Fueron al 169
Bar, cruzando Chinatown, frente al Seward Park. Era
un lugar, a pesar del sol, muy nublado, la sombra abundaba; no obstante la
compensaban unas pantallas de luz de colores vivaces y cuadros abstractos de
los mismos tonos. Fueron también Dave Oliphant y un muchacho de ojos tristes, que
hablaba como si estuviese persistentemente drogado y que, para variar, era
chileno e —¡imagínense!— novelista. Había publicado recientemente en su país
una nouvelle diminuta (lo que podría
decirse pequeña pequeñísima, casi cuentito) que tituló oportunamente Haiku. Estaba de paso por los Estados
Unidos gestionando su traducción al inglés. Se llamaba Alex Samsa. Creo que fue
Treepine quien haciéndose el gracioso le preguntó, después las presentaciones
pertinentes, si era pariente de Gregor Samsa, pero el muchacho al parecer no
tenía mucho sentido del humor, pues no le hizo señal alguna en correspondencia
y el chiste —sin gracia, por lo bajo— quedó por tanto en la barra como un gas
que los sumió en un silencio incómodo, del que despertaron cuando se acercó el
camarero a tomarles el pedido. El Camarero lo contemplaba, disipado, recordando
el escarnio de hace poco más de un año cuando cumplía los mismo menesteres en
un restaurant de comida mexicana, no muy lejos de allí, sólo a unas cuadras, en
el Benny’s Burritos. Se reía para sus
adentros de lo que pensaba era su oficio en aquel entonces, sin ánimos de ser
irónico: «trabajar para morirse de hambre», se oraba todas las mañanas como
obligándose a echarse a morir. No podía creer que en un año pasaran tantas
cosas, al fin estaba viviendo de lo que amaba, y este pensamiento le colmó el
cerebro y los testículos de un cosquilleo eléctrico que quizás fuera la señal
de la vuelta de su creatividad. Pero por otro lado sintió lástima de aquel pobre
camarero de mostachos y humita, con cara de loco.
—Buenísimas tardes, ¿qué desean los señores? —les
preguntó como cantando.
—Yo un White Russian con harta leche o crema, por
favor — le dijo Oliphant.
—Sí, sí, le echamos nata, señor —Oliphant lo aprobó
con un movimiento de cabeza— ¿y el señor? —le preguntó a Treepine.
—Yo quiero una cerveza
—Tenemos Budweiser, Boxer, Bear Beer, Duff…
—Una Bear Beer está bien —le indicó Treepine
interrumpiendo la enumeración.
—Yo también —se apresuró a decir el Camarero.
—Y el muchacho, ¿qué desea? —le preguntó a Alex
Samsa.
—Yo quiero un café —todo el resto de comensales
desvió su mirada pensando quizás: ¡qué ser más aborrecedor!
—Café expresso, capuccino, latte machiato,
barraquito, con agua mineral con gas, con ajenjo, con ron, con whisky —enumeró
magistralmente el camarero meneando su mostacho. El Camarero tuvo la mínima
esperanza de que dijera “con whisky”.
— Un latte machiato —terminó frugal.
—¡Okay! —dijo el camarero dándose una media vuelta
danzarinamente, en dirección al otro extremo de la barra, donde había otro tipo
con mostacho batiendo una bebida en su coctelera, con cara de hastío.
En el bar además de ellos había un grupito de
muchachos muy chillones sentado en una de las mesas del rincón. El Camarero,
reconcentrado en los movimientos del camarero, no se percató de algo inusual en
ellos. Treepine, en sus característicos susurros y dándole un codazo para que
le escuchara, le señaló que los muchachos de la otra mesa tenían todos
mostacho. Entonces dio vuelta su cabeza y los miró. En efecto, todos llevaban
mostacho, y estaban dispuestos en la mesa como a la espera del comienzo de una
reunión. Se dedicó un momento a descifrar el cuchicheo, sacó por conclusión que
eran artistas, discutían sobre pintura; sobre Cézanne, que Cézanne era tan
cursi, que era un frutero, sobre Duchamp era tan flojo, que no hacía nada, que
Rimbaud era un gran pintor sin haber tomado en su vida un pincel, que Dalí
estaba vivo y que era un esqueleto con un corazón y pulmones, nada más. En eso
uno de ellos, que iba vestido de celeste completamente y llevaba puestos unos
lentes de sol Rayban rojos, se
dirigió a sus compañeros de mesa, de pie en el plató, con un tono novelesco o
como de juez dictaminando una condena, se dirigió a todos los presentes en el
bar.
—Ya es la quinta asamblea de las Juventudes
Nietzscheanas —lo dijo tan fuerte que nadie pudo evitar darse la vuelta para contemplarle—
y no hemos llegado a ningún acuerdo, y con perfecta elocuencia deseo deciros
que nos sentimos orgullosos de ello, pues es ese nuestro mensaje sulfurosamente
nihilista: aquí-no-hay-contrato. El mundo huele a podrido, y en un gesto
desesperado nos hemos empeñado en incentivar nuestros impulsos primitivos y en
convertirnos en los genuinos materialistas, los únicos materialistas que han
pisado este planeta. Y como un ejemplo que se pueda palpar, es decir,
ultrajantemente materialista, nuestro amigo aquí presente, Thomas, no hablará
en una semana, o sea, no pronunciará palabra alguna en siete largos días, como
protesta en contra del lenguaje que tantas penurias ha traído a nuestras
relaciones humanas y vitales. Con ello demostraremos, tal como dijo nuestro
excelentísimo William Burroughs, que el lenguaje es un virus. El silencio
acérrimo funcionará aquí como un aseo profundo del alma, y el resultado
tangible será la exagerada dicha que experimentará Thomas luego de una semana
de riguroso silencio.
Un tipo de unas cuantas mesas más allá, del que
nadie en absoluto había reparado, que tenía como unos cincuenta años y leía el The Herald Tribune, dio un aplauso largo
y sonoro sin quitar la vista del periódico. El barman y el otro camarero que se
encontraba en la caja sacando cuentas, también aplaudieron. Se escucharon, asi
mismo, los reverberantes aplausos del camarero de mostacho que se encontraba
dentro de la cocina.
—¡Qué mierda! —dijo Treepine en un susurro
carraspeado, mirando a sus acompañantes, con esa peculiar sonrisa sarcástica en
su rostro.
Se escuchó finalmente, como un cántico alemán, un
amén colectivo, que dio paso a continuar las murmuradas discusiones. Alex Samsa
comentó que tal vez se tratara de un happening, a lo que Treepine contestó que
lo que él creía más bien era que se trataba de una reunión oficial de un
partido político en ciernes, y que el bar era la sede de ese partido. Luego
Oliphant intervino, y les dijo que lo más probable es que allí todos llevaran
mostacho en homenaje a Nietzsche. Entonces llegaron las bebidas y el café. El
camarero con mostachos puso las cervezas frente al Camarero y Treepine, las
abrió y regurgitó por sus boquetes un humo glacial. El café, en cambio, parecía
espesarse; tenía un sospechoso color fangoso. Samsa le pidió sacarinas, lo que
terminó de confirmarles el carácter inaudito de éste.
El Camarero y Treepine ya estaban borrachos a la
hora después, Oliphant se había sumido en una aburridísima discusión con Samsa
sobre el modo subjuntivo en la prosa de Musil. Fue cuando el tipo del periódico se paró, fue
al wurlitzer y puso un tema de los Dead Kennedys. En la mesa de los jotosos nietzscheanos, muchos tocaban el
ritmo en sus rodillas, por debajo de la mesa larga y angosta. En una esquina de
ésta se iban acumulando botellas de cerveza: era el rincón de los ebrios, pero
su hiperventilación no era notoria aún ya que todos hablaban fuerte y se movían
con soltura; entre ellos Thomas, que no podía hablar hasta en una semana más.
Thomas, el mudo a voluntad, era negro, pero no del Bronx, sino como algún
caribeño inmigrante e ilegal, moreno más bien, y le faltaba un diente. Sus
rasgos eran grotescos, pero curiosamente su desplante era como el de un
príncipe, sus gestos eran delicados y suaves. Vieron acercarse al camarero de
mostacho, ya sin la humita, y sentarse a un lado de Thomas. Se puso a hablarle.
Al parecer se conocían de años. Aquel le contestaba sólo con gestos o con frasecitas
escritas en servilletas de papel.
La canción de los Dead Kennedys terminó y el Camarero se puso de pie, fue hasta el
wurlitzer y puso una canción de Madonna. Se devolvió cantándola y se sentó. Al
parecer el cambio en la música no fue del agrado de los jotosos nietzscheanos, y algunos emitieron unos silbidos. Haciendo
caso omiso a la cuestión sorbió de la cerveza de Treepine, y éste en el acto,
quitándosela de la boca, le dijo que se comprara una. Entonces Dave Oliphant,
que salió de su aletargamiento en forma de conversación con Samsa, como sacado
de un bostezo, vino a exponernos su gran último proyecto, cada uno (el
Camarero, Treepine) lo escuchó con sus ojos desorbitados: armar una editorial
que publicase nada más que nouvelles
que no superaran las 150 páginas, ese fuera su límite. Lo demás: los autores,
vivos o muertos, en inglés o en otro idioma, no venían al caso. Lo importante
es que fueran nouvelles. De que la
extensión fuera más reducida no se justificaba por una eventual estrategia
comercial para abaratar costos, es más, éstas se presentarían en formato
voluminoso, con letras grandes e interlineados espaciosos. Cuando Treepine —que
es el más entusiasta en estos asuntos— le preguntó el porqué de su propuesta,
dijo algo en lo que al menos él y el Camarero depararon (de Samsa no se podía
dilucidar nada, aún): ¿quién no había gozado leyendo The Stranger de Camus o Notes
from Underground de Dostoievski publicadas por Vintage Books en aquellas colecciones de hojas gruesas, cuyo
encanto, en parte, estaba dado por el tamaño de las palabras, que evocaban la
sensación de poder incluso ser paladeadas, cada frase degustada con más ahínco,
siguiendo con la yema de los dedos la lectura, como en las plaquette de poesía o las ediciones facsimilares?
Quizás el negocio fuera un completo fracaso, pero al
menos el Camarero —a pesar de su estado narcótico— se imaginaba aquellas
ediciones de pequeñas obras maestras, obras perfectas en las que no sobraba ni
faltaba nada, sin fisuras ni desvaríos, en sus manos, llenándolas de notas,
como un cuaderno de viaje, o una carta de amor. Desgraciadamente aquel estado
pleno se vio interrumpido porque le vinieron, naturalmente, unas ganas
incontenibles de vomitar. Corrió al baño y por poco devuelve todo fuera del
wáter. Volvió a la barra con los ojos enrojecidos y pidió otra cerveza. Ya
había entrado al nivel lost control.
Ya bebida la cerveza a una velocidad abismal, se acercó tambaleante al lado del
muchacho artista que iba vestido de celeste y le preguntó, torpe y patético:
—¡Y a mi qué Juventudes Nietzscheanas! ¡Son un
chiste! ¿Ah?
—¡Qué dices! —le contestó asi mismo borracho el
muchacho de celeste— ¡no tengo por qué estar de acuerdo con lo que digo! —se
apresuró, indigno.
Y se levantó de su silla con furia. Treepine fue a
contener al Camarero, que ya arrugaba su nariz y le decía entre dientes motherfucker. Los demás tipos con
mostachos controlaban al muchacho de celeste, anegado ahora en la silla. En la
mesa Treepine le recriminaba su actitud polemista con gente que ni siquiera
conocía, le dijo además que no estaba dispuesto a abalanzarse a golpes con
cualquiera que anduviera provocando por ahí. Que ya no se haría cargo más de
él. El Camarero le devolvió un eructo.
Sucedía la noche y
todo volvió a sumirse en la calma, poco a poco se fueron retirando los
nietzscheanos. El muchacho de celeste, aburrido de las conversaciones
trasnochadas de sus congéneres, se acercó a la mesa del Camarero; éste se bebía
una sopa y al levantar la vista, de entre humareda que emitía el plato, no
había reparado en unas repobladas patillas del muchacho de celeste, que le rebrotaban
de las partes anteriores de sus mejillas con estruendo; como las de Pushkin,
pensó volviendo un poco a la sobriedad. Le preguntó si podía sentarse, el
Camarero estaba más amigable y le hizo un gesto afirmativo, se dispusieron a
conversar. Le preguntó su nombre: Charlie Melnick, le contestó el muchacho. Le
preguntó luego que cuál era el motivo de que anduviera con los lentes de sol
puestos a esas horas, si ya había anochecido. Él le contestó que los lentes de
sol, sólo en escasas ocasiones, se usan precisamente para proteger los ojos de
los rayos del sol; pero que en realidad también sirven para dar una especie de
poder. Ocultar los ojos —le decía Melnick— quiere decir esconderse, y
esconderse significa quedar impune ante cualquier incidente. El Camarero salió
de su sopor y se enfrascó en una conversación que terminó siendo, en contra de
todo lo imaginable, fantástica. A esa altura Alex Samsa deliraba de cafeína, no
se podía estar quieto y salía a fumar copiosamente un cigarrillo tras otro a la
terraza del bar. Oliphant, por su lado, hacía casi ya una hora que yacía en el
baño, víctima de una diarrea fulminante por la cantidad ingente de White
Russians ingeridos. Charlie Melnick invitó entonces al Camarero a un canuto, y
Samsa, que ya estaba fuera sentado en la banquita del descansillo, se unió a la
conversación. El estado letárgico en el que los sumió la marihuana de Melnick favoreció
la comunicación con Samsa, quien a pesar del café, persistía en su ánimo tan
abstracto. Cuando la etérea sensación comenzó a poblar la lengua y el cerebro
de Melnick y el Camarero, Sama soltó una mini conferencia sobre la novela
polaca, sobre Gombrowicz en especial, y su Trans-Atlantyk
en particular. Daba la impresión de haberse leído todo Gombrowicz, a pesar
de manifestar que apenas lo venía conociendo, que estaba enfrascado en esa
novelita corta, pero que ya armaba en su cabeza alguna explicación definitiva al
por qué ponía palabras tan inusuales en mayúsculas, como la Emily Dickinson. Al
Camarero, que en un comienzo lo oyó con sincero entusiasmo, le entraba el
sueño, y lentamente se fue retirando del lugar. Excusándose por unas ganas de
mear, fue a recoger su abrigo en la barra, y raudamente se condujo hasta la puerta.
Sonaba en el wurlitzer una canción de la Annie Lennox. Cogió un taxi y se quedó
dormido en el trayecto. El taxista lo despertó tres manzanas más allá de su
casa, y sin siquiera decir gracias se bajó del automóvil y caminó de vuelta al
604 de la 44th Street.
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