Puedo decir dos cosas sobre Cheever: fue el último escritor en publicar
su obra en periódicos y por entregas; y,que es un cuentista único en su
especie.
Para lo primero: me parece que
hubo un tiempo en que la literatura se daba a conocer casi exclusivamente a
través de periódicos o revistas especializadas: los cuentos y las novelas por
entregas; y para cuando Cheever estaba activo en The New Yorker, publicando cantidad ingente de relatos semanales,
dicha tradición ya venía decayendo, decreciendo paulatinamente en el tiempo y
en el espacio, pues ya tarde, mal y nunca en estos medios se daba cabida a la
literatura contemporánea, a la literatura que se escribía en sus días, como lo
hicieran Sterne en el siglo XVIII, y Dickens en el XIX. Y asi pues, como ya se
sabe, en nuestros días los medios periodísticos se limitan, si es que por si acaso,
a la publicación de crítica literaria; pero no una crítica inteligente que
provoque la relectura u otros matices, sino una crítica vacua, reconcentrada en
el lector pasivo y ocioso, sobre todo en el lector inmerso en el mercantilismo
idiota de las grandes editoriales. Es más, ¿quién puede aseverar que estos
monigotes (los críticos de grandes periódicos) no estén coludidos (¡y cómo no!)
por las mismas editoriales para hacerles propaganda a sus correspondientes
catálogos, una propaganda pseudo-intelectual, que ni siquiera se da el trabajo
de no caer en los juegos de manos y de pies propios del comercio más avaro y
silvestre?
En fin, son hechos concretos que despiertan feos candores; pero
siguiendo con el segundo punto, ya, podría mencionar que los cuentos de John
Cheever son como una tercera vía, a eso me refería como único en su especie. ¿Pero qué tercera vía? ¿Cuáles son las otras
dos? Suele pensarse la literatura norteamericana del siglo pasado en forma
polarizada: la literatura tipo Hemingway, y la tipo Faulkner. La primera
concentrada en el despojo, en la economía verbal, en la denominada “punta del
ice-berg”; y la segunda como el desparpajo, la verbosidad, y la importancia
esencial del estilo. En otros parámetro también: una es la acción, y la otra la
prosa hipnótica. No se apresuren, Cheever no es la mezcla, en absoluto. O al
menos no una mezcla básica, simplista. En el prólogo que hace George W. Hunt a El hombre que amó y otros cuentos dispersos,
publicado alguna vez por El Áncora editores, nos aclara la cuestión:
En síntesis, el modelo Hemingway estaba inhibiendo
sus energías creativas. Poco a poco, el «engrandecer» se convierte en la clave
de su estilo posterior. Su sentimiento de compañerismo con el lector se
expande, su voz narrativa se torna más cómoda y relajada y su tono menos
distante. Este proceso de engrandecimiento florecerá finalmente en aquel mundo
fantástico, poblado de mitos, que habría de convertirse en la característica
distintiva de su literatura posterior. (pp. 25)
Pues bien, Cheever maneja no la
trama, sino la acción: nombra cada uno de los movimientos de sus personajes
como si le estuviera dictando a un ciego sus visiones. ¡Qué forma más bella! ¿no?
Presentar su prosa como la guía de ruta a sus ciegos lectores, como
instrucciones para imaginar escenas. Y, para más hilaridad, tiene también ese
manejo de la simbología que mueve, ahora sí, la trama de sus relatos por sí misma, como un núcleo gravitante. Por
ejemplo, hay un relato titulado La cómoda,
en el que la cómoda constituye el objeto-tótem que concentra una disputa entre
hermanos, un objeto como dice el protagonista “simple pedazo de madera” se
vuelve el protagonista de toda la cuestión. Finalmente frustrado y un poco
harto de la situación, al verse sin la cómoda, y en consuelo con una cajita
llena de chucherías de su difunta madre, rompe y bota todo, como un acto
chamánico y liberador.
Lo que viene a continuación es su relato más conocido, El Nadador, que concentra a su modo todas las variantes: el espacio alegórico de un barrio de clase media norteamericano, y sus amplios patios con piscina, por donde el nadador va entrometiéndose, así fuera un circuito demencial, con sus aguas turbias, como en un mar intermitente, sin parar de beber (el alcoholismo es otro tema recurrente en Cheever, y no pregunten por qué) y sosteniendo esas charlas efímeras con las dueñas de casa. El mito (¡qué más falso!) del sueño americano.
***
Era uno de esos domingos de mediados
del verano, cuando todos se sientan y comentan “Anoche bebí demasiado”. Quizá
uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la
escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en
el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural
donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.
–Bebí demasiado –dijo Donald
Westerhazy.
–Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda
Merrill.
–Seguramente fue el vino –dijo Helen
Westerhazy–. Bebí demasiado clarete.
Esto sucedía al borde de la piscina de
los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado
contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente.
Hacia el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una
ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba– que incluso hubiera
podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy
Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra
sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la
especial esbeltez de la juventud– y, si bien no era joven ni mucho menos, esa
mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre
el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo,
mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele
comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de
marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo.
Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si
pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del
sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el
interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece
kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían
almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que
dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua.
Su vida no lo limitaba, y el placer que
extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión.
Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa
corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un
descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa,
llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban las bromas pesadas y no
era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de
sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que
nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza.
Se quitó el suéter que colgaba de sus
hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que
no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada
movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano
de la mente el uno-dos, uno-dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil
para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto
ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él
pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido
por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una
condición natural, y él habría deseado nadar sin pantaloncitos, pero en vista
de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo
opuesto –nunca usaba la escalerilla– y comenzó a atravesar el jardín. Cuando
Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa.
Los únicos mapas y planos eran los que
podía recordar o sencillamente imaginar, pero eran bastante claros. Primero
estaban los Graham, los Hammer, los Lear, los Howland y los Crosscup. Después,
cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la propiedad de los Bunker, y después de
recorrer un breve trayecto llegaba a los Levy, los Welcher y la piscina pública
de Lancaster. Después estaban los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley
Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era hermoso, y que él viviera en un
mundo tan generosamente abastecido de agua parecía un acto de clemencia, una
suerte de beneficencia. Sentía exultante el corazón y atravesó corriendo el
pasto. Volver a casa siguiendo un camino diferente le infundía la sensación de
que era un peregrino, un explorador, un hombre que tenía un destino; y además
sabía que a lo largo del camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las
orillas del río Lucinda.
Atravesó un seto que separaba la
propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban los Graham, caminó bajo unos
manzanos floridos, dejó tras el cobertizo que albergaba la bomba y el filtro, y
salió a la piscina de los Graham.
–Caramba, Neddy –dijo la señora
Graham–, qué sorpresa maravillosa. Toda la mañana he tratado de hablar con
usted por teléfono. Venga, sírvase una copa– comprendió entonces, como les
ocurre a todos los exploradores, que tendría que manejar con cautela las
costumbres y las tradiciones hospitalarias de los nativos si quería llegar a
buen destino. No quería mentir ni mostrarse grosero con los Graham, y tampoco
disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó la piscina de un extremo al otro,
se reunió con ellos al sol y pocos minutos después lo salvó la llegada de dos
automóviles colmados de amigos que venían de Connecticut. Mientras todos
formaban grupos bulliciosos él pudo alejarse discretamente. Descendió por la
fachada de la casa de los Graham, pasó un seto espinoso y cruzó una parcela vacía
para llegar a la propiedad de los Hammer. La señora Hammer apartó los ojos de
sus rosas, lo vio nadar, pero no pudo identificarlo bien. Los Lear lo oyeron
chapotear frente a las ventanas abiertas de su sala. Los Howland y los Crosscup
no estaban en casa. Después de salir del jardín de los Howland, cruzó la calle
Ditmar y comenzó a acercarse a la casa de los Bunker; aun a esa distancia podía
oírse el bullicio de una fiesta.
El agua refractaba el sonido de las
voces y las risas y parecía suspenderlo en el aire. La piscina de los Bunker
estaba sobre una elevación, y él ascendió unos peldaños y salió a una terraza,
donde bebían veinticinco o treinta hombres y mujeres. La única persona que
estaba en el agua era Rusty Towers, que flotaba sobre un colchón de goma. ¡Oh,
qué bonitas y lujuriosas eran las orillas del río Lucinda! Hombres y mujeres
prósperos se reunían alrededor de las aguas color zafiro, mientras los
camareros de chaqueta blanca distribuían ginebra fría. En el cielo, un avión de
Haviland, un aparato rojo de entrenamiento, describía sin cesar círculos en el
cielo mostrando parte del regocijo de un niño que se mece. Ned sintió un afecto
transitorio por la escena, una ternura dirigida hacia los que estaban allí
reunidos, como si se tratara de algo que él pudiera tocar. Oyó a distancia el
retumbo del trueno. Apenas Enid Bunker lo vio comenzó a gritar:
–¡Oh, vean quién ha venido! ¡Qué
sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda me dijo que usted no podía venir,
sentí que me moría– se abrió paso entre la gente para llegar a él, y cuando
terminaron de besarse lo llevó al bar, pero avanzaron con paso lento, porque
ella se detuvo para besar a ocho o diez mujeres y estrechar las manos del mismo
número de hombres. Un barman sonriente a quien Neddy había visto en cien
reuniones parecidas le entregó una ginebra con agua tónica, y Neddy permaneció
de pie un momento frente al bar, evitando mezclarse en conversaciones que
podían retrasar su viaje. Cuando temió verse envuelto, se zambulló y nadó cerca
del borde, para evitar un choque con el flotador de Rusty. En el extremo
opuesto de la piscina dejó atrás a los Tomlinson, a quienes dirigió una amplia
sonrisa, y se alejó trotando por el sendero del jardín. La grava le lastimaba
los pies, pero ése era el único motivo de desagrado. La fiesta se mantenía
confinada a los terrenos contiguos a la piscina, y cuando ya estaba acercándose
a la casa oyó atenuarse el sonido brillante y acuoso de las voces, oyó el ruido
de un receptor de radio que provenía de la cocina de los Bunker, donde alguien
estaba escuchando la retransmisión de un partido de béisbol. Una tarde de
domingo. Se deslizó entre los automóviles estacionados y descendió por los
límites cubiertos de pasto del sendero, en dirección a la calle Alewives. No
deseaba que nadie lo viera en el camino, con sus pantaloncitos de baño pero no
había tránsito, y Neddy recorrió la reducida distancia que lo separaba del
sendero de los Levy, donde había un letrero indicando: PROPIEDAD PRIVADA, y un
recipiente para The New York Times. Todas las puertas y ventanas de la
espaciosa casa estaban abiertas, pero no había signos de vida, ni siquiera el
ladrido de un perro. Dio la vuelta a la casa, buscando la piscina, y se dio
cuenta de que los Levy habían salido poco antes. Habían dejado vasos, botellas
y platitos de maníes sobre una mesa instalada hacia el fondo, donde había un
vestuario o mirador adornado con farolitos japoneses. Después de atravesar a
nado la piscina, consiguió un vaso y se sirvió una copa. Era la cuarta o la
quinta copa, y ya había nadado casi la mitad de la longitud del río Lucinda. Se
sentía cansado y limpio, y en ese momento lo complacía estar solo; en realidad,
todo lo complacía.
Habría tormenta. El grupo de cúmulos
–esa ciudad– se había elevado y ensombrecido, y mientras estaba allí, sentado,
oyó de nuevo la percusión del trueno. El avión de entrenamiento de Haviland
continuaba describiendo círculos en el cielo. Ned creyó que casi podía oír la
risa del piloto, complacido con la tarde, pero cuando se descargó otra cascada
de truenos, reanudó la marcha hacia su hogar. Sonó el silbato de un tren, y se
preguntó qué hora sería. ¿Las cuatro? ¿Las cinco? Pensó en la estación
provinciana a esa hora, el lugar donde un camarero, con el traje de etiqueta
disimulado por un impermeable, un enano con flores envueltas en papel de diario
y una mujer que había estado llorando esperaban el tren local. De pronto
comenzó a oscurecer; era el momento en que las aves de cabeza de alfiler
parecen organizar su canto anunciando con un sonido agudo y reconocible la
llegada de la tormenta. A su espalda se oyó el ruido leve del agua que caía de
la copa de un roble, como si allí hubiesen abierto un grifo. Después, el ruido
de fuentes se repitió en las coronas de todos los árboles altos. ¿Por qué le
agradaban las tormentas? ¿Qué sentido tenía su excitación cuando la puerta se
abría bruscamente y el viento de lluvia se abalanzaba impetuoso escaleras
arriba? ¿Por qué la sencilla tarea de cerrar las ventanas de una vieja casa
parecía apropiada y urgente? ¿Por qué las primeras notas cristalinas de un
viento de tormenta tenían para él el sonido inequívoco de las buenas nuevas,
una sugerencia de alegría y buen ánimo? Después, hubo una explosión, olor de
cordita, y la lluvia flageló los farolitos japoneses que la señora Levy había
comprado en Kioto el año anterior, ¿o quizá era incluso un año antes?
Permaneció en el jardín de los Levy
hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado el aire, y él temblaba.
La fuerza del viento había despejado de sus hojas rojas y amarillas a un arce y
las había dispersado sobre el pasto y el agua. Como era mediados del verano
seguramente el árbol se agostaría, y sin embargo Ned sintió una extraña
tristeza ante ese signo otoñal. Flexionó los hombros, vació el vaso y caminó
hacia la piscina de los Welcher. Para llegar necesitaba cruzar la pista de
equitación de los Lindley, y lo sorprendió descubrir que el pasto estaba alto y
todas las vallas aparecían desarmadas. Se preguntó si los Lindley habían
vendido sus caballos o se habían ausentado todo el verano y habían dejado en
una pensión los animales. Le pareció recordar haber oído algo acerca de los
Lindley y sus caballos, pero el recuerdo no era claro. Continuó caminando,
descalzo sobre el pasto húmedo, hacia la casa de los Welcher, donde descubrió
que la piscina estaba seca.
La ausencia de este eslabón en su
cadena acuática lo decepcionó de un modo absurdo, y se sintió como un
explorador que busca una fuente torrencial y encuentra un arroyo seco. Se
sintió desilusionado y desconcertado. Era costumbre salir durante el verano,
pero nadie vaciaba nunca sus piscinas. Era evidente que los Welcher se habían
marchado. Los muebles de la piscina estaban plegados, apilados y cubiertos con
fundas. El vestuario estaba cerrado con llave. Todas las ventanas de la casa
estaban cerradas, y cuando dio la vuelta a la vivienda en busca del sendero que
conducía a la salida vio un cartel que indicaba EN VENTA clavado a un árbol.
¿Cuándo había oído hablar por última vez de los Welcher…?; es decir, ¿cuándo había
sido la última vez que él y Lucinda habían rechazado una invitación a cenar con
ellos? Le parecía que hacía apenas una semana, poco más o menos. ¿La memoria le
estaba fallando, o la había disciplinado tanto en la representación de los
hechos ingratos que había deteriorado su propio sentido de la verdad? Ahora,
oyó a lo lejos el ruido de un encuentro de tenis. El hecho lo reanimó, disipó
sus aprensiones y pudo mirar con indiferencia el cielo nublado y el aire frío.
Era el día que Neddy Merrill atravesaba nadando el condado. ¡El mismo día!
Atacó ahora el trecho más difícil.
Si ese día uno hubiera salido a pasear
para gozar de la tarde dominical quizá lo hubiera visto, casi desnudo, de pie
al borde la Ruta 424, esperando la oportunidad de cruzar. Quizá uno se
preguntaría si era la víctima de una broma pesada, si su automóvil había
sufrido su desperfecto o si se trataba sencillamente de un loco. De pie,
descalzo, sobre los montículos al costado de la autopista –latas de cerveza,
trapos viejos y cámaras reventadas– expuesto a todas las burlas, ofrecía un
espectáculo lamentable. Al comenzar, sabía que ese trecho era parte de su
trayecto –había estado en sus mapas–, pero al enfrentarse a las hileras del
tránsito que serpeaban a través de la luz estival, descubrió que no estaba
preparado. Provocó risas y burlas, le arrojaron un envase de cerveza, y no
podía afrontar la situación con dignidad ni humor. Hubiera podido regresar,
volver a casa de los Westerhazy, donde Lucinda sin duda continuaba sentada al
sol. No había firmado nada, jurado ni prometido nada, ni siquiera a sí mismo.
¿Por qué, creyendo, como era el caso, que todas las formas de obstinación
humana eran asequibles al sentido común, no podía regresar? ¿Por qué estaba
decidido a terminar su viaje aunque eso amenazara su propia vida? ¿En qué
momento esa travesura, esa broma, esa suerte de pirueta había cobrado gravedad?
No podía volver, ni siquiera podía recordar claramente el agua verdosa de los
Westerhazy, la sensación de inhalar los componentes del día, las voces
amistosas y descansadas que afirmaban que ellos habían bebido demasiado.
Después de más o menos una hora había recorrido una distancia que
imposibilitaba el regreso.
Un anciano que venía por la autopista a
veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar al medio de la calzada,
donde había un refugio cubierto de pasto. Allí se vio expuesto a las burlas del
tránsito que iba hacia el norte, pero después de diez o quince minutos pudo
cruzar. Desde allí, tenía un breve trecho hasta el Centro de Recreación, que
estaba a la salida del pueblo de Lancaster, donde había unas canchas de
balonmano y una piscina pública.
El efecto del agua en las voces, la
ilusión de brillo y expectativa era la misma que en la piscina de los Bunker,
pero aquí los sonidos eran más estridentes, más ásperos y más agudos, y apenas
entró en el recinto atestado tropezó con la reglamentación “TODOS LOS BAÑISTAS
DEBEN DARSE UNA DUCHA ANTES DE USAR LA PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN USAR
LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN”. Se dio una ducha, se lavó los pies en una solución
turbia y acre y se acercó al borde del agua. Hedía a cloro y le pareció un
fregadero. Un par de salvavidas apostados en un par de torrecillas tocaban
silbatos policiales, aparentemente con intervalos regulares, y agredían a los
bañistas por un sistema de altavoces. Neddy recordó añorante el agua color
zafiro de los Bunker, y pensó que podía contaminarse –perjudicar su propio
bienestar y su encanto– nadando en ese lodazal, pero recordó que era un
explorador, un peregrino, y que se trataba sencillamente de un recodo de aguas
estancadas del río Lucinda. Se zambulló, arrugando el rostro con desagrado, en
el agua clorada y tuvo que nadar con la cabeza sobre el agua para evitar
choques, pero aun así lo empujaron, lo salpicaron y zarandearon. Cuando llegó
al extremo menos profundo, ambos salvavidas estaban gritándole:
–¡Eh, usted, el que no tiene placa de
identificación, salga del agua!
Así lo hizo, pero no podían
perseguirlo, y atravesó el hedor de aceite bronceador y cloro, dejó atrás la
empalizada y fue a las pistas de balonmano. Después de cruzar el camino entró
en el sector arbolado de la propiedad de los Halloran. No se había desbrozado
el bosque, y el suelo fue traicionero y difícil hasta que llegó al jardín y el
seto de hayas recortadas que rodeaban la piscina.
Los Halloran eran amigos, y una pareja
anciana muy adinerada que parecía regodearse con la sospecha de que podían ser
comunistas. Eran entusiastas reformadores, pero no comunistas, y sin embargo
cuando se los acusaba de subversión, como a veces ocurría, el incidente parecía
complacerlos y excitarlos. El seto de hayas era amarillo, y nadie supuso que
estaba agostado, como el arce de los Levy. Dijo “Hola, hola”, para avisar a los
Halloran que se acercaba, para moderar su invasión de la intimidad del
matrimonio. Por razones que el propio Neddy nunca había llegado a entender, los
Halloran no usaban trajes de baño. A decir verdad, no eran necesarias las
explicaciones. Su desnudez era un detalle de la inflexible adhesión a la
reforma, y antes de pasar la abertura del seto Neddy se despojó cortésmente de
sus pantaloncitos.
La señora Halloran, una mujer robusta
de cabellos blancos y rostro sereno, estaba leyendo el Times. El señor
Halloran estaba extrayendo del agua hojas de haya con una barredera. No
parecieron sorprendidos ni desagradados de verlo. La piscina de los Halloran
era quizá la más antigua de la región, un rectángulo de lajas alimentado por un
arroyo. No tenía filtro ni bomba, y sus aguas mostraban el oro opaco del
arroyo.
–Estoy nadando a través del condado
–dijo Ned.
–Vaya, no sabía que era posible
–exclamó la señora Halloran.
–Bien, vengo de la casa de los
Westerhazy –afirmó Ned–. Unos seis kilómetros.
Dejó los pantaloncitos en el extremo
más hondo, caminó hacia el extremo contrario y nadó el largo de la piscina.
Cuando salía del agua oyó la voz de la señora Halloran que decía:
–Neddy, nos dolió muchísimo enterarnos
de sus desgracias.
–¿Mis desgracias? –preguntó Ned–. No sé
de qué habla.
–Bien, oímos decir que vendió la casa y
que sus pobres niñas…
–No recuerdo haber vendido la casa
–dijo Ned–, y las niñas están allí.
–Sí –suspiró la señora Halloran–. Sí…
–su voz impregnó el aire de una desagradable melancolía y Ned habló con
brusquedad:
–Gracias por permitirme nadar.
–Bien, que tenga un buen viaje –dijo la
señora Halloran.
Después del seto, se puso los
pantaloncitos y se los ajustó. Los sintió sueltos, y se preguntó si en el curso
de una tarde podía haber adelgazado. Tenía frío y estaba cansado, y los
Halloran desnudos y sus aguas oscuras lo habían deprimido. El esfuerzo era
excesivo para su resistencia, pero ¿cómo podía haberlo previsto cuando se
deslizaba por la baranda esa mañana y estaba sentado al sol, en casa de los
Westerhazy? Tenía los brazos inertes. Sentía las piernas como de goma y le
dolían las articulaciones. Lo peor era el frío en los huesos y la sensación de
que quizá nunca volviera a sentir calor. Alrededor, caían las hojas y Ned olió
en el viento el humo de leña. ¿Quién estaría quemando leña en esa época del
año?
Necesitaba una copa. El whisky podía
calentarlo, reanimarlo, permitirle salvar la última etapa de su trayecto,
renovar su idea de que atravesar nadando el condado era un acto original y
valiente. Los nadadores que atravesaban el canal bebían brandy. Necesitaba un
estimulante. Cruzó el prado que se extendía frente a la casa de los Halloran y
descendió por un estrecho sendero hasta el lugar en que habían levantado una
casa para su única hija, Helen, y su marido, Eric Sachs. La piscina de los
Sachs era pequeña, y allí encontró a Helen y su marido.
–Oh, Neddy –exclamó Helen–. ¿Almorzaste
en casa de mamá?
–En realidad, no –dijo Ned–. Pero en
efecto vi a tus padres –le pareció que la explicación bastaba–. Lamento
muchísimo interrumpirlos, pero tengo frío y pienso que podrían ofrecerme un
trago.
–Bien, me encantaría –dijo Helen–, pero
después de la operación de Eric no tenemos bebidas en casa. Desde hace tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria y quizá su
talento para disimular los hechos dolorosos lo inducía a olvidar que había
vendido la casa, que sus hijas estaban en dificultades y que su amigo había
sufrido una enfermedad? Su vista descendió del rostro al abdomen de Eric, donde
vio tres pálidas cicatrices de sutura, y dos tenían por lo menos treinta
centímetros de largo. El ombligo había desaparecido, y Neddy se preguntó qué
podía hacer a las tres de la madrugada la mano errabunda que ponía a prueba
nuestras cualidades amatorias, con un vientre sin ombligo, desprovisto de nexo
con el nacimiento. ¿Qué podía hacer con esa brecha en la sucesión?
–Estoy segura de que podrás beber algo
en casa de los Biswanger –dijo Helen–. Celebran una reunión enorme. Puedes
oírlos desde aquí. ¡Escucha!
Ella alzó la cabeza y desde el otro
lado del camino, atravesando los prados, los jardines, los bosques, los campos,
él volvió a oír el sonido luminoso de las voces reflejadas en el agua.
–Bien, me mojaré –dijo Ned, dominado
siempre por la idea de que no tenía modo de elegir su medio de viaje. Se
zambulló en el agua fría de la piscina de los Sachs y jadeante, casi
ahogándose, recorrió la piscina de un extremo al otro–. Lucinda y yo deseamos
muchísimo verlos –dijo por encima del hombro, la cara vuelta hacia la propiedad
de los Biswanger–. Lamentamos que haya pasado tanto tiempo y los llamaremos muy
pronto.
Cruzó algunos campos en dirección a los
Biswanger y los sonidos de la fiesta. Se sentirían honrados de ofrecerle una
copa, de buena gana le darían de beber. Los Biswanger invitaban a cenar a Ned y
Lucinda cuatro veces al año, con seis semanas de anticipación. Siempre se veían
desairados, y sin embargo continuaban enviando sus invitaciones, renuentes a
aceptar las realidades rígidas y antidemocráticas de su propia sociedad. Eran
la clase de gente que discutía el precio de las cosas en los cócteles,
intercambiaba datos acerca de los precios durante la cena, y después de cenar
contaba chistes verdes a un público de ambos sexos. No pertenecían al grupo de
Neddy, ni siquiera estaban incluidos en la lista que Lucinda utilizaba para
enviar tarjetas de Navidad. Se acercó a la piscina con sentimientos de
indiferencia, compasión y cierta incomodidad, pues parecía que estaba
oscureciendo y eran los días más largos del año. Cuando llegó, encontró una
fiesta ruidosa y con mucha gente. Grace Biswanger era el tipo de anfitriona que
invitaba al dueño de la óptica, al veterinario, al negociante de bienes raíces
y al dentista. Nadie estaba nadando, y la luz del crepúsculo reflejada en el
agua de la piscina tenía un destello invernal. Habían montado un bar, y Ned
caminó en esa dirección. Cuando Grace Biswanger lo vio se acercó a él, no
afectuosamente, como él tenía derecho a esperar, sino en actitud belicosa.
–Caramba, a esta fiesta viene todo el
mundo –dijo en voz alta–, hasta los colados.
Ella no podía perjudicarlo
socialmente…, eso era indudable, y él no se impresionó.
–En mi calidad de colado –preguntó
cortésmente–, ¿puedo pedir una copa?
–Como guste –dijo ella–. No parece que
preste mucha atención a las invitaciones.
Le volvió la espalda y se reunió con
varios invitados, y Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman le
sirvió, pero lo hizo bruscamente. El suyo era un mundo en que los camareros
representaban el termómetro social, y verse desairado por un barman que
trabajaba por horas significaba que había sufrido cierta pérdida de dignidad
social. O quizá el hombre era nuevo y no estaba informado. Entonces, oyó a sus
espaldas la voz de Grace, que decía:
–Se arruinaron de la noche a la mañana.
Tienen solamente lo que ganan… y él apareció borracho un domingo y nos pidió
que le prestásemos cinco mil dólares… –esa mujer siempre hablaba de dinero. Era
peor que comer guisantes con cuchillo. Se zambulló en la piscina, nadó de un
extremo al otro y se alejó.
La piscina siguiente de su lista, la
antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si lo habían
herido en la propiedad de los Biswanger, aquí podía curarse. El amor –en realidad,
el combate sexual– era el supremo elixir, el gran anestésico, la píldora de
vivo color que renovaría la primavera de su andar, la alegría de la vida en su
corazón. Habían tenido un affaire la semana pasada, el mes pasado, el
año pasado. No lo lograba recordar. Él había interrumpido la relación, pues era
quien tenía la ventaja, y pasó el portón en la pared que rodeaba la piscina sin
que su sentimiento fuese tan ponderado como la confianza en sí mismo. En cierto
modo parecía que era su propia piscina, pues el amante, y sobre todo el amante
ilícito, goza de las posesiones. La vio allí, los cabellos color de bronce,
pero su figura, al borde del agua luminosa y cerúlea, no evocó en él recuerdos
profundos. Pensó que había sido un asunto superficial, aunque ella había
llorado cuando lo dio por terminado. Parecía confundida de verlo, y Ned se
preguntó si aún estaba lastimada. ¿Quizá, Dios no lo permitiese, volvería a
llorar?
–¿Qué deseas? –preguntó.
–Estoy nadando a través del condado.
–Santo Dios. ¿Jamás crecerás?
–¿Qué pasa?
–Si viniste a buscar dinero –dijo–, no
te daré un centavo más.
–Podrías ofrecerme una bebida.
–Podría, pero no lo haré. No estoy
sola.
–Bien, ya me voy.
Se zambulló y nadó a lo largo de la
piscina, pero cuando trató de alzarse con los brazos sobre el reborde descubrió
que ni los brazos ni los hombros le respondían, así que chapoteó hasta la
escalerilla y trepó por ella. Mirando por encima del hombro vio, en el
vestuario iluminado, la figura de un joven. Cuando salió al prado oscuro olió
crisantemos y caléndulas –una tenaz fragancia otoñal– en el aire nocturno, un
olor intenso como de gas. Alzó la vista y vio que habían salido las estrellas,
pero ¿por qué le parecía estar viendo a Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se
había hecho de las constelaciones de mitad del verano? Se echó a llorar.
Probablemente era la primera vez que
lloraba siendo adulto y en todo caso la primera vez en su vida que se sentía
tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y desconcertado. No podía entender
la dureza del barman o la dureza de una amante que le había rogado de rodillas
y había regado de lágrimas sus pantalones. Había nadado demasiado, había estado
mucho tiempo en el agua, y ahora tenía irritadas la nariz y la garganta. Lo que
necesitaba era una bebida, un poco de compañía y ropas limpias y secas, y
aunque hubiera podido acortar camino directamente, a través de la calle, para
llegar a su casa, siguió en dirección a la piscina de los Gilmartin. Aquí, por
primera vez en su vida, no se zambulló y descendió los peldaños hasta el agua
helada y nadó con una brazada irregular que quizá había aprendido cuando era
niño. Se tamboleó de fatiga de camino hacia la propiedad de los Clyde, y
chapoteó de un extremo al otro de la piscina, deteniéndose de tanto en tanto a
descansar con la mano aferrada al borde. Había cumplido su propósito, había
recorrido a nado el condado, pero estaba tan aturdido por el agotamiento que no
veía claro su propio triunfo. Encorvado, aferrándose a los pilares del portón
en busca de apoyo, subió por el sendero de su propia casa.
El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Las niñas habían ido a buscarla, o estaban en otro lugar? ¿O habían convenido, como solían hacer el domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.
John Cheever (1912-1982, EE.UU.) es uno de los mejores cuentistas norteamericanos del siglo pasado. Conocidos son sus problemas con la bebida, y su oculto homosexualismo en vida familiar y con hijos. Entre sus cuentos más destacados encontramos "La radio monstruosa", "La geometría del amor", "El nadador" o "Oh, ciudad de sueños rotos". El volumen que reunió sus cuentos publicados en diversos medios, The Stories of John Cheever, le mereció el premio Pulitzer en 1978. También novelista, entre sus obras destacadas encontramos: la serie de novelas sobre la familia Wapshot (comenzada en 1957), Bullet Park (1969) y Falconer (1977). También recomendada es la lectura de sus diarios, Journals (1991).
No hay comentarios:
Publicar un comentario