Me acuerdo que la población que quedaba al lado de la mía tenía
un número, se llamaba los 600. Después supe que no tenía 600 casas, ni mucho
menos. Eran extrañas estas casas, o al menos el contraste con las nuestras, que
eran de dos pisos, pareadas, con forma de caja de fósforo. Las vecinas, en
cambio, eran tipo le corbusier, de blanco enteras, de un piso y muy amplias. Era
cosa de cruzar la calle y cambiar de estilo.
Nunca me aventuré mucho en esa población. Un amigo mío vivía en ella, pero en una casa cercana a la mía. Jugábamos Nintendo 64.
Nunca me aventuré mucho en esa población. Un amigo mío vivía en ella, pero en una casa cercana a la mía. Jugábamos Nintendo 64.
600, 64, mi apellido es 10. Hay algo raro en mi relación con
los números. Pero bueno, eso es otra cosa.
Me acuerdo que con mis primas íbamos por ahí andando en bici,
cantando canciones obscenas y que no pasábamos de una cuadra, lo que venía
después era un completo misterio.
Fue un día, ya mayor, viviendo en Santiago, que soñé con esa población, esa villa digámosle mejor, la mía era una pobla, entre comillas, pues las casas en Chuquicamata –con la excepción, quizás, de la población Los hundidos (qué nombre)― eran medianamente de buena hechura, patrimonio dejado allí por los gringos que fundaron ese pueblo.
Fue un día, ya mayor, viviendo en Santiago, que soñé con esa población, esa villa digámosle mejor, la mía era una pobla, entre comillas, pues las casas en Chuquicamata –con la excepción, quizás, de la población Los hundidos (qué nombre)― eran medianamente de buena hechura, patrimonio dejado allí por los gringos que fundaron ese pueblo.
En el sueño me adentraba con unos amigos más allá de los límites conocidos y allí encontraba un desierto pero no de arena, sino de restos industriales, cáscaras de camiones, motores a la intemperie, cables como serpientes, restos limpios de máquinas, y más allá aún encontraba una micro abandonada, era verde con cortinas azules, acondicionada para vivir.
¿Quién vivía allí? no había nadie. Supuse que su morador había salido y que volvería dentro de poco, pero eso en el sueño era lo de menos. Algo me provocaba terror, quizás el puro hecho de ir más allá de lo conocido.
Conocido en mi infancia, precisaría. Con el norte (el norte es el desierto, para quienes viven en Chile) tengo una relación rarísima, basada ante todo en la imagen del padre.
Creo haber compuesto un poema, hace algunos meses, que resumiría un poco mi evocación de aquellos años.
per saécula saeculorum
por los siglos de los
siglos
mi padre me dijo
eso dura siglos y
siglos
eso qué, le pregunté
por encima nuestro
volaban pelícanos
un techo de malla
azul a rayas blancas
una alfombra de arena
y una lamparilla
que es el sol
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