Para hablar un poco más de mí: me llamo
Giussepe Briganti. Básicamente siempre he vivido solo, mis padres se separaron
cuando yo era un bambino indefenso, apegado
a la familia —pollerudo se dice aquí— y con unas ansias carnívoras de quedarme mamando
eternamente de la teta de mi madre; cosa que no sucedió. Ella partió cuando yo
tenía seis años —nunca supe si muerta o viva—, mi padre se quedó, pero era como
si no estuviera, y el único consuelo que me quedó fue mi abuela paterna —vieja
adusta e idiota— y lo poco que me podía dar: lecturas casi místicas de la Divina Commedia. Recuerdo un libro de
tapas rojas y letras doradas que con el paso de mis años y mis recuerdos fue
borrándose, hasta quedar un libro gordo y maltratado. Nunca diferencié este
libro rojo y solemne de la Biblia, que no había en casa, pero que señalaban los
profesores de la Scuola Italiana de
Rosario —allí nací y crecí— como Il libro.
Sin embargo, la Biblia y el poema de Dante los traté indistintamente hasta hace
muy poco. No diferencié nunca muy bien aquellas lecturas solemnes y litúrgicas
de mi abuela en la sobremesa, cuando ella y mi padre ya se habían bebido casi
todo el vino de la jarra y se les dormía la lengua y las palabras; con esas
parrafadas del cura Brausen, en el templo de la Plaza Chica, como en una
caverna de madera. A pesar de ello —que me perdone el sacristán— personalmente
pienso que no dejan de ser lo mismo: un par de libros gordos llenos de ruido y
de furia, de misterio y falacias.
Llegué a Santa María hace quince años, inmediatamente
después de salir del liceo. Me puse a estudiar Mecánica en el politécnico de
Villa Ortúzar, y me encontré una habitación pequeñita pero bastante confortable
en la hostal de una señora ucraniana llamada Öschla, muy cerca de la Plaza
Vieja. Tiempo —por el sólo hecho de hacer ese tramo infinito de Villa Ortúzar
hasta el centro de Santa María en los buses arcaicos de este pueblo— no tenía.
Se imaginarán cómo es la habitación de un soltero perpetuo. Ya tengo 35 años.
Recuerdo que aquella mañana me duché
con agua fría, Öschla había olvidado prender los calderos; no protesté. Cogí
unos pantalones verde petróleo que yacían tirados en un rincón y que olían a
humareda; con ellos había estado frente a un auto incendiado un par de noches
atrás y el olor a bencina y neumático se impregnaron al tejido. Me puse mis
zapatos brillantes negros, los de tapilla, y mi adorado abrigo verde caqui: una
montañera larga hasta las rodillas, recubierta en su interior de lana cruda de
cabrito, un regalo de mi padre[1].
Es una chaqueta diseñada exclusivamente por el Duce para sus tropas. Mi padre
había sido parte del convoy de Sicilia, y antes de morir me lo legó entre otros
menesteres de guerra. Öschla siempre miró con suspicacia mi abrigo, y sé por qué;
pero una cosa son los nazis y otra muy distinta los fascistas italianos.
Además, sea como sea la Historia[2] el
abrigo es de mi padre y lo uso con el más alto orgullo. Creo haber heredado de
él algo de la honorabilidad y el temple que caracterizan a los verdaderos
soldados italianos. Nunca echo un pie atrás —bueno, no en el sentido sexual,
pues si fuera por eso se me quedaría toda la pierna atrás— y siempre cumplo con
mi palabra. Y para aquella vez, para aquella fresca mañana de verano en Santa
María, no había excepción.
[1]
El padre de Giuseppe
Briganti, el comandante Salvatore Briganti, participó asiduamente de las veladas
en casa de Mónica Lane (prima en segundo grado de Jorge Malabia), junto con un
grupo de refugiados italianos neofascistas, comandados por Stefano Delle Chiaie
—involucrado en la conocida Operación Cóndor—, que pasaron una temporada en
ella mientras se coordinaban los asesinatos a Carlos Altamirano y Bernardo
Leighton. En esa misma casa se llevaron a cabo secretas reuniones con Augusto
Pinochet y altos mandos de la DINA.
[2] Dos
fragmentos de la declaración que prestara Briganti por la detención de
Sebastian Diecz y Sei Shikibu (alias La Japonesita) por presunto narcotráfico
(transcripción del audio):
«…no era necesario cerrar con
llave la habitación, nunca lo he hecho. A pesar de algunas abominables
diferencias, Oschla me parece una persona correcta. Le arriendo la pieza lo que
ya pronto serán 5 años. La conseguí en ese tiempo a precio irrisorio, y a pesar
de todos los infortunios de nuestra economía, nunca me ha subido ni un solo
peso. No soy de hablar mucho con los demás moradores de la casa de Oschla, me
parecen la mayoría un desastre; borrachos y drogadictos, ociosos, fracasados.
Este tal Sebastian es ejemplar. Y con Oschla he tenido que mantener las
distancias prudentes, pues políticamente no somos muy afines. Aunque ella
también repudie, como yo, toda la política genocida estalinista —ella por
supuesto piensa que Holodomor fue un genocidio propiamente tal, ¿lo conocen?…le
parece una barbaridad, tal como a mí, es insólito que aún se defiendan esos
ineptos comunistas con argumentos tan débiles… »
«¿del uso de armas?…Öschla sí,
tenía un fusil en su armario. Había aprendido en la guerra a dejar armado un
fusil en menos de un minuto. Su habitación da justo debajo mi piso. La escucho
cantar (pues es lo que hace cada noche) canciones ucranianas a sus hijos, que
ya tienen más de 15 años, para que se queden dormidos. Mire comisario, la
guerra le enseña a la gente a estar más tranquila que la que no ha estado en la
guerra. Eso lo aprendí de mi padre. La guerra hasta cierto punto es incluso
sana…»
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