Parezco todo un sabio
—de larguísima barba—
cuando
alguna tarde suelo
—por ver y por saber o por capricho—
examinar a fondo el heliotropo,
y cojo la flor y la levanto
como a una mariposa
entre el pulgar y el índice.
A contraluz, atento, la contemplo,
desde abajo la miro,
y ya un pequeño vaivén, un soplo de aire,
me echa sobre la cara
algún pétalo suelto
o el polvillo dorado
de su escondida luna.
La llevo hasta mi mesa
y sobre un libro abierto
la deposito;
allí, mi mínima víctima,
se me queda dispuesta y silenciosa:
cabellera cortada,
puñado de perfume.
Fruncido el entrecejo,
amurallado entre gruesos tratados,
vidrios de aumentos, lupas,
estudio a mi prisionera;
pero ella, como única defensa
—oh, poder de la gracia—,
perfumándome los ojos
me invalida.
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