Imaginó
que somos fragmentos de un Dios, que en el principio de los tiempos se
destruyó, ávido de no ser. La historia universal es la oscura agonía de esos
fragmentos
Jorge Luis Borges
No
existiría Cioran sin Dios,
No
existiría Nietzsche sin Dios,
no
existiría Mainländer sin Dios.
Sin
Dios no hay nada.
Todo
surge de Dios.
Sea
tangible o mentira, sea una blasfemia a la vida
o
una bendición. Todo
surge
de Dios. De la neurosis universal,
diríamos
en Freud.
Queridísimos fieles, laméntense,
nada
existe sin Dios; prueben a deshacerse de él, incluso no creyéndole:
una
paranoia terrible os atacará.
Pero,
hay una palabra clave en aquel aforismo borgeano
y
esa es: imaginar. El imaginar
de
Castoriadis, el imaginar
de
Breton, el de los Situacionistas.
Mainländer
imaginó a un Dios suicida, que antes de hacer
aparecer
lo que de hecho vive, murió;
y
en la medida de su agonía se extienden las fronteras del universo.
Los
límites del universo no son sino los aullidos del divino moribundo,
el
movimiento con que la muerte devora
la
vida, y con el que, así mismo, la vida
se
devora a la muerte. Muerte de vida,
muerte
viva, eros y thánatos perpetuo; el fuego circulando
por
las redes de Moebius,
un
Moebius imaginado por otro Moebius.
Es 31 de marzo de 1876. El filósofo
alemán
Philipp
Batz contempla no sin admiración
la
portada del primer ejemplar de su primera obra.
Acaricia
el lomo plomizo de género, escucha cantar a un canario.
Tiene
34 años. Camina con la displicencia que lo caracteriza
por
el empedrado que lo conduce a su casa. De una mano
le
cuelga un abultado maletín con varios ejemplares de su libro.
Toma
asiento en el comedor, enciende su pipa con el mismo tabaco
[renegrecido
de la pasada noche.
Expulsa
unas volutas amplias y grises como sus libros.
Acerca
algunas hojas dispersas sobre la mesa y revisa sus apuntes.
Odia
su caligrafía que ha ido tomando, con el tiempo,
los
contornos y ondulaciones de la caligrafía árabe.
Entra
a su estudio en penumbras y escudriña a tientas
en
un cajón. Da con un cuaderno de su adolescencia,
la
letra es timbrada, negra y locuaz. Siente una ridícula nostalgia.
En
un gesto, que aparenta revisar de reojo,
pasa
velozmente las páginas y se detiene en una al azar.
Lee
lo siguiente:
febrero de 1860.
Entré en una librería y le eché un vistazo a los libros frescos llegados de
Leipzig. Ahí encontré El Mundo como Voluntad
y Representación de un tal Schopenhauer, pero ¿Quién era Schopenhauer? El
nombre nunca lo había oído hasta entonces. Hojeo la obra, leo sobre la negación
de la voluntad de vivir y me encuentro con numerosas citas conocidas en un
texto que me hace preso de sueños.[1]
Luego de una panorámica
absorta a su casa, cierra el cuaderno.
A eso de las 7 toma un baño, se prepara
comida
y
se la lleva a su habitación, junto con un libro de Kierkegaard.
Lee
a la luz de una bujía.
Cerca de la media noche, se levanta, va
a la cocina
a
buscar su maletín. Apila los libros como una torre irregular
a
un costado de su camarote. Coge un lazo que cuelga del techo
y
se lo ata al cuello.
De
la cama se encarama a la pila de libros
y,
sin preámbulos, los deja derrumbarse
Extraído de "El Mal Lector" de Sebastian Diecz