El relato en Carver se caracteriza por el obsesivo despojo, acercándose muy a menudo a la descripción objetivista y positivista (que los entendidos ya saben que, per se, es imposible) de hechos minúsculos, casi desapercibidos, imperceptibles, pero que así todo contienen el núcleo denso y misterioso de la obscenidad humana. Después de su muerte, para el horror de algunos devotos carverianos, se supo que su editor, Gordon Lish, era el autor de dichos despojos; era él quien pulía los relatos hasta la náusea, siendo las suyas las versiones que hicieran de Carver el escritor que se conoció y se reconoció. ¿Un fraude?; esa es harina de otro costal.
En cuanto al despojo, al "menos es más", curiosamente a Carver nunca se lo situó en la tradición llevada a cuestas por su compatriota, dueño y señor del despojo, Ernest Hemingway; ¿por qué? Y lo más curioso aún, se lo suele indicar -todavía- como el heredero innato de un ¡ruso!, sí, un ruso (aquellas criaturas siniestras que los norteamericanos abominaban), y, más aún, suelen contender o compartir (mejor) ambos el podio celestial y sublime de los grandes cuentistas que nos legó el siglo pasado. ¿Pero qué tienen en común el ruso y el gringo? Formalmente dudo encontrar un paralelismo nítido. Lo que sí doy por hecho es que ambos son unos apasionados del contar; Carver puede transformar una situación tan nimia como "una pareja se queda a cargo de la casa de sus vecinos cuando estos han salido de vacaciones", en un tratado del altruismo y el rufianismo humano. Y Chejov, por su parte, puede hacer de una invitación a tomar onces, sin mucho manierismo ni pirotecnia, una comedia trascendental.
En fin, el relato que sigue es un punto de unión. Viene a juntar estas dos facetas de la pasión del contar; es el relato menos carveriano en su contenido (está ambientado en Rusia, a finales del siglo XIX), pero el más genial y perfecto, a mi modesto parecer, del norteamericano.
Los dejo con el Chejov personal de Raymond Carver.
*
Chejov. La noche del 22 de
marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y confidente Alexei
Suvorin. Suvorin, editor y magnate de la prensa, era un reaccionario, un self-made
man cuyo padre había sido soldado raso en Borodino. Al igual que Chejov,
era nieto de un siervo. Tenían eso en común: sangre campesina en las venas.
Pero tanto política como temperalmente se hallaban en las antípodas. Suvorin,
sin embargo, era uno de los escasos íntimos de Chejov, y Chejov gustaba de su compañía.
Naturalmente, fueron al
mejor restaurante de la ciudad, un antiguo palacete llamado L´Ermitage
(establecimiento en el que los comensales podían tardar horas —la mitad de la
noche incluso— en dar cuenta de una cena de diez platos en la que, como es de
rigor, no faltaban los vinos, los licores y el café). Chejov iba, como de
costumbre, impecablemente vestido: traje oscuro con chaleco. Llevaba, como no,
sus eternos quevedos. Aquella noche tenía un aspecto muy similar al de sus
fotografías de ese tiempo. Estaba relajado, jovial. Estrechó la mano del
maître, y echó una ojeada al vasto comedor. Las recargadas arañas anegaban la
sala de un vivo fulgor. Elegantes hombres y mujeres ocupaban las mesas. Los
camareros iban y venían sin cesar. Acababa de sentarse a la mesa, frente a
Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle
sangre de la boca. Suvorin y dos camareros lo acompañaron al cuarto de baño y
trataron de detener la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorin lo llevó luego a
su hotel, e hizo que le prepararan una cama en uno de los cuartos de su suite.
Más tarde, después de una segunda hemorragia, Chejov se avino a ser trasladado
a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y afecciones
respiratorias afines. Cuando Suvorin fue a visitarlo días después, Chejov se
disculpó por el “escándalo” del restaurante tres noches atrás, pero siguió
insistiendo en que su estado no era grave. «Reía y bromeaba como de costumbre
—escribe Suvorin en su diario—, mientras escupía sangre en un aguamanil.»
Maria Chejov, su hermana
menor, fue a visitarlo a la clínica los últimos días de marzo. Hacía un tiempo
de perros; una tormenta de aguanieve se abatía sobre Moscú, y las calles
estaban llenas de montículos de nieve apelmazada. Maria consiguió a duras penas
parar un coche de punto que la llevase al hospital. Y llegó llena de temor y de
inquietud.
«Antón Pavlovich yacía boca
arriba —escribe Maria en sus memorias—. No le permitían hablar. Después de
saludarle, fui hasta la mesa a fin de ocultar mis emociones.» Sobre ella, entre
botellas de champaña, tarros de caviar y ramos de flores enviados por amigos
deseosos de su restablecimiento, Maria vio algo que la aterrorizó: un dibujo
hecho a mano —obra de un especialista, era evidente— de los pulmones de Chejov.
(Era de este tipo de bosquejos que los médicos suelen trazar para que los
pacientes puedan ver en qué consiste su dolencia.) El contorno de los pulmones
era azul, pero sus mitades superiores estaban coloreadas de rojo. «Me di cuenta
de que eran ésas las zonas enfermas», escribe Maria.
También Leon Tolstoi fue una
vez a visitarlo. El personal del hospital mostró un temor reverente al verse en
presencia del más eximio escritor del país. (¿El hombre más famoso de Rusia?)
Pese a estar prohibidas las visitas de toda persona ajena el «núcleo de los
allegados», ¿cómo no permitir que viera a Chejov? Las enfermeras y médicos
internos, en extremo obsequiosos, hicieron pasar al barbudo anciano de aire
fiero al cuarto de Chejov. Tolstoi, pese al bajo concepto que tenía del Chejov
autor de teatro («¿Adónde le llevan sus personajes? —le preguntó a Chejov en
cierta ocasión—. Del diván al trastero, y del trastero al diván»), apreciaba
sus narraciones cortas. Además —y tan sencillo como eso—, lo amaba como
persona. Había dicho a Gorki: «Qué bello, qué espléndido ser humano. Humilde y
apacible como una jovencita. Incluso anda como una jovencita. Es sencillamente
maravilloso.» Y escribió en su diario (todo el mundo llevaba un diario o
dietario en aquel tiempo): «Estoy contento de amar... a Chejov.»
Tolstoi se quitó la bufanda
de lana y el abrigo de piel de oso y se dejó caer en una silla junto a la cama
de Chejov. Poco importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera
prohibido hablar, y más aún mantener una conversación. Chejov hubo de escuchar,
lleno de asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre la
inmortalidad del alma. Recordando aquella visita, Chejov escribiría más tarde:
«Tolstoi piensa que todos los seres (tanto humanos como animales) seguiremos
viviendo en un principio (razón, amor...) cuya esencia y fines son algo
arcano para nosotros... De nada me sirve tal inmortalidad. No la entiendo, y
Lev Nikolaievich se asombraba de que no pudiera entenderla.»
A Chejov, no obstante, le
produjo una honda impresión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a
diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura.
No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los
cinco sentidos. En consonancia con su concepción de la vida y la escritura,
carecía — según confesó en cierta ocasión— de «una visión del mundo filosófica,
religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme
con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y
mueren. Y cómo hablan».
Unos años atrás, antes de
que le diagnosticaran la tuberculosis, Chejov había observado: «Cuando un
campesino es víctima de la consunción, se dice a sí mismo: “No puedo hacer
nada, Me iré en la primavera, con el deshielo.”» (El propio Chejov moriría en
verano, durante una ola de calor.) Pero, una vez diagnosticada su afección,
Chejov trató siempre de minimizar la gravedad de su estado. Al parecer estuvo
persuadido hasta el final de que lograría superar su enfermedad del mismo modo
que se supera un catarro persistente. Incluso en sus últimos días parecía
poseer la firme convicción de que seguía existiendo una posibilidad de mejoría.
De hecho, en una carta escrita poco antes de su muerte, llegó a decirle a su
hermana que estaba «engordando», y que se sentía mucho mejor desde que estaba
en Badenweiler.
Badenweiler era un pequeño
balneario y centro de recreo situado en la zona occidental de la Selva Negra,
no lejos de Basilea. Se divisaban los Vosgos casi desde cualquier punto de la
ciudad, y en aquellos días el aire era puro y tonificador. Los rusos eran
asiduos de sus baños termales y de sus apacibles bulevares. En el mes de junio
de 1904 Chejov llegaría a Badenweiler para morir.
A principios de aquel mismo
mes había soportado un penoso viaje en tren de Moscú a Berlín. Viajó con su
mujer, la actriz Olga Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los
ensayos de La gaviota. Sus contemporáneos la describen como una
excelente actriz. Era una mujer de talento, físicamente agraciada y casi diez
años más joven que el dramaturgo. Chejov se había sentido atraído por ella de
inmediato, pero era lento de acción en materia amorosa. Prefirió, como era
habitual en él, el flirteo al matrimonio. Al cabo, sin embargo, de tres años de
un idilio lleno de separaciones, cartas e inevitables malentendidos,
contrajeron matrimonio en Moscú, el 25 de mayo de 1901, en la más estricta
intimidad. Chejov se sentía enormemente feliz. La llamaba «mi poney», y a veces
«mi perrito» o «mi cachorro». También le gustaba llamarla «mi pavita» o
sencillamente «mi alegría».
En Berlín Chejov había
consultado a un reputado especialista en afecciones pulmonares, el doctor Karl
Ewald. Pero, según un testigo presente en la entrevista, el doctor Ewald, tras
examinar a su paciente, alzó las manos al cielo y salió a la sala sin
pronunciar una palabra. Chejov se hallaba más allá de toda posibilidad de
tratamiento, y el doctor Ewald se sentía furioso consigo mismo por no poder
obrar milagros y con Chejov por haber llegado a aquel estado.
Un periodista ruso, tras
visitar a los Chejov en su hotel, envió a su redactor jefe el siguiente
despacho: «Los días de Chejov están contados. Parece mortalmente enfermo, está
terriblemente delgado, tose continuamente, le falta el resuello al más leve
movimiento, su fiebre es alta.» El mismo periodista había visto al matrimonio
Chejov en la estación de Potsdam, cuando se disponían a tomar el tren para
Badenweiler. «Chejov —escribe— subía a duras penas la pequeña escalera de la
estación. Hubo de sentarse durante varios minutos para recobrar el aliento.» De
hecho, a Chejov le resultaba doloroso incluso moverse: le dolían constantemente
las piernas, y tenía también dolores en el vientre. La enfermedad le había
invadido los intestinos y la médula espinal. En aquel instante le quedaba menos
de un mes de vida. Cuando hablaba de su estado, sin embargo —según Olga—, lo
hacía con «una casi irreflexiva indiferencia».
El doctor Schwöhrer era uno
de los muchos médicos de Badenweiler que se ganaba cómodamente la vida tratando
a una clientela acaudalada que acudía al balneario en busca de alivio a sus
dolencias. Algunos de sus pacientes eran enfermos y gente de salud precaria,
otros simplemente viejos o hipocondríacos. Pero Chejov era un caso muy
especial: un enfermo desahuciado en fase terminal. Y un personaje muy famoso.
El doctor Schwöhrer conocía su nombre: había leído algunas de sus narraciones
cortas en una revista alemana. Durante el primer examen médico, a primeros de
junio, el doctor Schwöhrer le expresó la admiración que sentía por su obra,
pero se reservó para sí mismo el juicio clínico. Se limitó a prescribirle una
dieta de cacao, harina de avena con mantequilla fundida y té de fresa. El té de
fresa ayudaría al paciente a conciliar el sueño.
El 13 de junio, menos de
tres semanas antes de su muerte, Chejov escribió a su madre diciéndole que su
salud mejoraba: «Es probable que esté completamente curado dentro de una
semana» ¿Qué podía empujarle a decir eso? ¿Qué es lo que pensaba realmente en
su fuero interno? También él era médico, y no podía ignorar la gravedad de su
estado. Se estaba muriendo: algo tan simple e inevitable como eso. Sin embargo,
se sentaba en el balcón de su habitación y leía guías de ferrocarril. Pedía
información sobre las fechas de partida de barcos que zarpaban de Marsella
rumbo a Odessa. Pero sabía. Era la fase terminal: no podía no saberlo.
En una de las últimas cartas que habría de escribir, sin embargo, decía a su
hermana que cada día se encontraba más fuerte.
Hacía mucho tiempo que había
perdido todo afán de trabajo literario. De hecho, el año anterior había estado
casi a punto de dejar inconclusa El jardín de los cerezos. Esa obra
teatral le había supuesto el mayor esfuerzo de su vida. Cuando la estaba terminando
apenas lograba escribir seis o siete líneas diarias. «Empiezo a desanimarme
—escribió a Olga—. Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase que
escribo me parece carente de valor, inútil por completo.» Pero siguió
escribiendo. Terminó la obra en octubre de 1903. Fue lo último que escribiría
en su vida, si se exceptúan las cartas y unas cuantas anotaciones en su
libreta.
El 2 de julio de 1904, poco
después de medianoche, Olga mandó llamar al doctor Schwöhrer. Se trataba de una
emergencia: Chejov deliraba. El azar quiso que en la habitación contigua se
alojaran dos jóvenes rusos que estaban de vacaciones. Olga corrió hasta su
puerta a explicar lo que pasaba. Uno de ellos dormía, pero el otro, que aún
seguía despierto fumando y leyendo, salió precipitadamente del hotel en busca
del doctor Schwöhrer. «Aún puedo oír el sonido de la grava bajo sus zapatos en
el silencio de aquella sofocante noche de julio», escribiría Olga en sus
memorias. Chejov tenía alucinaciones: hablaba de marinos, e intercalaba retazos
inconexos de algo relacionado con los japoneses. «No debe ponerse hielo en un
estómago vacío», dijo cuando su mujer trató de ponerle una bolsa de hielo sobre
el pecho.
El doctor Schwöhrer llegó y
abrió su maletín sin quitar la mirada de Chejov, que jadeaba en la cama. Las
pupilas del enfermo estaban dilatadas, y le brillaban las sienes a causa del
sudor. El semblante del doctor Schwöhrer se mantenía inexpresivo, pues no era
un hombre emotivo, pero sabía que el fin del escritor estaba próximo. Sin embargo,
era médico, debía hacer —lo obligaba a ello un juramento— todo lo humanamente
posible, y Chejov, si bien muy débilmente, todavía se aferraba a la vida. El
doctor Schwöhrer preparó una jeringuilla y una aguja y le puso una inyección de
alcanfor destinada a estimular su corazón. Pero la inyección no surtió ningún
efecto (nada, obviamente, habría surtido efecto alguno). El doctor Schwöhrer,
sin embargo, hizo saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chejov, de
pronto, pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente: «¿Para qué?
Antes de que llegue seré un cadáver.»
El doctor Schwöhrer se atusó
el gran mostacho y se quedó mirando a Chejov, que tenía las mejillas hundidas y
grisáceas, y la tez cérea. Su respiración era áspera y ronca. El doctor
Schwöhrer supo que apenas le quedaban unos minutos de vida. Sin pronunciar una
palabra, sin consultar siquiera con Olga, fue hasta el pequeño hueco donde
estaba el teléfono mural. Leyó las instrucciones de uso. Si mantenía apretado
un botón y daba vueltas a la manivela contigua el aparato, se pondría en
comunicación con los bajos del hotel, donde se hallaban las cocinas. Cogió el
auricular, se lo llevó al oído y siguió una a una las instrucciones. Cuando por
fin le contestaron, pidió que subieran una botella del mejor champaña que
hubiera en la casa. «¿Cuántas copas?», preguntó el empleado. «¡Tres copas!»,
gritó el médico en el micrófono. «Y dése prisa, ¿me oye?». Fue uno de esos
excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente,
pues la acción es tan apropiada al instante que parece inevitable.
Trajo el champaña un joven
rubio, con aspecto de cansado y el pelo desordenado y en punta. Llevaba el
pantalón del uniforme lleno de arrugas, sin el menor asomo de raya, y en su
precipitación se había atado un botón de la casaca en una presilla equivocada.
Su apariencia era la de alguien que se estaba tomando un descanso (hundido en
un sillón, pongamos, dormitando) cuando de pronto, a primeras horas de la
madrugada, ha oído sonar al aire, a lo lejos —santo cielo—, el sonido
estridente del teléfono, e instantes después se ha visto sacudido por un
superior y enviado con una botella de Moët a la habitación 211. «¡Y date prisa,
¿me oyes?!»
El joven entró en la
habitación con una bandeja de plata con el champaña dentro de un cubo de plata
lleno de hielo y tres copas de cristal tallado. Habilitó un espacio en la mesa
y dejó el cubo y las tres copas. Mientras lo hacía estiraba el cuello para
tratar de atisbar la otra pieza, donde alguien jadeaba con violencia. Era un
sonido desgarrador, pavoroso, y el joven se volvió y bajó la cabeza hasta
hundir la barbilla en el cuello. Los jadeos se hicieron más desaforados y
roncos. El joven, sin percatarse de que se estaba demorando, se quedó unos
instantes mirando la ciudad anochecida a través de la ventana. Entonces
advirtió que el imponente caballero del tupido mostacho le estaba metiendo unas
monedas en la mano (una gran propina, a juzgar por el tacto), y al instante
siguiente vio ante sí la puerta abierta del cuarto. Dio unos pasos hacia el
exterior y se encontró con el descansillo, donde abrió la mano y miró las
monedas con asombro.
De forma metódica, como
solía hacerlo todo, el doctor Schwöhrer se aprestó a la tarea de descorchar la
botella de champaña. Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión
festiva. Sirvió luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la
costumbre, metió el corcho a presión en el cuello de la botella. Luego llevó
las tres copas hasta la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la
mano de Chejov (una mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos).
Colocó otra almohada bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de champaña
contra la palma, y se aseguró de que sus dedos se cerraran en torno al pie de
la copa. Los tres intercambiaron miradas: Chejov, Olga, el doctor Schwöhrer. No
hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a
brindar? ¿De la muerte? Chejov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y
dijo: «Hacía tanto tiempo que no bebía champaña...» Se llevó la copa a los
labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga le retiró la copa vacía de la
mano y la dejó encima de la mesilla de noche. Chejov se dio la vuelta en la
cama y se quedó tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después
dejó de respirar.
El doctor Schwöhrer cogió la
mano de Chejov, que descansaba sobre la sábana. Le tomó la muñeca entre los
dedos y sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco, y mientras lo hacía
abrió la tapa. El segundero se movía despacio, muy despacio. Dejó que diera
tres vueltas alrededor de la esfera a la espera del menor indicio de pulso.
Eran las tres de la madrugada, y en la habitación hacía un bochorno sofocante.
Badenweiler estaba padeciendo la peor ola de calor conocida en muchos años. Las
ventanas de ambas piezas permanecían abiertas, pero no había el menor rastro de
brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras surcó el aire y fue a chocar
con fuerza contra la lámpara eléctrica. El doctor Schwöhrer soltó la muñeca de Chejov.
«Ha muerto», dijo. Cerró el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del
chaleco.
Olga, al instante, se secó
las lágrimas y comenzó a sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acudido
a su llamada. El le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizá, o unas
gotas de valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de
que las autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el luctuoso
desenlace, antes de que Chejov dejara para siempre de estar a su cuidado, quería
quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podía el doctor Schwöhrer ayudarla?
¿Mantendría en secreto, durante apenas unas horas, la noticia de aquel óbito?
El doctor Schwöhrer se
acarició el mostacho con un dedo. ¿Por qué no? ¿Qué podía importar, después de
todo, que el suceso se hiciera público unas horas más tarde? Lo único que
quedaba por hacer era extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la
mañana en su consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor
Schwöhrer movió la cabeza en señal de asentimiento y recogió sus cosas. Antes
de salir, pronunció unas palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. «Ha
sido un honor», dijo el doctor Schwöhrer. Cogió el maletín y salió de la
habitación. Y de la Historia.
Fue entonces cuando el corcho
saltó de la botella. Se derramó sobre la mesa un poco de espuma de champaña.
Olga volvió junto a Chejov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando
en cuando le acariciaba la cara. «No se oían voces humanas, ni sonidos
cotidianos —escribiría más tarde—. Sólo existía la belleza, la paz y la
grandeza de la muerte.»
Se quedó junto a Chejov
hasta el alba, cuando el canto de los tordos empezó a oírse en los jardines de
abajo. Luego oyó ruidos de mesas y sillas: alguien las trasladaba de un sitio a
otro en alguno de los pisos de abajo. Pronto le llegaron voces. Y entonces
llamaron a la puerta. Olga sin duda pensó que se trataba de algún funcionario,
el médico forense, por ejemplo, o alguien de la policía que formularía
preguntas y le haría rellenar formularios, o incluso (aunque no era muy
probable) el propio doctor Schwöhrer acompañado del dueño de alguna funeraria
que se encargaría de embalsamar a Chejov y repatriar a Rusia sus restos
mortales.
Pero era el joven rubio que
había traído el champaña unas horas antes. Ahora, sin embargo, llevaba los
pantalones del uniforme impecablemente planchados, la raya nítidamente marcada
y los botones de la ceñida casaca verde perfectamente abrochados. Parecía otra
persona. No sólo estaba despierto, sino que sus llenas mejillas estaban bien
afeitadas y su pelo domado y peinado. Parecía deseoso de agradar. Sostenía
entre las manos un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo.
Le ofreció las rosas a Olga con un airoso y marcial taconazo. Ella se apartó de
la puerta para dejarle entrar. Estaba allí —dijo el joven— para retirar las
copas, el cubo del hielo y la bandeja. Pero también quería informarle de que,
debido al extremo calor de la mañana, el desayuno se serviría en el jardín.
Confiaba asimismo en que aquel bochorno no les resultara en exceso fastidioso.
Y lamentaba que hiciera un tiempo tan agobiante.
La mujer parecía distraída.
Mientras el joven hablaba apartó la mirada y la fijó en algo que había sobre la
alfombra. Cruzó los brazos y se cogió los codos con las manos. El joven,
entretanto, con el jarrón entre las suyas a la espera de una señal, se puso a
contemplar detenidamente la habitación. La viva luz del sol entraba a raudales
por las ventanas abiertas. La habitación estaba ordenada; parecía poco
utilizada aún, casi intocada. No había prendas tiradas encima de las sillas; no
se veían zapatos ni medias ni tirantes ni corsés. Ni maletas abiertas. Ningún
desorden ni embrollo, en suma; nada sino el cotidiano y pesado mobiliario.
Entonces, viendo que la mujer seguía mirando al suelo, el joven bajó también la
mirada, y descubrió al punto el corcho cerca de la punta de su zapato. La mujer
no lo había visto: miraba hacia otra parte. El joven pensó en inclinarse para
recogerlo, pero seguía con el jarrón en las manos y temía parecer aún más
inoportuno si ahora atraía la atención hacia su persona. Dejó de mala gana el
corcho donde estaba y levantó la mirada. Todo estaba en orden, pues salvo la
botella de champaña descorchada y semivacía que descansaba sobre la mesa junto
a dos copas de cristal. Miró en torno una vez más. A través de una puerta
abierta vio que la tercera copa estaba en el dormitorio, sobre la mesilla de
noche. Pero ¡había alguien aún acostado en la cama! No pudo ver ninguna cara,
pero la figura acostada bajo las mantas permanecía absolutamente inmóvil. Una
vez percatado de su presencia, miró hacia otra parte. Entonces, por alguna
razón que no alcanzaba a entender, lo embargó una sensación de desasosiego. Se
aclaró la garganta y desplazó su peso de una pierna a otra. La mujer seguía sin
levantar la mirada, seguía encerrada en su mutismo. El joven sintió que la
sangre afluía a sus mejillas. Se le ocurrió de pronto, sin reflexión previa
alguna, que tal vez debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín.
Tosió, confiando en atraer la atención de la mujer, pero ella ni lo miró
siquiera. Los distinguidos huéspedes extranjeros —dijo— podían desayunar en sus
habitaciones si ése era su deseo. El joven (su nombre no ha llegado hasta
nosotros, y es harto probable que perdiera la vida en la primera gran guerra)
se ofreció gustoso a subir él mismo una bandeja. Dos bandejas, dijo luego,
volviendo a mirar —ahora con mirada indecisa— en dirección al dormitorio.
Guardó silencio y se pasó un
dedo por el borde interior del cuello. No comprendía nada. Ni siquiera estaba
seguro de la mujer le hubiera escuchado. No sabía qué hacer a continuación;
seguía con el jarrón entre las manos. La dulce fragancia de las rosas le anegó
las ventanillas de la nariz, e inexplicablemente sintió una punzada de pesar.
La mujer, desde que había entrado él en el cuarto y se había puesto a esperar,
parecía absorta en sus pensamientos. Era como si durante todo el tiempo que él
había permanecido allí de pie, hablando, desplazando su peso de una pierna a
otra, con el jarrón en las manos, ella hubiera estado en otra parte, lejos de
Badenweiler. Pero ahora la mujer volvía en sí, y su semblante perdía aquella
expresión ausente. Alzó los ojos, miró al joven y sacudió la cabeza. Parecía esforzarse
por entender qué diablos hacía aquel joven en su habitación con tres rosas
amarillas. ¿Flores? Ella no había encargado ningunas flores.
Pero el momento pasó. La
mujer fue a buscar su bolso y sacó un puñado de monedas. Sacó también unos
billetes. El joven se pasó la lengua por los labios fugazmente: otra propina
elevada, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba de él aquella mujer? Nunca había servido
a ningún huésped parecido. Volvió a aclararse la garganta.
No quería el desayuno, dijo
la mujer. Todavía no, en todo caso. El desayuno no era lo más importante
aquella mañana. Pero necesitaba que le prestara cierto servicio. Necesitaba que
fuera a buscar al dueño de una funeraria. ¿Entendía lo que le decía? El señor
Chejov había muerto ¿lo entendía? Cómprense-vous?¿Eh, joven? Antón
Chejov estaba muerto. Ahora atiéndame bien, dijo la mujer. Quería que bajara a
recepción y preguntara dónde podía encontrar al empresario de pompas fúnebres
más prestigioso de la ciudad. Alguien de confianza, escrupuloso con su trabajo
y de temperamento reservado. Un artesano, en suma, digno de un gran artista.
Aquí tienes, dijo luego, y le encajó en la mano los billetes. Diles ahí abajo
que quiero que seas tú quien me preste este servicio. ¿Me escuchas? ¿Entiendes
lo que te estoy diciendo?
El joven se esforzó por
comprender el sentido del encargo. Prefirió no mirar de nuevo en dirección al
otro cuarto. Ya había presentido antes que algo no marchaba bien. Ahora
advirtió que el corazón le latía con fuerza bajo la casaca, y que empezaba a
aflorarle el sudor en la frente. No sabía hacia dónde dirigir la mirada.
Deseaba dejar el jarrón en alguna parte. Por favor, haz esto por mí, dijo la
mujer. Te recordaré con gratitud. Diles ahí abajo que he insistido. Di eso.
Pero no llames la atención innecesariamente. No atraigas la atención ni sobre
tu persona ni sobre la situación. Diles únicamente que tienes que hacerlo, que
yo te lo he pedido... y nada más. ¿Me oyes? Si me entiendes, asiente con la
cabeza. Pero sobre todo que no cunda la noticia. Lo demás, todo lo demás, la
conmoción y todo eso... llegará muy pronto. Lo peor ha pasado. ¿Nos estamos
entendiendo? El joven se había puesto pálido. Estaba rígido, aferrado al
jarrón. Acertó a asentir con la cabeza.
Después de obtener la venia
para salir del hotel, debía dirigirse discreta y decididamente, aunque sin
precipitaciones impropias, hacia la funeraria. Debía comportarse exactamente
como si estuviera llevando a cabo un encargo muy importante, y nada más. De
hecho estaba llevando a cabo un encargo muy importante, dijo la mujer.
Y, por si podía ayudarle a mantener el buen temple de su paso, debía imaginar
que caminaba por una acera atestada llevando en los brazos un jarrón de
porcelana —un jarrón lleno de rosas— destinado a un hombre importante. (La
mujer hablaba con calma, casi en un tono de confidencia, como si le hablara a
un amigo o a un pariente.) Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre a
quien debía entregar las rosas le estaba esperando, que quizá esperaba con
impaciencia su llegada con flores. No debía, sin embargo, exaltarse y echar a
correr, ni quebrar la cadencia de su paso. ¡Que no olvidara el jarrón que
llevaba en las manos! Debía caminar con brío, comportándose en todo momento de
la manera más digna posible. Debía seguir caminando hasta llegar a la
funeraria, y detenerse ante la puerta. Levantaría luego la aldaba, y la dejaría
caer una, dos, tres veces. Al cabo de unos instantes, el propio patrono de la
funeraria bajaría a abrirle.
Sería un hombre sin duda
cuarentón, o incluso cincuentón, calvo, de complexión fuerte, con gafas de
montura de acero montadas casi sobre la punta de la nariz. Sería un hombre
recatado, modesto, que formularía tan sólo las preguntas más directas y
esenciales. Un mandil. Sí, probablemente llevaría un mandil. Puede que se
secara las manos con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía.
Sus ropas despedirían un tufillo de formaldehído, pero perfectamente
soportable, y al joven no le importaría en absoluto. El joven era ya casi un
adulto, y no debía sentir miedo ni repulsión ante esas cosas. El hombre de la
funeraria le escucharía hasta el final. Era sin duda un hombre comedido y de
buen temple, alguien capaz de ahuyentar en lugar de agravar los miedos de la
gente en este tipo de situaciones. Mucho tiempo atrás llegó a familiarizarse
con la muerte, en todas sus formas y apariencias posibles. La muerte, para él,
no encerraba ya sorpresas, ni soterrados secretos. Este era el hombre cuyos
servicios se requerían aquella mañana.
El maestro de pompas
fúnebres coge el jarrón de las rosas. Sólo en una ocasión durante el parlamento
del joven se despierta en él un destello de interés, de que ha oído algo fuera
de lo ordinario. Pero cuando el joven menciona el nombre del muerto, las cejas
del maestro se alzan ligeramente. ¿Chejov, dices? Un momento, en seguida estoy
contigo.
¿Entiendes lo que te estoy
diciendo?, le dijo Olga al joven. Deja las copas. No te preocupes por ellas.
Olvida las copas de cristal y demás, olvida todo eso. Deja la habitación como
está. Ahora ya todo está listo. Estamos ya listos ¿Vas a ir?
Pero en aquel momento el
joven pensaba en el corcho que seguía en el suelo, muy cerca de la punta de su
zapato. Para recogerlo tendría que agacharse sin soltar el jarrón de las rosas.
Eso es lo que iba a hacer. Se agachó. Sin mirar hacia abajo. Cogió el corcho,
lo encajó en el hueco de la palma y cerró la mano.
Raymond Carver (1938-1988, E.E.U.U.) es uno de los más grandes cuentistas del siglo XX. Entre sus obras capitales se encuentran: ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? de 1976, De qué hablamos cuando hablamos de amor de 1981, Catedral de 1983 y el póstumo, Tres rosas amarillas de 1997. Autor así mismo de volúmenes de poesía, de los traducidos al español está Un sendero nuevo a la cascada publicado por Visor en 1993.
Antón Chejov (1860, Imperio Ruso; 1904, Imperio Alemán) de profesión médico, connotado dramaturgo, y excepcional cuentista, murió a la edad de 44 años de tuberculosis. Entre sus obras de teatro más reconocidas se cuentan La gaviota (1896), Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904). Y entre sus más famosos relatos cortos, El beso (1887), La dama del perrito (1899), y El pabellón n°6 (1892).
No hay comentarios:
Publicar un comentario