La poesía norteamericana no puede antologarse, toda vez que “norteamericano”, en tanto adjetivo, casi siempre carece de sentido. Se refiere, cuando mucho, a un lugar de origen circunscrito por fronteras que son, como muchas otras, accidentes de la historia o de la geografía. Pero cualquier delineación de un carácter nacional, un arte o una sensibilidad debe enfrentarse de inmediato a la pregunta: “¿La Norteamérica de quién?”. Lo norteamericano, ¿se refiere a los indios algonquinos o a los sioux de la Lakota que han vivido ahí hace milenios, a los noro-europeos blancos que llegaron hace casi cuatrocientos años, a los esclavos africanos, a los fugitivos de las hambrunas irlandesas, o del zar o de Lenin, a los vietnamitas o a los haitianos recién llegados? En cualquier registro, una vez sometido a escrutinio, el término “América” se derrumba: lo “americano”, a fin de cuentas, no expresa un lugar, sino un desplazamiento. Es la segunda mitad de un patronímico compuesto (afroamericano, méxico-americano), de un lugar al que también llegaron otros pueblos. Una suma que es menor al total de sus partes, una cultura amorfa compuesta por mil culturas que, muy frecuentemente, son ignorantes unas de las otras.
Sus artefactos típicos siempre son medio originarios de otra parte: las hamburguesas, que vienen de la ciudad alemana que las inventó; o la mezclilla, los blue jeans, que antes se llamaban denims (porque venían de Nimes), o dungarees, que es palabra hindú; o Hollywood, cuyos fundadores, productores y mejores directores eran europeos. Incluso la pregunta “¿En qué idioma está escrita la literatura norteamericana?” carece de respuesta: téngase en cuenta, por ejemplo, que los tres más recientes ganadores del Premio Nobel de Literatura que eran ciudadanos norteamericanos escribían en yidis, inglés y polaco.
La poesía norteamericana escapa también de toda categorización. Nunca ha tenido un centro y ha tenido pocos movimientos o grupos organizados como los de Europa o América Latina. Ha sido producida, en buena medida, en el aislamiento, y frecuentemente por poetas que no se conocen entre sí. Si ciertos poetas o estilos han predominado en algunas épocas, ha sido por regla general a costa de lo que, más tarde, se considera lo más representativo del periodo. (De los doce poetas ya muertos en este libro, siete murieron con la mayor parte de su obra inédita o fuera de catálogo: en los Estados Unidos, la primera condición de la inmortalidad es la muerte.)
La poesía, con algunas notables excepciones, continúa siendo una actividad clandestina. Pocos poetas han sido considerados contribuyentes activos de la vida intelectual del país; pocos, durante su vida, llegan a ser conocidos, incluso entre personas que leen. A pocos se les ha entrevistado o se les ha publicado algo más que unas reseñas en los periódicos. A diferencia de otros muchos países, los Estados Unidos no consideran parte de su orgullo nacional a sus poetas: la idea de un poeta-embajador, un Paul Valéry, un Neruda, un Giorgos Seferis o un Paz, es inimaginable; rara vez una calle lleva el nombre de un poeta. “No hay lugar para un poeta en la sociedad norteamericana”, escribió Kenneth Rexroth. “Lugar de ningún tipo para poeta de ningún tipo.” Y sin embargo, es precisamente el aislamiento y el desdén lo que ha colaborado a la creación de la extraordinaria diversidad de la poesía norteamericana de este siglo. En una literatura que ha sido tan poco codificada o canonizada, cada poema —como un nuevo inmigrante en las planicies del medio oeste o en los barrios bajos de las ciudades— debe inventar su ser y persistir en una labor poco determinada por la opinión ajena.
Los simples números derrotan cualquier intento por caracterizar lo que ha sucedido y está sucediendo en la poesía norteamericana a partir de 1950. En los años treinta, de acuerdo con una bibliografía, había menos de doscientos poetas norteamericanos que habían publicado libros: a un ritmo de dos o tres poetas mensuales, podía leerse toda su obra. Hoy, el Directorio de poetas norteamericanos, bastante más amplio, registra a cuatro mil seiscientos setenta y dos poetas publicados. Leer un solo libro de cada uno, a un ritmo de uno diario, nos llevaría trece años durante los cuales, desde luego, brotarían miles más. Lo que alguna vez fue una atomización de individuos aislados, pero tradicionalmente al tanto unos de otros, ha devenido una balcanización: valles enteros de poetas definidos no solo en términos estéticos, sino por su grupo étnico, su preferencia sexual o su ubicación geográfica, que trabajan en condiciones de mutua ignorancia u hostilidad.
Cualquier antología de poesía norteamericana —en especial una tan pequeña como ésta— no puede, pues, ser una muestra objetiva o democrática de la variedad de obras que se estén escribiendo en ese país en este momento. No puede ser sino una selección, determinada por el número de páginas, de algunos poetas y poemas que el antologador, en términos personales, admira. Las antologías suelen juzgarse por sus omisiones; cuando se han seleccionado treinta de entre varios miles, es predecible que cada lector encuentre, inevitablemente, conspicuas ausencias que, a su vez, constituyen otra antología personal, publicada o no. Existen, en suma, tantas antologías de poesía norteamericana como lectores. Cualquier aspiración a la “representatividad” o, lo que es peor, a la “definitividad” —y existen las que reclaman esta categoría— puede entenderse solo como un profundo signo de ignorancia. Quien se pasa la vida leyéndola, sabe que lo que sabe de poesía norteamericana es muy poco.
No obstante, esta selección tiene coherencia, creo, para los que tienen cierta familiaridad con el terreno y es adecuada para los que aspiran a ingresar a él. Se interesa, básicamente, en seguir ciertas posiciones del avant-garde (expresión que, como “americano”, rechaza un excesivo escrutinio). Abre con las composiciones finales de los grandes modernistas (Ezra Pound, William Carlos Williams y H.D.), continúa con cuatro generaciones de escritores que suelen considerarse, por lo menos en parte, sus herederos —si bien cualquier definición de escritores y obras tan variadas como éstos debe calificarse de inmediato a fuerza de excepciones. Esta colección no es de ninguna manera el trazo de un grupo, pero la mayor parte de los treinta poetas aquí reunidos, como será fácil imaginarlo, respetan, o hubieran respetado, a los otros. Eso, así de sencillo, es el máximo grado de cohesión al que puede aspirar la poesía norteamericana.
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