sábado, 31 de octubre de 2015

DESECHOS DE "EL MAL LECTOR", 2







A diferencia de la mole de pseudo-escritores que juran por el altísimo que la buena literatura siempre brota de los acantilados, de los pozos negros de la melancolía, el Camarero no siente más que felicidad por nadar de cara al sol en este mar rico en filamentos de musas muertas, y no por ello menos reales, a pesar del porfiado texto de memoria de los habituales escribientes: «la literatura, la vía de escape del Mundo»; estos tristes muchachos que se la pasan escribiendo en la oscura noche siberiana fumando hasta desintegrárseles la paciencia y el analfabetismo. No hace mucho, uno de los eximios solteros que se dedican a la escritura experimental —al parecer fue Willy Schürholz— dijo por ahí que leer es una forma de estar más intensamente presentes en el mundo, que de no hacerlo estábamos condenados a la abulia o a morir de inanición de ideas. No es por lo tanto, como algunos creen, una actividad que se desarrolla en una virtualidad vaporosa; las palabras pueden escapársele a uno de la boca, pero jamás de la memoria.
Hay un tema que se le ha quedado al Camarero en el tintero —o, para ser fieles, en sus uñas de mecanógrafo—, un detallito que ha desempeñado la labor de motor oculto a lo largo y estrecho de toda esta novelita (que como se sabrá, ya se debe acabar dentro de poco; ya después de un epílogo, de la última página, se le adviene al lector el panorama abismal de sus zapatos o de sus soporíferos muslos), este detallito es el poeta Enrique Lihn. El Camarero ha dejado constancia de esto en la única entrada de su diario agramático, dice más o menos así: Heinrich Lynch, Enrique Lihn, padre célibe: casi he perdido mi vida escribiendo tu novela; que queden las cristalizaciones, las permutaciones de la nadería: la literatura sin ojos, un puro órgano crepitante. Bueno, esto es estrictamente así: el Camarero casi pierde la vida escribiendo la Novela, se jugó el pellejo en su escritura como un soltero enamoradísimo haría lanzándose de los rascacielos de Broadway por amor. Llegado el punto en que la vida y la obra se empiezan a confundir, es momento de la retirada: ésta la gran enseñanza de Buffalo Bill y su estola de pistolas y polvorines. De lo contrario todos seríamos unos poetas excepcionales, unos grandísimos poetas, panorama nefasto para una literatura longeva, para el desarrollo natural de la estética. Los malos poetas, como la mala hierba, deben pues convivir per sé con los grandes astros. Por esto, y otras circunstancias anexas, Antonin Artaud es el único Poeta del siglo pasado, ya se sabe: Life is nothing except burn in questions. I can´t imagine the work outside life[i]. Alguien —suele ser siempre un viejo idiota, un viejo como Harold Bloom— alegaría que cualquier loco sería un gran poeta. El Camarero se mantiene ajeno a estos algoritmos, escribió poesía en su adolescencia por pura timidez, por el puro pánico que le significaba escribir relatos o novelas, el pináculo de la Literatura según él; al contrario de Faulkner, que trataba con despojo a sus colegas novelistas titulándolos de patéticos poetas fracasados. Pues no, al Camarero la poesía le parece una actividad demasiado sencilla como para ser real; sin ir más lejos, otra de sus declaraciones públicas que le valieron el oprobio de la plebe tenía que ver con los poetas y sus actividades, dijo en un simposio de mal agüero que la Póészíyahá (gesticuló esta palabra como un británico congelado) era el refugio de los necios, y por ende, el territorio enemigo de cualquier tipo de escritura, incluso la más infame, la más espuria, la más efímera, como la del New Yorker, la del New Herald, la del New York Times, que ya era denostar lo suficiente.






[i] «Vivir no es otra cosa que arder en preguntas. No concibo la obra al margen de la vida.» Antonin Artaud, El Ombligo de los Limbos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario