jueves, 5 de abril de 2018

EL VASO DE AGUA ES UN ENSAYO DE QUIETUD/ 2 variaciones de Andrés Sánchez Robayna









EL VASO DE AGUA

el vaso no es una medida
sino su estancia solamente

una terraza pide al sol:
sólo la luz en que se basa

más alto el vaso no es más alto
ni menos hondo si se alza

terraza alta en su mañana
o luz altiva ya le bastan

lo que reposa en él reposa
sin ser más cosa que mirada


de La roca (1980-1983)




















EL VASO DE AGUA


(A Ramón Xirau)

         El vaso no es una medida. El vaso en pleno mediodía. el vaso es de un cristal ligero, muy delgado, delicadeza medida, estancia bajo el sol. El vaso de agua es un ensayo de quietud.
         El sol bebe con un sorbo invisible. El sol sin uñas, quieto y rasgado.
         El vaso está en reposo bajo el sol. y bajo la mirada, erguido y soleado. El vaso es la mirada. El vaso quieto bajo el sol rasgado.
         Todo sucede en una ausencia. El vaso de agua estaba. Pero puedo dejar de pensar en lo que miro o escucho. Puedo dejar de decir lo que me miro o escucho. Sólo existe la verja de hierro recorrida por flores perezosas, al aire quieto, la terraza a esta hora crecida y plena.
         El sol confluye aquí y allá, y presencia y ausencia son formas giratorias. En la terraza del sol quieto y vacío una hoja dibuja su sombra y ésta le devuelve su presencia, y la luz entre y sale del vaso de agua abatido por sombras dispersas, y el sol busca pulsar cada cosa, y todo le devuelve su ser -y cuando se detiene sobre el vaso, luz recta y presencia obediente, el vaso no echa sombra alguna sobre la mesa de la terraza de quietud.

de Tinta (1978-1979)







domingo, 1 de abril de 2018

BLACK MOUNTAIN/ 1 ensayo de Eliot Weinberger


        







         Sólo en Estados Unidos podía imaginarse una escuela de arte como sacada de la Utopía y, sin embargo, así es exactamente como la “Escuela Black Mountain” o Black Mountain College (1933 – 1956) sigue viva en el recuerdo. Ubicada en un magnífico rincón de las Montañas Azules, en los Apalaches, era una comunidad en la que estudiantes y maestros vivían juntos, trabajaban la tierra y criaban animales para proveerse de alimentos, construían sus propias viviendas y salines de clase, y decidían conjuntamente los cursos de los planes de estudio y el curso de sus vidas. La escuela fue un puesto de avanzada del esteticismo durante los años de la Depresión, dos guerras candentes y después, durante la guerra fría, atrajo a un grupo extraordinario de europeos que huían del fascismo y norteamericanos que buscaban dónde refugiarse del capitalismo. Era de esos lugares en que Josef Albers decidía cómo había que acomodar las latas de conservas en las alacenas de la cocina, y donde la diversión nocturna podría consistir en una obra teatral con música de John Cage y coreografía de Merce Cunningham, decorados de Elaine y Wilhelm de Kooning, vestuario de Richard Lippold, dirección de Arthur Penn y con Buckminster Fuller en el papel de protagonista principal.
         Fuller construyó su primera carpa geodésica en Black Mountain y fue allí también donde Cage interpretó por vez primera su silenciosa música y puso en escena su primer “evento” teatral. Entre los artistas residentes en ella (tanto estudiantes como profesores) se encontraban Albers, los De Kooning, Rauschenberg, Kline, Lippold, Shahn, Feininger, Zadkine, Bolotowsky, Chamberlain, Nolan, DeCreeft, Twombley, Tworkov, Vicente y Greene. Gropius enseñaba arquitectura; Cunninghma, DeMille, Humphrey y Litz, danza. Sus compositores de música fueron Harrison, Wolpe, Sessions y Krenek; sus fotógrafos, Callahan, Siskind, Newhall y Morgan. Radin era maestro de antropología, Von Franz de mitología, Rudofsky de historia del vestido. Allí estuvieron Paul Goodman, Alfred Kazin, Clement Greenberg, Eric Bentley, Eric Kahler, Clark Foreman, Edward Dahlberg y M.C. Richards. Y, en los últimos añosde la escuela, Charles Olson, Robert Creeley y Robert Duncan fueron las fuerzas centrífugas de un movimiento poético al que luego se llamó, incorrectamente, “the Black Mountain school”.
         Sin embargo, tal vez sea mejor conservar la leyenda de Black Mountain y recitar su larga lista de héroes que escarbar en su realidad. Como casi todas las utopías, no resiste una indagación escrupulosa. En su peculiar y fascinante libro Black Mountain: An Exploration in Community (Black Mountain: una exploración en el concepto de comunidad) (1972), Martin Dubezman dedicó quinientas páginas a tratar de reconciliarse con el lado oscuro de Black Mountain, y ahora, tras diecisiete años de trabajo para reunir toda la información desperdigada, Mary Emma Harris publica The Arts of Black Mountain College, un exuberante álbum de recuerdos, historia y compendio, que pasa ligeramente por alto las malas noticias recurrentes y celebra los numerosos éxitos alcanzados.

         Si Bien fue una institución muy pequeña y de corta vida ―en sus 24 años sólo tuvo 1200 estudiantes, y de ellos la mayoría sólo asistió a algún curso de verano―, Black Mountain experimentó tantas crisis divisionistas y tantos movimientos de ascenso que es imposible toda generalización en cuanto a sus intenciones y objetivos. Esencialmente, hubo tres Black Mountains, cada una de ellas compuesta por miembros muy peculiares que raras veces estaban de acuerdo en más de un punto. La primera fue la escuela fundada en 1933 por John Andrew Rice y un grupo de profesores y estudiantes renegados de una escuela de la iglesia Congregacionalista de Florida y cuyo guía y protector fue, hasta 1949, Josef Albers. La segunda fue la notable serie de cursos de verano que, con algunas interrupciones, se impartieron entre 1944 y 1953. Y la tercera fue la constituida por el pequeño grupo de parias principalmente literarios capitaneado por Charles Olson, que más o menos acamparon con sus tiendas en las minas de escuela entre 1951 y 1956.
         Rice era un clasista iconoclasta a quien le encantaba el papel de enfant terrible y enseñaba cuestionándolo todo, en especial las creencias más caras a sus estudiantes. Cuando él y sus compañeros exiliados de Rollins College tomaron los edificios de la Asamblea Baptista en Black Mountain en 1033, llegaron con unos planes concretos y un objetivo general: acabar con la institucionalización (y, para Rice, la “excesiva feminización”) de los colegios universitarios de Estados Unidos. En Black Mountain estudiantes y profesores serían igualmente responsables de todos los aspectos de sus vidas y de su educación. No habría “administración” ni órgano de gobierno externo, como los fideicomisos; las decisiones las tomaría el conjunto de la comunidad siguiendo el “modelo de grupo” de los cuáqueros. Las calificaciones y los exámenes serían abolidos; las clases de atletismo y gimnasia se sustituirían por el trabajo útil en la granja y las labores de limpieza y mantenimiento de los edificios. Lo más importante de todo es que el arte sería la fuerza central ―no, como en las demás escuelas, una actividad a realizar fuera del programa de estudios― en la educación general del estudiantado.
         A este cálido invernadero del progresismo norteamericano llegó el más frío de los modernistas europeos: Josef Albers, que salió de Alemania tras el cierre forzoso de la Bauhaus y llegó al condado de Buncombe, Carolina del Norte, sin hablar una palabra de inglés. (“Todo lo que sabía decir era Buster Keaton y Henry Ford.”) En un país sin cultura pero “ansioso de tener una”, Albers se vio a sí mismo como una suerte de consejero cultural y espiritual que guiaba a los estudiantes por un disciplinado programa de autodescubrimiento consistente en experimentar de forma dirigida con los elementos de la forma. “La abstracción ―escribió― es la función esencial del espíritu humano”. Todo lo demás era distracción.
         Esto significaba que durante los años de Albers no se enseñó en Black Mountain historia del arte y nadie dibujó o pintó nunca el hermoso paisaje. El arte era una serie de problemas que hay que resolver: las interacciones de las formas y los colores (sólo se usaba papel de colores, no pintura, que es variable), la ruptura o división entre los efectos “físicos” y “psíquicos” de la materia. De modo que los estudiantes se esforzaban para lograr que lo duro se viera como blando, que lo húmedo pareciera seco y lo caliente, frío. Hacían que la madera pareciera agua; las cáscaras de huevo, pétalos de flores; las mamparas de alambre y las hojas de los árboles, sombras. Hacían bisutería con sujetapapeles y utensilios de cocina; arreglaban con meticulosidad los granos de maíz para que dieran la impresión de ser un retazo de paño tejido.
         Albers ―disciplinado, obstinado, autocrático, “maestro encantador y persona imposible” según Robert Rauschenberg― fue la fuerza motriz de Black Mountain durante diecisiete años. Puede decirse que casi todo lo que ocurrió en esa escuela durante los meses del calendario escolar se debió a su presencia o a la reacción de los demás ante ella. Siempre se opuso a los profesores más jóvenes e idealistas del claustro y defendió su posición personal de luchar por los ideales de la educación vs. la comunidad ideal; la preocupación estética vs. el interés por los temas sociales; por el aislamiento vs. la interacción con el resto del mundo. (Tal vez en el hecho de considerar contradictorios estos impulsos estuvo la ruina de la escuela.)
         Albers no podía tolerar “todas esas tonterías acerca de la democracia”. Siempre remachaba que los maestros saben más sobre la enseñanza que los alumnos y así, poco a poco los estudiantes perdieron la igualdad que desde el principio les correspondía en la administración de la escuela. A él no le interesaba el trabajo de la granja y lamentaba el desaliño de los estudiantes en su ropa bohemia. Permitía ciertos trabajos de artesanía y artes manuales ―como tejer (Anni Albers era la maestra), tallar madera o coser libros― pero la cerámica era verboten (“un arte ancilar”). Más importante aún: Albers era indefectiblemente apolítico y contrario a la enseñanza de las ciencias sociales y la historia. Quizás llo más sorprendente de Black Mountain durante los años en que los Albers estuvieron allí sea su olvido premeditado de los dramáticos acontecimientos que entonces tenían lugar. En una ocasión en que los estudiantes montaron una obra de teatro con tema proletario de Irwin Shaw en ligar de las acostumbradas obras folklóricas o de Ibsen, Albers estalló en cólera. Cada sábado se reunían para escuchar la ópera por radio pero cuando, a los seis meses de iniciada la segunda Guerra Mundial, un estudiante llevó un aparato de radio al comedor para oír las noticias, se armó un escándalo general. Ni Harris ni Duberman mencionan que alguien en la escuela se interesara por la Guerra Civil española.
         Albers logró generalmente mantener a la comunidad aislada de lo que se suponía era “el mundo exterior”. Esto significaba no sólo la oposición a las propuestas de otros miembros del claustro de profesores en el sentido de realizar trabajo social en la comunidad, campañas de registro de votantes, programas de trabajos manuales, etc., sino también algo mucho más desolador: la purga constante de elementos cuya presencia era vista como perjudicial para la imagen de la escuela. A fines de los años cuarenta se cerró el cupo para los judíos; y los izquierdistas como, sobre todo, Eric Bentley, Clark Foreman y Paul Radin, fueron obligados a irse. A los homosexuales se les toleraba sólo si mantenían en secreto sus actividades. Y, en lo que constituyó una larga y particularmente divisiva batalla, Albers y sus seguidores mantuvieron segregada a la escuela, pese a la abrumadora oposición de los estudiantes, hasta 1944, cuando por fin permitieron que una estudiante negra no interna asistiera a clases. (Muy pocos negros tomaron cursos en la escuela durante los cinco años siguientes.)

         Año tras año, durante el otoño, el invierno y la primavera, los diminutos feudos, encabezado cada uno por un carismático profesor, libraban fuertes combates con tal de conseguir el control ideológico de la comunidad y de la escuela. No fue hasta 1944, con la inauguración de los cursos especiales de verano, a los que asistían muchos estudiantes de tiempo completo y algunos profesores, cuando Black Mountain se ganó el calificativo de “utópica” hoy vigente en su reputación.
         Hay que recordar que caso todas las luminarias cuyos nombres se asocian con Black Mountain no impartieron más que cursos de verano en la escuela y, en caso todos los casos, sólo durante un verano. (El libro de Harris, por ejemplo, empieza con una reproducción a color de Asheville 1948, un cuadro de De Kooning y, sin embargo, el pintor sólo pasó dos meses de su vida allí.) Muchos de ellos entonces eran jóvenes y no tenían ni un centavo. Les dieron la oportunidad de pasar unos meses de vacaciones en el campo ―con cama y comida, pero sin sueldo― y la libertad de enseñar lo que quisieran y como ellos quisieran. Las comidas eran comunales y muchas de las clases se impartían en torno a una mesa del comedor― “la educación como conversación”, decía Cage. Quienes se dedicaban al teatro encontraron una extraordinaria oportunidad para realizar su trabajo: había estudiantes y profesores bailarines, actores y músicos, así como la ambientación, todos ellos ansiosos por trabajar. En Black Mountain se formaron o reforzaron alianzas ―entre Cage, Cunningham, Rauschenberg, Fuller, Harrison y Lippold, por ejemplo― que dejaron un efecto duradero en el arte de cada uno de los componentes del grupo.
         Por encima de todo, eran demasiadas estrellas para que alguien pudiera dominarlas a todas, y ninguna de ellas tenía intereses creados respecto a la comunidad. Se trataba de hacer arte, no de perfilar las características de una escuela de arte, y la afluencia de visitantes transitorios logró impedir el anquilosamiento institucional. Por si fuera poco, la naturaleza provisional e improvisada de los cursos de verano rimaba perfectamente con las técnicas que Cage y los demás exploraban en aquel entonces: operaciones de la casualidad, yuxtaposiciones al azar, introducción de lo accidental en la obra “acabada”, mezcla de medios, desmantelamiento del “objeto artístico”. Tener a Cage en lo alto de una escalera leyendo al Maestro Eckhart al tiempo que Rauschenberg hacía sonar los rasposos discos de Piaf en un gramófono manual, Cunninghamm bailaba entre el público perseguido por un perro, David Tudos golpeaba las teclas de un piano y sobre la pared alguien proyectaba diapositivas y cintas de cine desde diversos ángulos…todo eso era exactamente lo opuesto a la meticulosa ordenación de las formas que Albers propugnaba. Para un albersiano, el espectáculo montado por Cage era como un regreso a los siglos oscuros.

         Albers y todo el plantel de profesores de arte presentaron su renuncia en 1949, y esa visión de la Edad Oscura se convirtió en la sombra proyectada por el gigantesco Charles Olson, para quien “el poeta [era] el único pedagogo que quedaba”. La escuela, en muchos sentidos, se transformó hasta quedar convertida en lo contrario de lo que había sido: se dio preeminencia a la escritura más que al arte; el estudiantado antes en su mayor parte femenino pasó a ser predominantemente masculino; los progresistas idealistas de los años treinta y cuarenta se convirtieron en los nihilistas alcohólicos de los cincuenta, en exiliados del boom materialista de la postguerra; la política devino una cuestión de acalorados debates (uno de los cursos que Olson impartió se llamó “El presente” y su libro de texto era el periódico de cada día); “proceso” sustituyó a “forma” como palabra clave.
         Olson se representaba mentalmente la escuela de Black Mountain como el “gemelo” del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton e hizo grandes planes para que llegaran profesores visitantes y se organizaran masivos simposios sobre caso todos los aspectos del conocimiento humano (“un programa de estudios del alma”). Pero él no tenía nada de administrador y, en la Norteamérica de McCarthy, a la escuela llegaban más agentes del FBI que estudiantes. La escuela decayó completamente. Cerraron el comedor y los estudiantes tuvieron que valerse por sí mismos. La granja y el granero fueron abandonados, las vacas enfermaron y murieron de frío. Malas hierbas invadieron los terrenos de la escuela y las aulas se llenaron de basura. En la fonoteca, los discos se derritieron hasta quedar como en el cuadro de Dalí. Como dijo Olson, no quedaba “nada de la maldita comunidad”; de hecho aquello caso no era tal. En sus últimos años la escuela contó con menos de veinte personas entre estudiantes y maestros, la mayoría de los cuales eran artistas profesionales (o en potencia) más interesados en su propio trabajo que en ningún ideal educativo o comunal.
         Y pese a ello, este pequeño grupo de intrusos constituyó el único movimiento artístico al que se le ha aplicado el nombre de “Black Mountain”. Olson llevó a la escuela a Robert Creeley y a Robert Duncan 8quien había sido expulsado de ella en 1938, el segundo día de haber llegado, por su homosexualidad y por sus opiniones anarquistas), otros, como los estudiantes Edward Dorn, Joel Oppenheimer y Jonathan Williams, llegaron por sí mismos sin proponérselo, un poco por obra de la casualidad. Juntos, todos ellos resucitaron el desaparecido mundo de las imprentas pequeñas dedicadas a la poesía con una ráfaga de publicaciones, como panfletos y hojas sueltas impresas en las propias máquinas de la escuela, en la Jargon Press de Williams y, sobre todo, con la Black Mountain Review, que bajo la dirección de Creeley llegó a ser la mejor revista “pequeña” de los años cincuenta. En 1960, a los cuatro años de haberse cerrado la escuela, Donald Allen, en su antología The New American Poetry, bautizó formalmente a los seis poetas (junto con otros que nunca estuvieron en la escuela, como Paul Blackburn, Larry Eigner y Denise Levertov) con el nombre de “la escuela de Black Mountain”.
         Como movimiento, a los poetas los unía en gran medida su rechazo a la “Nueva crítica”, en boga por aquellos años, así como el tipo de poemas que escribían, objetos―poemas bien construidos que encajaban en los moldes de la prosodia tradicional. Para Creeley, la forma no era “más que una extensión del contenido”; para Duncan, el poema era un acontecimiento, “no un registro de un acontecimiento sino el acontecimiento mismo”; para Olson, las pausas en la respiración del poeta determinaban la medida de los versos; para Levertov, el poema era una entidad orgánica. La mayoría de ellos se sentían afines a William Carlos Williams y gustaban de la poesía escrita tal como se habla; algunos creían, con Ezra Pound, que el tema de la poesía era todo, que la poesía era la mejor forma de hablar acerca de todas las cosas. Si, en las revistas académicas de la época, los poemas eran flotillas de barcos pequeños, Olson aspiraba a botar grandes embarcaciones. Con frecuencia se comparaba a sí mismo y su puñado de estudiantes con Mao en las cuevas de Yenán. Cuando la decadencia de la escuela en Carolina del Norte comenzaba a agudizarse, Olson soñó que una red de satélites y células de Black Mountain se esparcía por todo el país: una fuerza.
         Es curioso, pero tanto Albers como Olson pasaron mucho tiempo en México a fines de los años cuarenta y principio de los cincuenta. Albers vio las pirámides precolombinas como expresiones de una forma pura que él podía reducir a unas cuantas líneas en una página. (Y, en una extraña fantasía antropológica, declaró que Black Mountain se ponía “conscientemente del lado de los mayas, que exigían que el rey fuese el más culto de todos ellos”.) Olson vio los jeroglíficos como poesía, encarnaciones perfectas de las cosas que representaban, y reparó en incontables ejemplos ―desde la domesticación del maíz hasta la manera de caminar de los indios― de lo que consideraba la unión “sin costuras” de intelecto y corporeidad en los mexicanos. En una de sus frases más famosas exclamó: “¡Oh! estos mayas eran calientes para el mundo en que vivieron, calientes para domeñarlo como era ―como es, mis queridos conciudadanos”.
         Fríos y calientes, los vientos que salieron de Black Mountain nunca se han disipado. Hay una línea recta de preocupación por la forma que va de Albers a los expresionistas abstractos, a los pintores pop y op, a los conceptualistas, a la actual especie de neoexpresionistas, neogeos y otros comerciantes de calidad. Albers se sentiría como en casa en el Museo de Arte Moderno que mostrara un fetiche espiritual polinesio, aislado de su contexto religioso y social, al lado de un Giacometti, pues los dos son antropomórficos, altos y delgados. Lo frío ha dominado el siglo, lo caliente sigue siendo lo siempre heterodoxo. Olson nunca ganó un premio importante (tampoco Creeley ni Duncan); murió con gran parte de su obra agotada. Hoy, por supuesto, hay un estante lleno de estudios críticos acerca de ella, pero los poetas que viven y trabajan según la imagen que Olson les transmitió de lo que debe ser la poesía son tan marginales como lo fueron Pound, Williams y Olson en los tiempos en que les tocó vivir.
         En Black Mountain, tanto los años de Albers como los años de Olson fueron pequeños triunfos en medio de una gran desastre. Después de todo, tal vez sea imposible crear una comunidad de artistas en una sociedad secular. Y, si bien tomamos por descontados los beneficios de aventuras como la de Black Mountain y sus numerosos éxitos, quizás el error estuvo en suponer que la función de una comunidad así debía ser educativa. La inseparable identificación del arte con la escuela reciente. En 1914, el boxeador y poeta dadaísta Arthur Cravan, encolerizado contra las escuelas de arte, terminó su diatriba con estas proféticas palabras: “Estoy muy sorprendido de que a ningún ladrón se le haya ocurrido la idea de abrir una escuela donde enseñar a escribir”.


1987