lunes, 9 de noviembre de 2015

BRIGANTI, UN CUENTO/ 3.La escena del autorretrato de infancia.







         Para hablar un poco más de mí: me llamo Giussepe Briganti. Básicamente siempre he vivido solo, mis padres se separaron cuando yo era un bambino indefenso, apegado a la familia —pollerudo se dice aquí— y con unas ansias carnívoras de quedarme mamando eternamente de la teta de mi madre; cosa que no sucedió. Ella partió cuando yo tenía seis años —nunca supe si muerta o viva—, mi padre se quedó, pero era como si no estuviera, y el único consuelo que me quedó fue mi abuela paterna —vieja adusta e idiota— y lo poco que me podía dar: lecturas casi místicas de la Divina Commedia. Recuerdo un libro de tapas rojas y letras doradas que con el paso de mis años y mis recuerdos fue borrándose, hasta quedar un libro gordo y maltratado. Nunca diferencié este libro rojo y solemne de la Biblia, que no había en casa, pero que señalaban los profesores de la Scuola Italiana de Rosario —allí nací y crecí— como Il libro. Sin embargo, la Biblia y el poema de Dante los traté indistintamente hasta hace muy poco. No diferencié nunca muy bien aquellas lecturas solemnes y litúrgicas de mi abuela en la sobremesa, cuando ella y mi padre ya se habían bebido casi todo el vino de la jarra y se les dormía la lengua y las palabras; con esas parrafadas del cura Brausen, en el templo de la Plaza Chica, como en una caverna de madera. A pesar de ello —que me perdone el sacristán— personalmente pienso que no dejan de ser lo mismo: un par de libros gordos llenos de ruido y de furia, de misterio y falacias.
Llegué a Santa María hace quince años, inmediatamente después de salir del liceo. Me puse a estudiar Mecánica en el politécnico de Villa Ortúzar, y me encontré una habitación pequeñita pero bastante confortable en la hostal de una señora ucraniana llamada Öschla, muy cerca de la Plaza Vieja. Tiempo —por el sólo hecho de hacer ese tramo infinito de Villa Ortúzar hasta el centro de Santa María en los buses arcaicos de este pueblo— no tenía. Se imaginarán cómo es la habitación de un soltero perpetuo. Ya tengo 35 años.
         Recuerdo que aquella mañana me duché con agua fría, Öschla había olvidado prender los calderos; no protesté. Cogí unos pantalones verde petróleo que yacían tirados en un rincón y que olían a humareda; con ellos había estado frente a un auto incendiado un par de noches atrás y el olor a bencina y neumático se impregnaron al tejido. Me puse mis zapatos brillantes negros, los de tapilla, y mi adorado abrigo verde caqui: una montañera larga hasta las rodillas, recubierta en su interior de lana cruda de cabrito, un regalo de mi padre[1]. Es una chaqueta diseñada exclusivamente por el Duce para sus tropas. Mi padre había sido parte del convoy de Sicilia, y antes de morir me lo legó entre otros menesteres de guerra. Öschla siempre miró con suspicacia mi abrigo, y sé por qué; pero una cosa son los nazis y otra muy distinta los fascistas italianos. Además, sea como sea la Historia[2] el abrigo es de mi padre y lo uso con el más alto orgullo. Creo haber heredado de él algo de la honorabilidad y el temple que caracterizan a los verdaderos soldados italianos. Nunca echo un pie atrás —bueno, no en el sentido sexual, pues si fuera por eso se me quedaría toda la pierna atrás— y siempre cumplo con mi palabra. Y para aquella vez, para aquella fresca mañana de verano en Santa María, no había excepción.







[1] El padre de Giuseppe Briganti, el comandante Salvatore Briganti, participó asiduamente de las veladas en casa de Mónica Lane (prima en segundo grado de Jorge Malabia), junto con un grupo de refugiados italianos neofascistas, comandados por Stefano Delle Chiaie —involucrado en la conocida Operación Cóndor—, que pasaron una temporada en ella mientras se coordinaban los asesinatos a Carlos Altamirano y Bernardo Leighton. En esa misma casa se llevaron a cabo secretas reuniones con Augusto Pinochet y altos mandos de la DINA.

[2]  Dos fragmentos de la declaración que prestara Briganti por la detención de Sebastian Diecz y Sei Shikibu (alias La Japonesita) por presunto narcotráfico (transcripción del audio):

«…no era necesario cerrar con llave la habitación, nunca lo he hecho. A pesar de algunas abominables diferencias, Oschla me parece una persona correcta. Le arriendo la pieza lo que ya pronto serán 5 años. La conseguí en ese tiempo a precio irrisorio, y a pesar de todos los infortunios de nuestra economía, nunca me ha subido ni un solo peso. No soy de hablar mucho con los demás moradores de la casa de Oschla, me parecen la mayoría un desastre; borrachos y drogadictos, ociosos, fracasados. Este tal Sebastian es ejemplar. Y con Oschla he tenido que mantener las distancias prudentes, pues políticamente no somos muy afines. Aunque ella también repudie, como yo, toda la política genocida estalinista —ella por supuesto piensa que Holodomor fue un genocidio propiamente tal, ¿lo conocen?…le parece una barbaridad, tal como a mí, es insólito que aún se defiendan esos ineptos comunistas con argumentos tan débiles… »

«¿del uso de armas?…Öschla sí, tenía un fusil en su armario. Había aprendido en la guerra a dejar armado un fusil en menos de un minuto. Su habitación da justo debajo mi piso. La escucho cantar (pues es lo que hace cada noche) canciones ucranianas a sus hijos, que ya tienen más de 15 años, para que se queden dormidos. Mire comisario, la guerra le enseña a la gente a estar más tranquila que la que no ha estado en la guerra. Eso lo aprendí de mi padre. La guerra hasta cierto punto es incluso sana…»




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