Los
hijos de los inmigrantes japoneses escuchamos en nuestra infancia que algún día
toda la familia iría a Japón. Era un sueño poco convincente, aun para nuestros
padres. El sueño se fue diluyendo y la cultura del entorno nos fue dando a
nosotros, sus hijos, una identidad que terminaría siendo irrenunciable. Hoy
somos un nuevo grupo de mestizos que forma parte insoslayable del complejo
tejido social del Perú.
Mi
padre llegó en 1916. Era un hombre alto y magro. Nunca pude imaginarlo
trabajando como agricultor en los latifundios azucareros de la costa peruana,
adonde empezaron a llegar los inmigrantes desde 1899. Siempre estaba sosegado.
Parecía que todos sus actos tenían un impecable anclaje interior. Esa
contención natural fue el aspecto que más le aprecié, el que más me
impresionaba. Mis hermanos y yo terminamos por controlar nuestras expansiones
ante él. Nunca nos lo pidió, pero de alguna manera supimos que siempre esperaba
de nosotros un comportamiento más discreto, más recogido de maneras. No es que
hayamos reprimido nuestros modos expresivos, sino que aprendimos a no hacer
inútiles aspavientos. Su actitud serena parecía decirnos que hay un orden
natural que no requiere comentarios agregados e innecesarios a nuestros actos.
Pecho adentro pueden estar las tragedias, las intensidades, los abismos, pero
éstos no deben expresarse con largos ademanes.
Hay
ocasiones en que le atribuyo a mi padre algunas de mis reacciones, pero creo
que su actitud modifica especialmente mi conducta en circunstancias críticas.
Ante la adversidad extrema, me viene a veces una pulsión recóndita que me
señala una responsabilidad: sé como tu padre.
En
1986, en un hospital de Alemania, después de escuchar un diagnóstico terrible,
sentí la infinita tentación de descomponerme, de gritar mi angustia e
impotencia. Vino entonces a mí un íntimo reproche y me sentí "la única
impureza en ese cuarto aséptico". Años después, sobreviviente ya, convertí
esa frase en un verso y la continué con otras líneas:
Mas no patetices. Eres
hijo de. No dramatices.
El japonés
se acabó "picado
por el cáncer más bravo que las águilas",
sin dinero para
morfina, pero con qué elegancia, escuchando
con qué elegancia
las notas mesuradas
primero y luego como mil precipitándose
del kotó
de La Hora Radial de la
Colonia Japonesa.
Esta
conducta de imperturbable serenidad ante una situación límite compuso desde muy
antiguo el modo de ser de nuestros padres. Ellos crecieron escuchando historias
de samurais que luego nos repitieron. Las enseñanzas implícitas en los
argumentos abundaban en la dignidad ante las situaciones límites y,
particularmente, ante la muerte. Abrevio aquí una de esas historias que mi
padre contaba: dos samurais antiguos habían acordado combatir juntos para
defenderse mutuamente las espaldas. En una batalla, uno de ellos fue flechado
en un ojo por los arqueros del bando contrario. El herido se dejó caer cerca de
un árbol mientras su compañero dejaba la espada para auxiliarlo. Se dispuso a
poner su zapatilla en el lado sano del rostro de su amigo para fijarlo y tirar
de la flecha. El herido lo detuvo con un gesto y le susurró: "Nadie, ni
tú, mi honorable amigo, puede poner su zapatilla en mi cara". Enseguida le
indicó que lo ayudara a recostarse en el árbol para esperar, con majestad, la
muerte.
Buscar
una muerte digna y no dejar el cadáver en una posición vergonzosa es parte del
espíritu del Bushido, aquel conjunto de normas éticas con que los samurais
gobernaron durante siete siglos el Japón. Con el tiempo, las normas también
pasaron a determinar la conducta de la sociedad civil. El Bushido nunca fue
escrito pero estaba en el espíritu de todos los japoneses y se transmitía de
modo consuetudinario.
Sospecho
que la influencia de mi padre también está en la contención de lenguaje que me
place practicar. Sé que es imposible explicar convincentemente por qué un poeta
escribe como escribe, pero estoy convencido de que el fraseo poético nace de
nuestro modo de ser, no de los estilos literarios. Podemos abrirnos a todos los
ideales de poesía, pero se decanta en nosotros el que coincide con nuestra
personalidad y se procesa con nuestra biografía. Percepciones poéticas y
lenguaje acaso sean anteriores a nuestro primer y ya lejano poema.
Chikamatsu,
el gran dramaturgo de bunraku, a comienzos del siglo XVIII dijo: "Cantar
los versos con la voz preñada de lágrimas, no es mi estilo. Considero que el
pathos es enteramente una cuestión de refrenamiento. Cuando todas las partes de
un drama están controladas por el refrenamiento, el efecto es más
conmovedor".
Creo
que mi padre nunca conoció a Chikamatsu, pero lo imagino haciéndole una suave
venia de aceptación, especialmente cuando ejercía uno de sus varios oficios, el
de restaurador de vírgenes y santos caseros, aquellas estatuillas que la gente
velaba en las repisas de sus salas o dormitorios. Antes de ser arrastrado por
la aventura hasta el Perú, mi padre había sido un joven estudiante en una
escuela de arte de Okayama. Era budista, pero ponía el más devoto empeño en
resanar las imágenes católicas. Nunca tuvo reclamos, excepto con los Cristos.
Su fe sosegada y sin dramatismos lo llevaba a pintarle a los Crucificados sólo
una herida discreta en el costado. Entonces sus clientes le exigían las huellas
de la pasión, la sangre estridente de la tragedia.
Mi
padre era lector de haikus, que no están lejos de la poética de Chikamatsu. En
medio de los pollos y patos del corral de mi casa, me traducía, entre grandes
pausas reflexivas, esos breves poemas que entonces yo no entendía claramente.
Ese fue el primer lenguaje poético que conocí. El haiku es un ejercicio de
pudor frente al propio descubrimiento de la belleza. El poeta Shoogui dijo:
Lirios del valle
pensad que se halla de
viaje
el que os mira.
Shoogui
no quería que los lirios se percataran de su presencia porque, al estar allí,
se sometía al riesgo de tener que escribir el poema. Teóricamente, el haijin, o
escritor de haikus, preferiría no tener que escribir su hallazgo poético.
Desearía que todos los hombres estén junto a él y que todos, unánimemente,
tengan la misma instantánea percepción. Pero está solo. Entonces, sin
afectaciones y del modo más notarial posible, intenta provocar o reproducir en
el lector la experiencia que a él le fue revelada.
Cuando
hablo de la actitud de refrenamiento de mi padre, siento que no le hago
justicia a mi madre. Ella era peruana, hija de braceros de un enclave
azucarero. Los japoneses venían sin pareja y cuando deseaban constituir una
familia recurrían al matrimonio por poder. Previamente, los retratos de los
varones en Perú y de las casaderas en Japón, embellecidos por los retoques
fotográficos, cruzaban el océano en busca de una concertación conyugal. Mi
padre fue uno de los pocos que no siguió esa tendencia endogámica de
"importar" una esposa.
Mi
madre había heredado de sus orígenes andinos la impronta de templanza que lucía
en todas sus actitudes. Pero su contención tenía un matiz de dureza o de aire
áspero. Yo admiraba sus frases. Eran bellas. Estaban relacionadas con cosas
cotidianas que de pronto alcanzaban la densidad de lecciones morales a veces
despiadadas. Muchas de sus frases, pronunciadas como sorpresivos azuzamientos o
estímulos para remontar nuestras debilidades, han terminado imponiéndose en mis
poemas. Nunca terminaré de agradecerle a mi madre su ayuda para sobrevivir con
dignidad: "la olla de barro se hace más dura en el fuego",
sentenciaba desde su altura de jueza o matrona.
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