domingo, 30 de agosto de 2015

TEMPLE DRAKE SANGRA EN LA 20TH CENTURY FOX [Fragmento de "El Mal Lector"]








En este oscuro cine
destilamos el whisky
y el dolor
transformamos en ojos

                                                                    Leopoldo María Panero


El trabajo de cámara me parece bastante malo, como aquellas películas inglesas del 30, de las que ahora vemos tantas por televisión. La escenografía es tan pobre que uno siente que sería mejor que no hubiera ninguna, y que se actuara contra un fondo neutro. Pero lo peor para mí es que los actores, en lugar de interpretar la historia y darle vida, parecen interponerse entre ella y el público.

Raymond Chandler






Faulkner camina en dirección a los umbrales dorados de la 20th Century Fox. Creemos, a simple vista, que estamos entrando en el Paraíso: al fondo se notan algunas colinas verdísimas y brillantes, pájaros albos con plumas metálicas, y, en un orden casi octaédrico, unas especies de hangares, guardando a su modo, cada uno, un secreto. A William, que habiendo visto en su tierna infancia cómo un oso devoraba a un hombre trozo a trozo, miembro por miembro, estos acontecimientos surreales no le producen demasiada pasión (aunque, es indiscutible que se morirá, según lo señala su biografía en la reseña de la Paris Review, de un ataque cardiaco. Un hombre acorazonado. En esa conmovedora entrevista sentencia, con un nudo en la garganta, que el novelista no sería más que un cuentista fracasado, que a su vez, se trataría sino de un poeta fracasado[1]) Cruza la barrera bicolor, un guardia le hace un gesto con su sombrero, una bienvenida angelical. Por el pavimento, que se parece más al mármol que al macadam, desplaza su anatomía, cojeando artificialmente del lado izquierdo, cargando en su brazo derecho un maletín de cuero suave; y masticando algo que, viniendo de un hombre del Delta, sería lógico pensar en tabaco, pero que en realidad es chicle sabor frambuesa. Golpea la puerta de vidrio de un remolque plateado, abombado, con la forma de un cohete espacial obeso y primitivo. Por la apariencia de su mosquitera y las persianas de la ventanilla de la puerta, podría tratarse perfectamente de la consulta de un veterinario como de un detective privado. Golpea nuevamente, mira sus zapatos, da un vistazo a sus espaldas; reconoce en la lejanía a una mujer disfrazada de reina árabe, y más allá aún logra divisar, entre selvas de utilería y semáforos, un globo aerostático con una niña campesina con rizos bermellones dentro[2]. Y luego cuando vuelve al frente, escucha por fin unos pasos, pesados, y un mover de perillas: movimientos concretos. Se abre la puerta y entonces lo ve: abre los ojos con un horror disimulado, intenta enfocarlo mejor, el sol le ilumina el rostro hasta vérsele más allá de las pupilas. William las reconoce como suyas, como si esos ojos, en verdad sus ojos, se hubiesen escapado a aquellas ajenas cavidades oculares, de un salto, como renacuajos miserables.  

  



Y se imagina, en un lapso vertiginoso, que su cara carece de ojos, que en el lugar en el que estaban se ve solamente un hueco de nervio y sangre, así como una caverna, o un santuario, y en los que —y esto lo encandila— se hallan unas vírgenes de mármol mirando al cielo, evidentemente erotizadas por dios. El rostro del otro es muy similar al suyo: los bigotillos, las sienes encanecidas, las facciones ligeramente alargadas, tanto hacia abajo: los mentones y la mandíbula; como horizontalmente: los ojos, la boca diminuta. Él tampoco dice mucho, pero luego de un silencio prudente, algún imperativo social los obliga a presentarse, William le alcanza su mano, sin poder verbalizar nada, y el otro le dice: Samuel Hammett, encantado.  William le devuelve una sonrisa demasiado fingida, y acepta la invitación que el señor Hammett le hace con la mano para que entre. La oficina, a pesar de la estrechez del espacio, se nota bastante amplia. Su implementación, monacal por donde se lo mire, consta de tres sillas, una para él, y otras dos para sus visitas, al otro lado del largo mesón de madera, enfrentadas entre sí, y de costado a la suya; como en los despachos turcos. Detallitos: un florerito en el alfeizar de la única ventanilla, un rinconcito con una cocinilla, un pequeño mesón repleto de tazas sucias y restos de tabaco; botellas de bourbon con densos conchos; periódico utilizado tanto como mantel o como servilleta. En el despacho mismo, en cambio, no hay periódicos, sino, por supuesto, papeles: papeles, papeles y más papeles, arrugados, arrimados en torres irregulares, amarrados con cordelillos; y de todo tipo: escritos a máquina, escritos a mano, y escritos a máquina y corregidos a mano, con una infinidad de anotaciones microscópicas en forma de recuadros perfectamente regulares en los costados, entre los párrafos, en los dorsos, en los bordes. La mayoría, vistos así nada más, parecen largos poemas, de versículos desiguales, y a momentos bloques grotescos de prosa.


                                                                                                                                                 [3]
      
Faulkner toma asiento y por fin abre la boca:
            —   Así que es usted escritor…
—A momentos, sí. Todo lo que ve usted desperdigado por mi oficina es, básicamente, basura. Como sabrá, rara vez un guión cinematográfico se lee. No pasa de ser un mapa, un procedimiento a seguir que al llegar a su cometido es desechado —termina, filosófico.
Faulkner retorna a su silencio. Con las manos entrelazadas, y sobre la mesa, Hammett lo escruta. La verdad es que, desde el primer momento que lo vio, no esperó nada de él. Y ahora, con esa expresión ausente, pero no menos altiva, aún cree lo mismo. Sin embargo, el señor Hammett, como buen escritor y como buen investigador, nunca se queda con primeras impresiones, y le pregunta de vuelta:
—¿Es usted escritor? —sin quitarle los ojos de encima.
William en vez de contestar, abre su maletín con extraña ansiedad, busca en su interior un atado de papeles amarillentos, como empapados de whisky o cubiertos de polvo. Los deposita en la mesa y vuelve a su lánguida actitud.
Hammett pasea sus pupilas entre aquel bulto como de tierra, y los ojillos opacos de Faulkner, y comienza por un personal impulso a morderse el dedo meñique.
—No sé si se lo han dicho —le dice a la vez que coge el atado de papeles— pero es usted bastante silencioso; en exceso me parece.
Obviando la observación de su interlocutor, William, con tono robótico, expone:
—Es una historia en clave hardboiled: traficantes de whisky, trata de blancas, pederastas y una adolescente desvirgada sangrando por la vagina en el automóvil de su raptor estacionado en una oxidada gasolinera del Sur.
—¿Y el muerto? —le pregunta el señor Hammett como un cuestionario.
—No, no hay muerto —responde titubeando.
Hammett comienza a moverse inquieto en su silla, y a golpear con un zapato el piso. Abre un cajón del escritorio. Típico —piensa Faulkner— va a sacar un revolver y me va a pegar un tiro entre ceja y ceja; y se sonríe: pues ahora sí que hay muerto, le diría mientras el humo y el olor a pólvora brotara de la boca de su Colt.
Lo que realmente ocurre, en cambio, es que le ofrece un puro que saca de una cajita de ébano. Faulkner se asoma un poco sobre la mesa, y elige uno demorándose inútilmente, pues todos son iguales.
Le arranca, como un bárbaro, la punta con las muelas, y la escupe en el piso. Hammett mira todo su proceder con la distancia de un científico. Cuando lo hubo encendido, y ya emanando amplias volutas de humo, Hammett decide utilizar el cortador y le saca la punta al suyo y lo bota en un pequeño basurero debajo de la mesa. Sin darle oportunidad a Faulkner a que le ofreciera fósforos, busca en otro cajón y saca una pistola.
Faulkner no tiene tiempo ni de relacionar ideas. Hammett aprieta el gatillo en su dirección. Y psh! una llamita enciende la coronilla de su habano. Se echa hacia atrás y lo queda mirando con satisfacción. Toda esa tontería llevada a cabo en completo silencio le había parecido casi cómica, absurda, beckettiana. Odia a Beckett por lo mismo.
William por su parte, más distendido, con el cuerpo aun recto, pero con las piernas cruzadas, le pregunta:
—¿Es usted católico?
—Lo más probable es que lo sea —le contesta en seco.
—Mire —le dice acomodándose y juntando sus manos sobre sus rodillas— en el Delta siendo blanco o negro o amarillo, uno hace su trabajo, y lo hace bien, y recibe a cambio lo que Dios quiera. Es algo bastante decepcionante, pues no tienes ni derecho a elegir lo que quieres; sin embargo, esto no me ha impedido seguir creyendo. Curiosamente Dios conoce tus deseos, por ende casi siempre da en el clavo. El clavo… no sé si me entiende. El hijo en la cruz, el sacrificio, etc. Pero, quería saber antes que cualquier otra cosa, si… ¿esto me dará de comer?
—¿Se refiere a escribir guiones? —habla con el puro en la boca.
—Naturalmente
Un silencio como el que nos ofrece el cinematógrafo cuando se detiene, cuando se ha acabado la película, queda entre ambos, así fuera un abismo y los sollozos del viento, levitando.
El señor Hammett se aclara la garganta.
—Si no le molesta vivir como un cerdo, no creo que le moleste vivir como un perro —sentencia.
Faulkner no termina de comprender la analogía. ¿Los cerdos son al campo como los perros a la ciudad? O ¿Le está diciendo cerdo? No lo cree, a pesar de ese aire inmisericordioso, había en aquel hombre comprensión y paz. Por otra parte, los perros al menos en Mississippi no estaban nada de mal: representaban para él la nobleza. Pero los que alcanzó a ver en sus caminatas por Los Ángeles le resultaron ser un penoso bodrio. Imbuido aún en esta meditación, el señor Hammett lo interrumpe:
—¿Desde cuándo que escribe usted? Disculpe, ¿cuál es su nombre? No me lo dijo al entrar.
—Faulkner. William Faulkner —contesta con pompa.
—Bueno, señor Faulkner —dice dándole el paso a que respondiera a su primera pregunta.
Éste mira el techo haciendo memoria, aspira largamente, y suelta el humo como el chorro de una ballena.
—No lo recuerdo. Siempre tuve conciencia de las palabras. Armaba frases en mi cabeza. En realidad canciones, que me cantaba en silencio. No quiero saber en realidad cuándo comencé a escribir, me parece intrascendente. Lo que sí recuerdo perfectamente es cuando aprendí a leer. Ese fue mi verdadero hito. Lo recuerdo nítido…era un recetario de mi difunta madre, descolorido y enclenque por el uso. De ese libro salió toda mi infancia, que aún recuerdo apenas cuando vuelvo a comer esas preparaciones…
—Necesito que me hable de su escritura, señor Faulkner —lo detiene en seco, y algo grave, al parecer ya lo tiene cabreado— debo tener alguna idea de aquello para redactar mi informe y ver si es usted capaz o no de redactar guiones legibles.
—Está bien, está bien —y sin rencor agrega— no sé si le sirve saber que escribo como hablo.
—En ese caso usted escribiría bastante poco, por lo que veo. No es lo que se diría un conversador —observa sardónico.
—Además de esta novela, tengo ya cinco prácticamente acabadas, y un montón de relatos cortos —le responde defendiéndose.
—No se lo tome a mal señor Faulkner. Véalo como un trabajo más, y esto, una entrevista de trabajo. Sólo relájese y hábleme de sus hábitos. ¿Qué hora le acomoda más para escribir?
—Desde que el sol se pone hasta que vuelve a salir.
—¿Es usted noctámbulo?
—Para mí es natural. No puedo escribir de día. El día es para el cuerpo y el corazón. La noche para la mente y las pasiones.
—¿Eso se lo decía su difunta madre cuando pequeñito?
—Deje de joderme —responde frunciendo el ceño.
—Uou, uou, uou— el señor Hammett pega un golpe en la mesa— Nos estamos conociendo mejor, señor Faulkner. Eso me gusta, que halla comercio entre nosotros, ¿me comprende? ¿Desea whisky, señor Faulkner?
—Muy bien— dice deseoso, su afición por el whisky puede hasta con sus más fervorosos enojos.
El señor Hammett se levanta de su asiento y se dirige hasta la cocinilla. Faulkner prosigue con la mirada fija en el sitio donde estaba su interlocutor, como si éste no hubiese salido de su plano. Medita. El cuello le duele, no comprende cómo puede permitir que sus visitas le estén mirando siempre de costado, hasta agarrar quizás un calambre o un desgarro. Los despachos turcos son una grosería. Ponen las sillas de ese modo para que no les miren a los ojos. En un rapto le pregunta en voz alta:
—¿Es usted turco?
Entre un bramar de vidrios, Hammett contesta secamente y como con un eco que no. Al parecer sabe por qué se lo pregunta, y esta conversación por ello queda fulminada.
—Sin hielo si se me permite —agrega cuando siente caer los cubos en el vaso.
El señor Hammett se acerca con una bebida en cada mano. Es solamente ahí que Faulkner da vuelta su cabeza para recibir el vaso.
Toma un gran sorbo, y lo paladea en su lengua. Se guarda sus opiniones sobre la bebida. Él no es lo que se dice un experto en whiskies, pero años bebiendo, algo le ha hecho saber. Y este es del malo.
—Mire —le habla apenas el señor Hammett vuelve a su asiento—. Lo que usted me ha dado a entender en esta breve conversación es que este trabajo es de lo más bajo e infeliz. Probablemente el trabajo más miserable al que puede aspirar un escritor con un mínimo de cariño por su obra. Y digo cariño y no estima, porque sería ya bastante. Personalmente considero que los novelistas son poetas fracasados. ¿Pero un guionista? ¡Pues es el fracaso del fracaso! —Hammett esboza una sonrisa— Un ser inconcebible. Sin embargo, y por ello vuelvo a repetir mi pregunta, tengo la idea de que se gana más dinero, o al menos, se lo gana regularmente; lujos que un novelista en ciernes no se permite. Fracaso tras fracaso se aprende a escribir, si me deja con ello contestar a su famosa pregunta. Lo que quiero saber señor Hammett es cuánto voy a ganar, cuál es la paga. Necesito cifras. No vine a Hollywood a describirme a mí mismo, vine a buscar trabajo. Ahora, dígame cuánto ganaré.
Luego de un rodeo, y al fin con una expresión de evidente seriedad, le contesta entre dientes:
—Lo suficiente.
En ello se oyen retumbar balazos afuera. William de inmediato gira su cabeza, y toma una postura en guardia. Mete su mano en el interior de su chaqueta. Dashiell le dice que no se preocupe, que están rodando una de vaqueros por allí cerca.
—Todo no es más que ficción, señor Faulkner —le dice con los ojos brillantes. Al parecer este tipo puede aportar en algo, piensa el señor Hammett, al menos lleva un revólver encima.
William se sonríe adustamente.
—Déjeme la historia y alguna dirección donde escribirle —le dice concluyente el señor Hammett— En una semana más le envío las instrucciones a seguir, el reglamento de la compañía, el contrato, y datos sobre alojamientos acá en L.A. Y, por supuesto, le devolveré su manuscrito.
—Se lo agradezco.
Se dan la mano. Faulkner se para y sale por su cuenta de la casa rodante. Hammett, cuando siente la mosquitera retumbar al cerrarse, acerca hacia sí la máquina de escribir, una Olivetti antiquísima, y se pone a teclear lo que sería en un principio un relato, y luego su última novela: The Thin Man.











[1]The Paris Review, 1956, No. 12 “William Faulkner, The Art of Fiction”, William Faulkner Interviewed by Jean Stein.
[2] Sin duda, se refiere a Dorothy, en la última secuencia de El Mago de Oz, cuando se va en globo junto a su perro de vuelta a Kansas.
[3] Texto mecanografiado de Arno Schmidt, a modo de ejemplo.

miércoles, 26 de agosto de 2015

LAS CARICATURAS DE MALEMPIA/ JEAN COCTEAU











            Por raras circunstancias me he visto nuevamente entre manos con libros de surrealistas franceses; no recuerdo muy bien por qué, o en qué referencias me los habré topado para volver a coger sus libros, y más aún, leerlos. A mi modo de ver, este gesto puede esconder un síntoma de inmadurez, o mejor dicho, de querer "inmadurar", si se puede decir de algún modo, o de desear permanecer en el estado mental de un púber, la tierra más fértil para el arte como se jactaba Gombrowicz. Recuerdo que cuando comencé a leer, a leer de verdad (no hará mucho) leía a los franceses, bueno, en realidad solamente a dos franceses, que es básico, digamos: Rimbaud, el niño; y a Artaud, el momo. En ellos la imagen está por sobre la sintaxis, o el estilo -aunque el primero halla escrito el grueso de su obra en prosa, y el segundo no halla publicado más que dos poemarios (El Ombligo de los Limbos y El Pesa-nervios)- siendo significativo en sus correspondientes poéticas la transposición literal de la metáfora. Lo que Rimbaud profesaba como la alucinación voluntaria, que en términos más pragmáticos constaría de la eliminación del "como" (ya no es "el sol es como un incendio", sino "el sol es un incendio"); para Artaud es el padecimiento extremo de la poesía en la propia carne, o la puesta en juego de los cuerpos en circunstancias incorpóreas: la baba, la flatulencias, el cerebro conduciéndose por la abstracción: el juicio final, la eternidad, la razón.
               El púber está enraizado en esta situación corpóreo imaginativa, por lo que tendía en mis comienzos a devorar todo lo que oliera a francés y simbolista. En algún punto me detuve. Ya no era la urgencia del cuerpo, no era la sensación (hay un poema de Rimbaud que me encanta que se llama precisamente Sensación, que leí en una traducción bastante precaria -al púber no le interesa la calidad de la traducción- y que termina con los siguientes versos, lindísimos, y corrí por los campos feliz como una mujer), sino la memoria. Por lo que terminé reconduciendo mis curiosidades a lo relatado, a las formas de narrar; lo que básicamente es la poesía norteamericana, y su ideología pragmática: lo que interesa es lo que sucede, la acción. 
               Esta sensación de púber, tan gombrowicziana, acudió como un eco de ultratumba a mí hoy, en que reabrí el libro Opium de Jean Cocteau. 
                 Parece ocurrir algo similar con Jean Cocteau, pero no con su escritura, sino más bien con sus dibujos: el translúcido contraste entre los abstracto y lo corpóreo; llevado a su cenit cómico.
                  (No me sorprendería que otro humorista como lo es Copi se halla inspirado rotundamente en Cocteau para crear sus propias caricaturas. Si se hace la comparación, el parecido es evidente.)
                No vale describir mucho teniendo los dibujos aquí mismo, así pues, sin tener más que decir les concedo la vista. Disfrútenlos como si fueran púberes.
































domingo, 23 de agosto de 2015

UN CUENTO NORTEAMERICANO /7MA ENTREGA










7






       
Ya era la hora del almuerzo. La habitación de Matt estaba cerrada con una liga que prohibía el paso. La alfombra mojada se asomaba por debajo.

El señor Nash procuró tapiar la gotera con un pegamento especial, que había comprado por televisión, y que suponía la panacea a las goteras. Como es de esperar se llamaba No More Leaks! ―con el signo de exclamación incluido―. Era una especie de silicona que podía utilizarse mientras el agua escurría. Por lo tanto, se podía aplicar directamente sin previo secado, y actuaría sin problemas deteniendo la filtración. Era la primera vez que la usaba, y se sentía ansioso.
El caso es que cierta composición química de No More Leaks! reaccionó con el poliestireno que recubría el techo por dentro. Éste empezó a consumirse echando una delgada estela de humo. El agujero se convirtió en un hueco en el techo, y ya no sólo caía agua, sino cualquier porquería que se estuviese pudriendo allí desde quizás qué tiempos. Como una corriente del alcantarillado, todo le caía en la casi calva cabezota al señor Nash.
―¡Oh, mierda!― gritó saliendo pronto de allí. Corrió la cama hacia un recodo de la habitación y, haciéndole el quite con saltitos al agua que la inundaba, llamaba a la señora Applebaum.
―¡Cariño, cariño! ¡Tráeme la bañera de bebé que está en el garaje! mierda carajo (esto lo decía mientras esquivaba el agua sucia) ¡Cariño! ¡Cariño! ¡Apúrate! ah, mierda (le había entrado agua en los calcetines) ¡Vamos cariño, me está entrando agua hasta por las pelotas!
La señora Applebaum le secaba el pelo a su bebé de 90 kilos en el baño, y el ruido del molinete le impedía oír.
        ― ¡Cariñoooo! mierda, perra sorda estúpida (fucking deaf bitch en inglés). ―no solía insultar a su mujer, pero claramente esto lo dijo en un susurro. Miró a todos lados desconcertado, y como en una repentina ocurrencia pensó en Sylvia.
―Sily! Sily! ―gritaba con una ternura maquinal, insulsa por la urgencia― ¿Puedes venir un momento? ¡¡Sily!! ¡¡Hey!! ¡¡Siiiilvyyyyaaaa!! ―gritó largo y agónico, haciendo pucheros― Niña estúpida, bastarda y maldita ―terminó por despotricar contra su hija, ya resignado.
La señora Applebaum en ese preciso instante apagaba la secadora de pelo, y le daba un cariñoso beso en la cabeza a su enorme hijo.
―Ya bebé (baby en inglés), vamos a prepararte algo de comer. Ven, vamos, vamos, arriba― intentó cogerlo de los sobacos, pero desistió casi de inmediato.
Iban por el pasillo ―el gordo Matt envuelto en una bata blanca que lo semejaba a un oso polar adulto― cuando el señor Nash salía como podía de la habitación, empapado, con restos de lodo y chucherías en su cabeza y sudadera ―para más colmo― blanca.
La señora Applebaum emitió uno de sus característicos espasmos. La miró:
―¡Pero es que en dónde mierda han estado! ¡Me estaba ahogando aquí! ―exclamó mientras se sacaba una especie de bola de pelusa, pelo y pequeñas mierditas de un pómulo.
―Pero, papi (daddy en inglés) no te escuchábamos ―le dijo Matt seriamente preocupado.
        ― Sí, amor, debe haber sido el ruido de la secadora. Lo lamento tanto (i’m so sorry en inglés), cariño ―se acercó a limpiarlo con una de las puntas de la bata de Matt.
―Ma! ―chilló el chico quitándole el trozo de bata― ¡Está asqueroso!
        ―¡Es tu padre Matt! ¡Dame eso! ―y le arrancó la bata de un tirón hasta dejarlo completamente desnudo. El niño hacía pucheros y tiritaba como si se muriera de frío, mientras la señora Applebaum abrigaba a su esposo con la bata blanca, ahora llena de inmundicias.
―Vamos bebé, corre a tu habitación, hay que vestirse ―dijo, volviendo a su tono matinal― Y tú cariño, ve, tómate un baño, te dejaré ropa limpia en nuestra habitación. Yo voy a buscar algo para retener la gotera.
―La bañera del garaje, eso es lo que estaba gritando ―dijo el señor Nash, paladeando sus palabras.
―Ok cariño, voy al garaje.

Entonces, los tres se separaron frente a la puerta cerrada de Sylvia.


















sábado, 22 de agosto de 2015

UN CUENTO NORTEAMERICANO /6TA ENTREGA





6


  




El señor Applebaum pasaba de vuelta, cargando el maletín con herramientas, por el frente de la habitación de Sylvia. La puerta estaba cerrada. Lacónica. Cómo es que esta chica no escucha nada de lo que ocurre a su alrededor, pensó. Y siguió andando hasta la mojada habitación de su hijo.







lunes, 17 de agosto de 2015

SALA DE PSICOPATOLOGÍA /ALEJANDRA PIZARNIK







Después de años en Europa
Quiero decir París, Saint-Tropez, Cap
St. Pierre, Provence, Florencia, Siena,
Roma, Capri, Ischia, San Sebastián,
Santillana del Mar, Marbella,
Segovia, Ávila, Santiago,
                   y tanto
                   y tanto
                 por no hablar de New York y el del West Village con rastros 
de muchachas estranguladas
                  -quiero que me estrangule un negro -dijo
-lo que querés es que te viole -dije (¡oh Sigmund! con
vos se acabaron los hombres del mercado matrimonial que frecuenté
en las mejores playas de Europa)
   y como soy tan inteligente que ya no sirvo para nada,
   y como he soñado tanto que ya no soy de este mundo,
   aquí estoy, entre las inocentes almas de la sala 18,
   persuadiéndome día a día
de que la sala, las almas puras y yo tenemos sentido, tenemos destino,
   -una señora originaria del más oscuro barrio de un pueblo que no
figura en el mapa dice:
-El doctor me dijo que tengo problemas. Yo no sé. Yo Tengo algo
aquí (se toca las tetas) y unas ganas de llorar que mama mía.
 Nietzsche: "Esta noche tendré una madre o dejaré de ser."
 Strindberg: "El sol, madre, el sol."
 P. Eluard: "Hay que pegar a la madre mientras es joven."
 Sí, señora, la madre es un animal carnívoro que ama la vegetación
lujuriosa. A la hora que la parió abre las piernas, ignorante del sentido
de su posición destinada a dar a luz, a tierra, a fuego, a aire,
     pero luego una quiere volver a entrar en esa maldita concha,
     después de haber intentado nacerse sola sacando mi cabeza por mi
útero
     (y como no puede, busco morir y entrar en la pestilente guarida de
la oculta ocultadora cuya función es ocultar)
      hablo de la concha y hablo de la muerte,
      todo es concha, yo he lamido conchas en varios países y sólo sentí
orgullo por mi virtuosismo -la mahtma gandhi del lengüeteo, la Ein-
stein de la mineta, la Reich del lengüetazo, la Reik del abrirse camino
entre pelos como de rabinos desaseados -¡oh el goce de la roña!
Ustedes, los mediquitos de la 18 son tiernos y hasta besan al leproso, pero
       ¿se casarían con el leproso?
       Un instante de inmersión en lo bajo y en lo oscuro,
       sí de eso son capaces,
       pero luego viene la vocecita que acompaña a los jovencitos como
 ustedes:
      -¿Podrías hacer un chiste con todo esto, no?
      Y
       sí,
       aquí en el Pirovano
       hay almas que NO SABEN
       por qué recibieron la visita de las desgracias.
       Pretenden explicaciones lógicas los pobres pobrecitos, quieren que
  la sala -verdadera pocilga- esté muy limpia, porque la roña les da terror, 
y el desorden, y la soledad de los días habitados por antiguos fantasmas 
emigrantes de las maravillosas e ilícitas pasiones de la infancia.
       Oh, he besado tantas pijas para encontrarme de repente en una sala
  llena de carne de prisión donde las mujeres vienen y van hablando de
  la mejoría.
  Pero
   ¿qué cosa curar?
  Y ¿por dónde empezar a curar?
  Es verdad que la psicoterapia en su forma exclusivamente verbal es
casi tan bella como el suicidio.
  Se habla.
  Se amuebla el escenario vacío del silencio.
  O, si hay silencio, éste se vuelve mensaje.
  -¿Por qué está callada? ¿En qué piensa?
  No pienso, al menos no ejecuto lo que llaman pensar. Asisto al ina-
gotable fluir del murmullo. A veces -casi siempre- estoy humeda. Soy
una perra, a pesar de Hegel. Quisiera un tipo con una pija así y coger-
me a mí y dármela hasta que acabe viendo curanderos (que sin duda
me la chuparán) a fin de que me exorcisen y me procuren una buena
frigidez.
   Húmeda.
   Concha de corazón de criatura humana,
   corazón que es un pequeño bebé inconsolable,
   "como un niño de pecho he acallado mi alma" (Salmo)
   Ignoro qué hago en la sala 18 salvo honrarla con mi presencia
prestigiosa (si me quisiera un poquito me ayudarían a anularla)
   oh no es que quiera coquetear con la muerte
   yo quiero solamente poner fin a esta agonía que se vuelve ridícula a
fuerza de prolongarse,
  (Ridículamente te han adornado para este mundo -dice una voz
apiadada de mí)
  Y
  Que te encuentres con vos misma -dijo.
  Y yo dije:
Para reunirme con el migo de conmigo y ser una sola y misma entidad 
con él tengo que matar al migo para que así se muera el con y, de
de este modo, anulados los contrarios, la dialéctica supliciante finaliza en
la fusión de los contrarios.
  El suicidio determina
  un cuchillo sin hoja
  al que le falta el mango.
  Entonces:
  adiós sujeto y objeto,
  todo se unifica como en otros tiempos, en el jardín de los cuentos
para niños lleno de arroyuelos de frescas aguas prenatales,
  ese jardín es el centro del mundo, es el lugar de la cita, es el espacio
vuelto tiempo y el tiempo vuelto lugar, es el alto momento de la fusión
y del encuentro,
fuera del espacio profano en donde el Bien es sinónimo de evolución 
de sociedades de consumo,
   y lejos de los enmierdantes simulacros de medir el tiempo mediante 
relojes, calendarios y demás objetos hostiles,
lejos de las ciudades en las que se compran y se vende (oh, en ese jardín 
para la niña que fui, la pálida alucinada de los suburbios malsanos
por los que erraba del brazo de las sombras: niña, mi querida niña que
no has tenido madre (ni padre, es obvio)
   De modo que arrastré mi culo hasta la sala 18,
   en la que finjo creer que mi enfermedad de lejanía, de separación
de absoluta NO-ALIANZA con Ellos
   -Ellos son todos y yo soy yo-
   finjo, pues, que logro mejorar, finjo creer a estos muchachos de
buena voluntad (¡oh, los buenos sentimientos!) me podrán ayudar,
pero a veces -a menudo- los recontraputeo desde mis sombras interiores 
que estos mediquillitos jamás sabrán conocer (la profundidad,
cuanto más profunda, más indecible) y los puteo por que evoco a mi
amado viejo, el Dr. Pichon R., tan hijo de puta como nunca lo será ninguno 
de los mediquitos (tan buenos, hélas!) de esta sala,
   pero mi viejo se me muere y éstos hablan y, lo peor, éstos tienen
cuerpos nuevos, sanos (maldita palabra) en tanto mi viejo agoniza en la
miseria por no haber sabido ser un mierda práctico, por haber afrontado 
el terrible misterio que es la destrucción de un alma, por haber
hurgado en lo oculto como un pirata -no poco funesto pues las monedas 
de oro del inconsciente llevaban carne de ahorcado, y en un recinto 
lleno de espejos rotos y sal volcada-
   viejo remaldito, especie de aborto pestífero de fantasmas sifilíticos,
cómo te adoro en tu tortuosidad solamente parecida a la mía,
   y cabe decir que siempre desconfié de tu genio (no sos genial; sos
un saqueador y un plagiario) y a la vez te confié,
   oh, es a vos que mi tesoro fue confiado,
   te quiero tanto que mataría a todos estos médicos adolescentes para
darte a beber de su sangre y que vos vivas un minuto, un siglo más,
   (vos, yo, a quienes la vida no nos merece)
   Sala 18
   cuando pienso en laborterapia me arrancaría los ojos en una casa en
ruinas y me los comería pensando en mis años de escritura continua,
   15 ó 20 horas escribiendo sin cesar, aguzada por el demonio de las
analogías, tratando de configurar mi atroz materia verbal errante,
porque -oh viejo hermoso Sigmund Freud- la ciencia psicoanalítica 
se olvidó la llave en algún lado:
   abrir se abre
   pero ¿cómo cerrar la herida?
El alma sufre sin tregua, sin piedad, y los malos médicos no restañan  
la herida que supura.
El hombre está herido por una desgarradura que tal vez, o seguramente, 
le ha causado la vida que nos dan.
   "Cambiar la vida" (Marx)
   "Cambiar el hombre" (Rimbaud)
   Freud:
   "La pequeña A. está embellecida por la desobediencia", (Cartas...)
   Freud: poeta trágico. Demasiado enamorado de la poesía clásica.
Sin duda, muchas claves las extrajo de "los filósofos de la naturaleza",
de "los románticos alemanes" y, sobre todo, de mi amadísimo Lichtenberg, 
el genial físico y matemático que escribía en su Diario cosas
como:
   "Él le había puesto nombre a sus dos pantuflas"
   Algo solo estaba, ¿no?
   (Oh, Lichtenberg, pequeño jorobado, yo te hubiera amado!)
   Y a Kierkegaard
   Y a Dostoyevski
   Y sobre todo a Kafka
   a quien le paso lo que a mí, si bien él era púdico y casto
-"¿Qué hice del don del sexo?" -y yo soy una pajera como no existe otra;
   pero le pasó (a Kafka) lo que a mí:
   se separó
   fue demasiado lejos en la soledad
   y supo -tuvo que saber-
   que de allí no se vuelve
   se alejo -me alejé-
  no por desprecio (claro es que nuestro orgullo es infernal)
  sino porque una es extranjera
  una es de otra parte,
  ellos se casan,
  procrean,
  veranean,
  tienen horarios,
  no se asustan por la tenebrosa
  ambigüedad del lenguaje
  (no es lo mismo decir Buenas noches que decir Buenas noches)
  El lenguaje
  -yo no puedo más,
  alma mía, pequeña inexistente,
  decidíte;
  te la picás o te quedás,
  pero no me toques así,
  con pavura, con confusión,
  o te vas o te la picás,
  yo, por mi parte, no puedo más.




Extraído de "Poesía Completa", ed. Lumen, 2003