocas de la costa rusa del Extremo Oriente.
Sofía Vasilievna supo
escribir su biografía con tal habilidad, que yo y el funcionario consular no
podíamos sino quedarnos perplejos (aunque en mi caso no demasiado) ante el
hecho de que aquella mujer apenas si había sido desflorada por los
acontecimientos vividos durante aquellos años. Como es sabido, el ejército
imperial japonés estaba en 1920 en el punto más oriental de Rusia con el
propósito de ocupar todo el Extremo Oriente, y, como también es sabido, los
japoneses fueron expulsados por los revolucionarios. En la biografía no aparece
una sílaba siquiera sobre esos acontecimientos.
Él era oficial del
estado mayor general del ejército imperial japonés de ocupación, y vivía
durante su estancia en Vladivostok en el mismo apartamiento en que Sofía
Vasilievna alquilaba una pequeña habitación.
Fragmento de la autobiografía:
"...todo el
mundo lo conocía con el mote de el Macaco. No había quien no se asombrara de
que se bañase dos veces al día, usara ropa interior de seda, durmiera por las
noches en piyama... Después se le comenzó a estimar... Por las noches jamás
salía de casa, y leía en voz alta libros rusos, poemas y cuentos de autores
contemporáneos para mí entonces desconocidos: Briusov y Bunin. Hablaba bien el
ruso, aunque con un solo defecto: en vez de r pronunciaba l. Y eso fue lo que
hizo que nos conociéramos: me encontraba yo junto a su puerta, él leía poemas y
luego comenzó a cantar en voz baja:
La noche murmuraba...
"No pude
contenerme al oír su pronunciación y solté una carcajada; él abrió la puerta
antes de que lograra alejarme y me dijo:
“—Perdone que me
atreva a solicitarle un favor, mademoiselle ¿Me permite usted que le haga una
visita?
"Me quedé muy
aturdida, no comprendí nada; le dije que me excusara y me encerré en mi
habitación. Al día siguiente se presentó a hacerme la visita anunciada. Me
entregó una caja enorme de chocolates, y luego me dijo:
"—¿Recuerda que
le pedí permiso para hacerle una visita? Por favor, tome usted un chocolate.
Dígame, ¿cuál es su impresión sobre el tiempo?"
El oficial japonés
demostró ser un hombre con intenciones serias, todo lo contrario del alférez
Ivantsov, quien concertaba las citas en callejones oscuros y estiraba las
manos. El japonés invitaba a la muchacha al teatro a una buena localidad y
después de la función la llevaba a un café. Sofía Gniedij le escribió una carta
a su madre en la que le refería las intenciones serias del oficial. En su
confesión autobiográfica, describe minuciosamente cómo una noche el oficial,
que estaba en la habitación de ella, palideció de golpe, cómo su rostro
adquirió luego un color violáceo y la sangre le afluyó a los ojos, y cómo se
retiró apresuradamente, por lo que ella comprendió que en él había estallado la
pasión... y luego lloró largamente sobre la almohada, sintiendo miedo físico
hacia aquel japonés tan diferente, por raza, de ella. "Pero fueron
precisamente esos arrebatos pasionales, que él sabía contener a la perfección,
los que después encendieron mi curiosidad de mujer." Y comenzó a amarlo.
Él le hizo la proposición
de matrimonio muy al estilo de Turgueniev, en uniforme de gala y guantes
blancos, la mañana de un día de fiesta, en presencia de los patrones de casa,
según todas las reglas europeas, y le ofreció su mano y el corazón.
"Dijo que
volvería dentro de una semana al Japón y me pidió que lo siguiera, porque muy
pronto los revolucionarios tomarían la ciudad. Según el reglamento del ejército
japonés, los oficiales no pueden contraer matrimonio con mujeres extranjeras, y
los oficiales del estado mayor tienen prohibido, en términos generales, casarse
antes de cierto límite de edad. Por tales motivos me pidió mantener en el más
estricto secreto nuestra situación, y vivir, hasta el día que lograra obtener
el retiro, al lado de sus padres, en un pueblo japonés. Me dejó mil quinientos
yenes y una carta de presentación para que pudiera reunirme con sus padres. Le
dije que sí..."
Los japoneses eran
odiados en toda la costa del Extremo Oriente ruso: los japoneses capturaban a
los bolcheviques y los asesinaban, quemando a algunos en las calderas de los
acorazados estacionados en la bahía, a otros los fusilaban o los quemaban en
hornos construidos sobre pequeños volcanes de lodo... los revolucionarios
echaban mano de toda su astucia para destruir a los japoneses (Kolchiak y
Sionov habían ya muerto)... Los moscovitas se acercaban como un torrente enorme
de lava... pero Sofía Vasilievna no dedica siquiera una línea a esos
acontecimientos.
III
La verdadera y
auténtica biografía de Sofía Vasilievna comienza el día en que puso pie en el
archipiélago japonés. Esta biografía constituye una confirmación a las leyes de
las grandes cifras con sus excepciones estadísticas.
No he vivido en
Suruga, pero sé muy bien lo que es la policía japonesa y lo que son esos
agentes que hasta los propios japoneses llaman inu, es decir perros. Los inu
actúan de una manera aplastante, porque tienen prisa, hablan un ruso imposible,
piden las generales comenzando con el nombre, patronímico y apellido de la
abuela materna; su explicación es que "la policía japonesa necesita
saberlo todo"; se enteran, casi sin que el interrogado se dé cuenta del
"objeto de la visita". Escudriñan las cosas con la misma brutalidad
con que inspeccionan el alma, según el sinobi, o sea el método científico de la
escuela de policía japonesa. Suruga es un puerto pequeño, donde fuera de las
casas de estilo japonés no existe siquiera un edificio europeo; un puerto donde
abunda la pesca del pulpo, al que revientan para obtener la tinta y ponen luego
a secar en las calles. En aquella provincia japonesa contribuía a sembrar la
confusión, además de la policía, el hecho de que un gesto que en Vladivostok
significa "ven acá" quiere decir en Suruga "aléjate de mí";
los rostros de los habitantes, por otra parte, no dicen nada, conforme a las
reglas del hermetismo japonés que exige ocultar cualquier intimidad y no
revelarla ni siquiera por la expresión de los ojos.
Sin duda le
preguntaron a Sofía Vasilievna "el objeto de su visita" y ella no
debió recordar con exactitud los apellidos de su abuela materna.
A ese propósito
escribe brevemente: "Me interrogaron sobre el objeto de mi viaje. Me
tuvieron arrestada. Permanecí un día entero en la delegación de policía.
Constantemente me preguntaban sobre mis relaciones con Tagaki y por qué me
había dado una carta de presentación: declaré que era su prometida, porque la
policía me amenazó con repatriarme en el mismo barco si no hablaba. Tan pronto
como confesé me dejaron tranquila y me llevaron un plato de arroz con dos
palillos, que entonces todavía no sabía usar.
Esa misma noche llegó
Tagaki-san, el novio, a Suruga. Ella lo vio desde la ventana dirigirse
resueltamente a la oficina del jefe de la policía. Le pidieron cuentas sobre la
muchacha. Tagaki se comportó virilmente y declaró:
—Sí, es mi prometida.
Le aconsejaron
devolverla a su patria, pero él se negó. Le dijeron que sería expulsado del
ejército y desterrado a algún lugar remoto: él lo sabía.
Entonces quedaron en
libertad él y ella. Él, a la manera de Turgueniev, le besó la mano y no le hizo
el menor reproche. Después la acompañó al tren y le dijo que en Osaka
encontraría a su hermano; que él por el momento "estaría un poco
ocupado".
Desapareció en la
oscuridad; el tren se internó entre montes oscuros. La muchacha permaneció en
la más absoluta soledad, y se convenció de que él, Tagaki, era la única persona
por quien sentía cariño y devoción, hacia la cual se sentía ligada y llena de
gratitud, y también de incomprensión.
El vagón estaba bien
iluminado; afuera todo eran tinieblas. Todas las cosas que la rodeaban le
parecieron horribles e incomprensibles, sobre todo cuando los japoneses que
viajaban en su compartimiento, hombres y mujeres, se desvistieron para dormir,
sin ninguna vergüenza de mostrar el cuerpo desnudo, así como cuando, en algunas
estaciones, vio comprar a través de las ventanillas té caliente en pequeñas
botellas y cajas de madera de abeto que contenían una cena de arroz, pescado,
rábanos, una servilleta de papel, un mondadientes y un par de palillos, con los
que había que comer. Después se apagó la luz y los pasajeros comenzaron a
dormir. Sofía Vasilievna no logró pegar un ojo en toda la noche, víctima de la
soledad, de la incomprensión, del espanto. No entendía nada.
En Osaka fue la
última en bajar al andén y se encontró inmediatamente ante un hombre en kimono
de tela oscura a rayas, con los pies atados a dos trozos de madera. Se sintió
muy ofendida por el silbido con que aquel individuo acompañó su propia
reverencia, apoyando las manos abiertas sobre las rodillas, y de la tarjeta de
visita que le entregó sin tenderle la mano: ella ignoraba que tal era la manera
de saludar entre los japoneses; mientras ella estaba dispuesta a abrazar a su
pariente, él ni siquiera se dignaba a estrecharle la mano... Se quedó
paralizada, sintiendo que ardía de humillación.
Él no sabía una sola
palabra de ruso: le dio una palmadita en un hombro y le indicó la salida. Se
pusieron en movimiento. Entraron en un automóvil. La ensordeció y la cegó la
ciudad, comparada con la cual, Vladivostok era una aldea. Llegaron a un
restaurante donde les sirvieron un desayuno a la inglesa: no comprendía por qué
debía comer la fruta antes que el jamón y los huevos. El otro, dándole siempre
una palmadita en el hombro, le indicaba lo que debía hacer, sin articular
siquiera un sonido, sonriendo inexpresivamente de cuando en cuando. Después del
desayuno la condujo a los excusados: ella no sabía que en Japón el retrete era
común para hombres y mujeres. Aterrada, le hizo señas de que saliera, el otro
no comprendió y comenzó a orinar.
Volvieron a tomar el
tren; él le compró una ración de alimentos empacada en una cajita de madera de
pino, una botella de café y le puso en las manos los dos palillos para que
comiera.
Por la noche bajaron
del tren, y él la hizo sentarse en una ricksha: la sangre se le subió a las
mejillas por esa sensación casi insoportable de desagrado que experimenta todo
europeo al subir por primera vez en una ricksha... pero ya para entonces
carecía de voluntad propia.
Atravesaron la ciudad
de calles estrechas, siguieron después por callejones y senderos bordeados de
cedros, al lado de cabañas escondidas entre el verdor del follaje y las flores;
la ricksha los condujo, siguiendo la pendiente de una montaña, hacia el mar.
Sobre una roca que caía a pico, en una pequeña explanada sobre el mar, en la
bahía, bajo la fronda de los árboles, había una cabaña; se detuvieron frente a
ella. De la cabaña salieron un anciano y una anciana, varios niños y una mujer
joven, todos vestidos con kimonos, que le hicieron profundas reverencias sin
tenderle la mano. No le permitieron entrar de inmediato; el hermano del novio
le señaló los pies: ella no comprendía. Entonces la hizo sentarse, casi a la
fuerza, y le quitó los zapatos. En el umbral de la casa las mujeres se
arrodillaron rogándole que entrara. Toda la casa parecía un juguete: en la
última habitación una ventana se abría sobre el amplio mar, el cielo, las
rocas: aquel lado de la casa estaba situada sobre el abismo. En el suelo de la
habitación había muchos platos y recipientes, y al lado de cada recipiente
había un almohadón. Todos, ella también, se sentaron sobre esos almohadones, en
el suelo, para cenar.
...Al día siguiente
se presentó Tagaki-san, el prometido. Entró en kimono, y ella por un instante
no reconoció a aquel hombre que se inclinó en una profundísima ceremonia
primero ante el padre y el hermano, luego ante la madre y, finalmente, ante
ella. Sofía Vasilievna habría querido arrojarse en sus brazos, pero él retuvo
por un minuto sus manos y, con aire de profunda cavilación, le besó una de
ellas. Llegó por la mañana. Le hizo saber que había estado en Tokio, que lo
habían licenciado del ejército y, como castigo, exiliado durante dos años,
concediéndole pasar el tiempo del exilio en su pueblo, en casa de su padre: de
aquella casa y de aquel peñasco no debería alejarse durante dos años.
Ella estaba feliz. Él
le había llevado de Tokio muchos kimonos. Ese mismo día fueron a registrar su
matrimonio en la oficina correspondiente; ella en kimono azul, con los cabellos
rubios peinados a la japonesa, el obi (cinturón) que le dificultaba la
respiración, oprimiéndole dolorosamente el pecho, y los coturnos de madera que
le oprimían un callo entre los dedos de un pie. Dejó de ser Sofía Vasilievna
Gniedij para convertirse en Tagakino-okusan. Y la única cosa con la que pudo
pagarle al marido, al amado marido, no fue con gratitud, sino con auténtica
pasión, cuando por la noche, en el suelo, envuelta en un kimono de noche, se le
entregó y en las pausas de la ternura, el dolor y el deseo, oían el estallido
de las olas bajo ellos.
IV
En otoño se marcharon
todos, dejando solos a los jóvenes esposos. De Tokio les enviaron cajas con
libros rusos, ingleses y japoneses. En su confusión, ella no cuenta casi nada
sobre cómo pasaba el tiempo. Es fácil imaginar cómo soplaban los vientos del
océano en otoño, el estruendo de las olas al golpear los peñascos, el frío y la
soledad ante la estufa doméstica cuando se sentaban solos durante horas, días,
semanas.
Pronto ella aprendió
a saludar: o-yasumi-nasai, a despedirse: sayonara, a dar las gracias:
do-ita-sima-site, a pedir que tuvieran la amabilidad de esperar mientras iba a
llamar a su marido: chotomato-kudasai... En su tiempo libre aprendió que el
arroz, igual que el trigo, podían cocinarse de las maneras más diversas, y que
así como los europeos no saben preparar el arroz, los japoneses no sabían hacer
el pan. A través de los libros que el marido había recibido, aprendió que
Pushkin comenzaba precisamente donde terminaba el programa escolar, que Pushkin
no era algo muerto como un mamut sino algo que vive y que vivirá siempre; por
su marido y por los libros se enteró de que la literatura más grande y el
pensamiento más profundo eran los rusos.
Su tiempo transcurría
con la severa regularidad de la vida en el campo; con ciertas asperezas.
Por la mañana el
marido se sentaba en el suelo con sus libros; ella cocinaba el arroz y los
demás platos; bebían té, comían ciruelas en salmuera y arroz sin sal. El marido
no era exigente: habría podido vivir meses enteros sólo de arroz, pero ella
preparaba también algunos platos de la cocina rusa; iba por la mañana a la
ciudad a hacer las compras y se asombraba de que los japoneses no vendieran los
pollos enteros sino en piezas, podía comprar separadamente las alas, la
pechuga, los muslos. En el crepúsculo, iban a pasear por la orilla del mar, o
por las montañas hasta un pequeño templo; ella se acostumbró a caminar con los
coturnos, a saludar a los vecinos a la manera japonesa, haciendo reverencias
profundas con las manos en las rodillas. Por la noche leían. Muchas noches las
dedicaban a hacer el amor: el marido era apasionado y refinado en la pasión,
por la larga cultura de sus antepasados, distinta a la europea; el primer día
del matrimonio, la madre de él, sin decirle una palabra —ya que no tenían
ningún medio común de expresión— le regaló unos cuadritos eróticos en seda, que
ilustraban ampliamente el amor sexual.
Ella amaba, respetaba
y temía a su marido; lo respetaba porque era fuerte, noble y taciturno, y lo
sabía todo; lo amaba y lo temía porque cuando ardía de pasión lograba
subyugarla por completo. Había días en que su marido se comportaba de modo
sombrío, cortés, esquivo, y, a pesar de su noble conducta, la trataba con
severidad. A fin de cuentas era muy poco lo que sabía de él, nada de su
familia: su suegro poseía en alguna parte una fábrica, algo relacionado con la
seda.
A veces llegaban a
visitar a su marido algunos amigos de Tokio o de Kioto; en esas ocasiones él le
pedía que se vistiera a la europea y que recibiera a los huéspedes a la manera
europea; es decir, bebían el sake, el aguardiente japonés, junto con las
visitas; después del segundo vaso sus ojos se inyectaban de sangre, hablaban
sin cesar, y luego, ebrios, cantaban algunas canciones y se iban a la ciudad
poco antes del amanecer.
Vivían en medio de
una gran soledad, el frío de invierno sin nieve se transformaba en el sopor del
verano, el mar se encrespaba durante las tormentas, pero era sereno y azul a la
hora del reflujo; las diarias jornadas de ella no se parecían siquiera a las
cuentas de un rosario, porque éstas pueden ser contadas y recontadas, como
suelen hacer los monjes europeos y los budistas, mientras que ella no podía
contar sus días.
Aquí puede terminar
el cuento sobre cómo se escriben los cuentos.
Pasó un año, otro,
otro más.
Se cumplió el término
del exilio, sin embargo se quedaron a vivir allí todavía otro año. Más tarde
comenzó a llegar a su ermita mucha gente, que saludaba con profundas
reverencias tanto a ella como a su marido; lo fotografiaban ante su biblioteca
con ella al lado; le preguntaban sobre sus impresiones del Japón. Le pareció
que toda aquella gente caía sobre ellos como guisantes salidos de un costal.
Supo entonces que su marido había publicado una novela con enorme éxito. Le
hicieron ver las revistas donde estaban fotografiados los dos: en casa, cerca
de casa, durante un paseo hacia el templo, durante un paseo a la orilla del
mar, él en kimono japonés, ella vestida a la europea.
Ya para entonces
hablaba un poco de japonés. Muy pronto aprendió a desempeñar el papel de esposa
de un escritor célebre, sin advertir el cambio que tiene lugar de manera
misteriosa, ese cambio que consiste en no tener ya miedo de los extraños, sino
en considerarlos como gente dispuesta a rendirle alguna cortesía. Pero no
conocía la célebre novela de su marido ni el argumento. A menudo le hacía
preguntas a su marido quien respondía a su pregunta con un silencio
convencional; tal vez porque en realidad el asunto no le interesaba demasiado
ella dejó de insitir. Pasó el rosario de jaspe de sus días. Unos jóvenes
cocineros preparaban ahora el arroz, y a la ciudad ella iba en automóvil,
dándole órdenes en japonés al chofer. Cuando su suegro se presentaba, le hacía
una reverencia más respetuosa que la que ella hacía para saludarlo.
No cabe duda de que
Sofía Vasilievna habría sido la mujer perfecta del escritor Tagaki, igual que
la mujer de Heinrich Heine, que acostumbraba preguntarle a los amigos de su
marido: "Me han dicho que Heinrich ha escrito algo nuevo, ¿es cierto?..."
Pero Sofia Vasilievna acabó por enterarse del contenido de la novela. Había
llegado a casa el corresponsal de un periódico de la capital, quien hablaba
ruso. Llegó cuando el marido estaba ausente. Fueron a pasear hasta el mar. Y
junto al mar, después de conversar sobre algunas trivialidades, ella le
preguntó cómo se explicaba el éxito de la novela de su marido, y qué era lo que
consideraba fundamental en ella.
V
...Y esto es todo.
Cuando en la ciudad de K. encontré en el archivo consular la autobiografía de
Sofía Gniedij-Tagaki, compré al día siguiente la novela de su marido. Mi amigo
Takahashi me refirió el contenido. Conservo todavía este libro en mi casa, en
la calle Povarskaia. El cuarto capítulo de este cuento no lo escribí dejándome
llevar por la imaginación, sino siguiendo casi punto por punto lo que me
tradujo mi amigo Takahashisan.
El escritor Tagaki,
durante todo el tiempo que duró su exilio, había escrito sus observaciones
sobre la esposa, esa rusa que no sabía que la grandeza de Rusia comenzaba precisamente
después de los programas escolares, y que la grandeza de la cultura rusa
consistía en saber meditar.
La moral japonesa no
tiene el pudor del cuerpo desnudo, de las funciones naturales del hombre, del
acto sexual: la novela de Tagaki-san había sido escrita con minuciosidad
clínica... y con meditaciones al estilo ruso. Tagaki-san meditaba sobre el
tiempo, sobre los pensamientos y sobre el cuerpo de su mujer... Cuando a la
orilla del mar, el corresponsal del periódico de la capital discurría con Tagaki-no-okusan,
la mujer del célebre escritor, puso ante ella no un espejo sino la filosofía de
los espejos, ella se vio a sí misma vivir entre las páginas de papel; no era
tan importante el hecho de que en la novela se describiera con detalles
clínicos cómo temblaba ella en los momentos de pasión y el desorden de sus
vísceras; no, lo terrible, lo terrible para ella era otra cosa. Comprendió
todo, allí comenzaba lo horrible; eso era un traición excesivamente cruel a
todo lo que ella alentaba. Fue entonces cuando pidió, por medio del consulado,
ser repatriada a Vladivostok.
He leído y releído
con la mayor atención su autobiografía: que toda su vida había sido material de
observación, que el marido la había estado espiando cada momento de su vida...
estaba escrita siempre con la misma sensibilidad, con monotonía, sin efectos;
las partes de la autobiografía de esta mujercita insignificante donde —a saber
por qué— se describían la infancia, la escuela y la vida de Vladivostok y
también las jornadas japonesas, estaban escritas con la misma insipidez con que
se escriben las cartas de amigas de sexto año de la escuela municipal, o del
segundo curso de los institutos para muchachas nobles, según las reglas de
composición escolar; pero en la última parte (en la que arrojaba alguna luz
sobre su vida conyugal) esta mujer había sabido encontrar palabras verdaderas y
grandes de simplicidad y claridad, como supo encontrar la fuerza para actuar
simple y claramente.
Abandonó la condición
de mujer de un escritor célebre, el amor y las costumbres adquiridas y volvió a
Vladivostok a las habitaciones desnudas de las profesoras de escuela elemental.
VI
Eso es todo.
Ella: vivió su
autobiografía hasta el fondo; yo escribí su biografía, escribiendo que pasar a
través de la muerte es bastante más cruel que matar a un hombre.
Él: escribió una
novela hermosísima.
Que sean los otros
quienes juzguen, no yo. Mi trabajo se reduce a meditar: sobre todas las cosas,
y, también, en particular, sobre cómo se deben escribir los cuentos.
La zorra es el dios
de la astucia y de la traición: si el espíritu de la zorra penetra en un
hombre, la raza de ese hombre está maldita.
¡La zorra es el dios
de los escritores!
Uzkoie, 5 de noviembre de
1926
Boris Pilniak (1894, Imperio Ruso - 1938, U.R.S.S.) fue un novelista ruso de principios del siglo pasado, caracterizado por ser uno de los primeros en reflexionar sobre el arte de la narración en la narración misma; adelantándose pues a lo que hoy se denomina, tan deliberadamente, metaficción. Fue arrestado por luego de involucrársele en actividades contrarrevolucionarias al mantener reuniones con el también escritor francés Andre Gide; argucias para condenarlo por su antimecanicismo y antiurbanismo. Entre sus obras destacadas se encuentran El año desnudo, Mahogania, Pedro, su Majestad Emperador y OK. Novela americana.
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