En 1987 Gu Cheng escribió:
“El poeta es justo como el cazador de la fábula que hace la siesta junto a un
árbol, a la espera de que las liebres corran de cabeza contra el tronco y se
partan el cráneo. Después de esperar largo tiempo el poeta descubre que él
mismo es la liebre”. Estas palabras resultaron proféticas, y seis años después,
su colisión terrible y sórdida contra el árbol casi suprimió lo que hubo antes.
Sus poemas, de modo inevitable e injusto, se leyeron como reminiscencias de su
muerte.
Hijo de un distinguido poeta
y oficial del ejército, Gu Gong, nació en 1956 en Pekín. A los doce años de
edad escribió un poema de dos versos que a la postre se convirtió en lema de la
nueva poesía no oficial:
Hasta con ojos oscuros, un
don de la
noche oscura
Busco la luz que deslumbra
En 1969 la Revolución
Cultural envió a su familia al desierto de sal de la provincia Shandong para
arrear cerdos. Los habitantes de la localidad hablaban un dialecto que Gu Cheng
no podía entender y a causa de su aislamiento quedó ensimismado en el mundo
natural: “La voz de la naturaleza se hizo lenguaje en mi corazón. Fue la
felicidad”. Su libro favorito eran las decimonónicas anotaciones y dibujos
entomológicos de Jean-Henri Fabre; coleccionó insectos y observó aves; escribió
poemas en la arena con una ramita, poemas con títulos como “La florecilla sin
nombre” o “El sueño de la nube blanca”. Al igual que John Clare, encontraba
poemas en los campos y los redactaba. Tiempo después afirmó: “Oí un sonido
misterioso en la naturaleza. El sonido se hizo poesía en mi vida”. Escribió que su
“primera vivencia de la naturaleza de la poesía” fue una gota de lluvia. Su
infancia fue una visión del paraíso de la que nunca se recobró.
Volvió a Pekín en 1974 y trabajó en
una fábrica. Escribió con frenesí, incluso –al igual que Charles Olson– en las
paredes de su habitación. Detestaba la ciudad: “esas cajitas llenas de luz, los
crisoles en los que se funde la antigua humanidad”. Se tenía a sí mismo por un
insecto vivo “prendido a un tablón con patas bailoteantes”. Pero se alineó con
un grupo de poetas –Bei Dao, Duo Duo, Yang Lian, Mang Ke, Shu Ting, y otros–
casi todos siete o diez años mayores que él, los cuales crearon la primera
revista china en samizdat, Jintian (Hoy). La expresión
literaria del nuevo movimiento Muros de la Democracia –de hecho, su primer
“número” fue una serie de carteles furtivamente fijados en los muros de Pekín–
había rechazado el realismo socialista y su épica de héroes revolucionarios y
cosechas gloriosas, para escribir poemas en primera persona, introspectivos e
imagistas.
Uno de los primeros poemas de Gu
Cheng,
El cielo es
gris
El camino
es gris
Los
edificios son grises
La lluvia
es gris
En este
diseminado gris muerto
Caminan dos
niños
Uno es rojo
intenso
Otro es
verde claro
fue calificado por un crítico
oficial de menglong y la palabra acabó por etiquetar a todo el grupo. Menglong
significa literalmente “brumoso”, pero sin las connotaciones sentimentales
y efímeras que tiene en inglés: una traducción menos literal y más precisa
sería “oscuro”. Bei Dao propone que sean conocidos como grupo Hoy, pero
infortunadamente el nombre Poetas Brumosos ha quedado para la posteridad. Como
Gu Cheng afirmó en aquel entonces: “No es brumoso en absoluto. De hecho,
algunas cosas están quedando más claras”.
Se
convirtieron en la conciencia de la generación y en sus estrellas pop. Bei Dao
fue su John Lennon cerebral y Gu Cheng su Bob Dylan, su poète maudit lírico.
Leyeron poemas en estadios repletos de jóvenes y tuvieron divertidas aventuras
y astracanadas directamente de A Hard Day's Night, huyendo de multitud
de exaltados que los adoraban.
La
burocracia no sabía qué hacer con ellos. Sus obras fueron prohibidas y se les
condenó en las campañas Contra la Contaminación Espiritual y Contra el
Liberalismo Burgués. En una acción quizás sin precedente literario, el padre de
Gu Cheng, Gu Gong, escribió un ensayo que comienza así: “Me veo cada vez menos
capaz de entender la poesía de mi hijo. Me está irritando cada vez más.” Un
ensayo lleno de frases como “cuanto más leo más me enfado”, “me enfureció”, “me
decepcionó y deprimió”, el artículo al concluir procura, por fin, una
reconciliación a regañadientes: “bien, debemos intentar comprender a esta nueva
generación…”.
La obra de
Gu Cheng dio un delirante salto desde la lírica con El expediente de Bulin ,
el primero de sus poemas seriales, en 1981 . Centrado en una figura guasona,
Bulin, como el rey Mono de la novela clásica china, Viaje al oeste –Gu
Cheng mismo había nacido en el año del mono– es un conjunto de cuentos de hadas
bobos y delirantes canciones de cuna que parecen escritas por un niño que
hubiera comido hongos alucinógenos por equivocación. Aunque Bulin no se
parecía a nada escrito con anterioridad en chino –y acaso en ningún otro
idioma– Gu Cheng nunca lo consideró su obra definitiva. Ésta habría de llegar
unos años más tarde.
En 1983 se
casó con Xie Ye, una bonita estudiante de poesía que había conocido en un tren.
El día de la boda le dijo: “Suicidémonos juntos”. Ella era vivaz y práctica, él
se perdía en ensoñaciones y a menudo en la melancolía. La persuadió de que
abandonara la universidad para que fueran inseparables.
En 1985 tuvo una revelación. Antes
había “intentado ser hombre”, pero se había dado cuenta de que el mundo era una
ilusión, había aprendido a dejar atrás su identidad para vivir una suerte de
existencia sombría. Antes había escrito “poesía lírica sobre todo”, pero había
“descubierto un fenómeno extraño y único: las palabras mismas se comportaban
como gotas de mercurio esparcidas que se desplazan en todas direcciones”.
Tituló una de sus series Mercurio líquido . Escribió: “cualquier palabra
puede ser tan hermosa como el agua, siempre que esté libre de trabas”.
En una
entrevista con su traductor al inglés afirmó: “Creía en aquel entonces que lo
importante del lenguaje era no cambiar su forma, nunca cuestionar la manera en
que se usa: no se trataba de coger ese trozo de madera y hacer un tablón… Lo importante
era darle un golpe: se convierte en vidrio; dárselo de nuevo y se vuelve
bronce; de nuevo, y agua. Cambios en la textura del lenguaje”. En uno de sus
poemas de Mercurio líquido podemos leer:
Di di da
Peces
delicados
Danzan en
el aire
Di di da di
da
Los peces
traen árboles al aire
Di di da
Los peces
traen árboles al
Aire
Patas
arriba color de óxido en el
Aire
Lo
extraordinario es que Gu Cheng desconocía buena parte de la modernidad
occidental – los pocos poetas que conocía y admiraba en traducción eran Lorca,
Tagore, Elytis y Paz– pero había recreado buena parte de la historia literaria
del siglo xx . Del imagismo y simbolismo de sus primeros poemas había pasado
por el dadaísmo o uno de los futurismos. Al final aterrizó en un rincón del surrealismo
completamente propio. Se puede afirmar con
alguna certidumbre que Gu Cheng es el poeta más radical en dos mil quinientos
años de poesía china escrita.
En 1988 Gu
Cheng y Xie Ye se mudaron a Nueva Zelanda. Al principio disfrutó de un puesto
de profesor de chino hablado en la Universidad de Auckland. Se sentaba en
silencio mirando fijamente a los alumnos a la espera de que comenzaran a
hablar, y ellos a su vez esperaban a que él iniciara la conversación. Pronto
dejaron de asistir a clase y, cuando se descubrió el hecho, Gu Cheng fue
despedido.
La pareja
se trasladó a una casa ruinosa en Waiheke, una pequeña isla de la Bahía de
Auckland. Gu Cheng intentó con ello recobrar el paraíso de su infancia.
Recogían crustáceos, raíces y moras; elaboraban toscas vasijas y rollitos
primavera que intentaban vender en el mercado de la localidad; tuvieron un hijo
al que llamaron Mu'er (Oreja de Madera) por el hongo que crece en la madera
podrida, muy común en la cocina china. Xie Yie mecanografiaba y editaba todos
sus manuscritos y él le pagaba con billetes de juguete que pintaba de oro y
plata. Se rehusó a hablar inglés o cualquier otro idioma, pues, explicaba, “si
un chino aprende otro idioma perderá la noción de la existencia de su ser, de
su identidad”. Arruinó lo cacerolas de la cocina haciendo vaciados de plomo con
sus huellas. Siempre se le veía llevando un alto sombrero cilíndrico hecho con
la pernera de un vaquero.
Esto era
más o menos lo que yo sabía de Gu Cheng, y lo que se sabía en general, cuando
lo conocí en 1992 . Aquel año residió en Berlín con una beca y estaba de visita
en Nueva York con otros cuatro poetas del grupo Hoy.
La primera
noche Gu Cheng, Xie Ye y yo fuimos a un restaurante del barrio chino. Al
sentarnos, mi primera pregunta, previsiblemente, fue acerca del sombrero. Me
respondió que siempre lo llevaba para que ninguno de sus pensamientos pudiera
escapársele de la cabeza. Xie Ye afirmó que siempre dormía con él a fin de no
perder los sueños.
Gu Cheng
cogió el menú y eligió un plato. Xie Ye estaba sorprendida. Nunca antes había
pedido algo en un restaurante, pues prefería comer lo que le servían. Ella
colocó una grabadora en la mesa para registrar nuestra conversación. Me dijo
que todo lo que Gu Cheng dijera debía conservarse.
Hablamos
durante horas, pero entendí poco. Cada tema de inmediato se desviaba hacia una
disquisición sobre las fuerzas cósmicas: la Revolución cultural era como el
caos que precede a la creación en la mitología china, antes de que las cosas se
separaran en yin y en yang, y la Plaza Tiananmen representaba su continuado
desequilibrio; Mao Tse Tung era, de un modo que yo no alcanzaba a comprender,
la encarnación de wuwuwei, la no no-acción taoista. Xie Ye, que traducía, lo
miraba embelesada siempre y ambos irradiaban una inocente ternura. Me pareció
que con Gu Cheng estaba en presencia de uno de aquellos chiflados sabios
montañeses de la tradición china.
En algún
momento de la velada Gu Cheng se dirigió al baño, y en cuanto se perdió de
vista, Xie Ye se volvió hacia mí sonriente y dijo: “Ojalá se muera”. Me explicó
que en Nueva Zelanda la había obligado a dar en crianza a su hijo a una pareja
maorí, pues Cheng exigía su atención indivisa y quería ser el único hombre en
casa. Añadió: “No puedo recuperar a mi niño a menos que muera”. Me había
reunido por primera vez con ellos hacía unas cuantas horas.
Sus
penalidades privadas muy pronto se hicieron de sensacionalista conocimiento
público. Antes de volver a Nueva Zelanda Gu Cheng se había enamorado de una
estudiante – aunque aún no se había involucrado con ella–, Ying'er. La
correspondencia continuó y a Xi Yie se le ocurrió la maquinación de que si
invitaba a Ying'er a la isla de Waiheke, podría reemplazarla, abandonar a Gu
Cheng y reunirse con su hijo. Pagó el billete de Ying'er. Gu Cheng, con todo,
quería vivir como el héroe de El sueño del aposento rojo ( La
historia de la piedra ), como el príncipe del “Reino de las Hijas”, rodeado
de mujeres en un jardín de placeres alejado del mundo. Ying'er, por su parte,
aunque se hizo amante de Gu Cheng, estaba horrorizada por sus condiciones de
vida. Transcurrido un año de complicado acuerdo, Gu Cheng y Xie Ye fueron a
Berlín a fin de ganar algo de dinero para reparar la casa. Se suponía que
Ying'er iba a esperarlos, pero desapareció con un instructor de artes marciales
mucho mayor que ella.
En Berlín
compuso uno de los libros más extraños jamás escritos: Ying'er, un
relato vagamente narrativo, con largos pasajes de pormenores físicos, sobre su
relación y rompimiento. Es obsesivo y alucinado, narcisista y compasivo consigo
mismo, preciso e incoherente, ramplón y aterrador: en suma, más un documento
que una obra literaria que resulta ya imposible leer con mera distancia
estética. Gu Cheng dictaba el libro a una grabadora y Xie Ye lo transcribía,
añadiendo algunos capítulos y párrafos propios a la historia. Mientras
mecanografiaba el manuscrito Xie Ye comenzó a ver a otro hombre.
Al mismo
tiempo, él estaba escribiendo algunos de sus mejores poemas, sobre todo la
última serie, Ciudad (Cheng), una evocación panorámica y simultaneísta
del Pekín que detestaba y había perdido. (Bajo los castaños en un parque aquel
verano, se oyó a Gu Cheng murmurar una y otra vez “¿Cómo será China hoy?”) El
poema era autobiográfico en aspectos nada evidentes. El título era el Cheng de
su nombre, y en un recital presentó el poema refiriéndose a “los aterradores
viajes en autobús que cruzan Pekín, cuando el conductor vocifera: ‘Próxima
parada, Ciudad Prohibida (Gugong)', pues suena como ‘Próxima parada, Gu Gong',
mi padre”. (“La familia –había escrito– es donde comienza la destrucción”.) Sus
esporádicos pasajes violentos se leen ahora como augurios. Pero, sobre todo, su
collage de viñetas se pretendían ilusiones que a sí mismas se borraban en un
mundo ilusorio. “En mi poesía –había escrito– la ciudad desaparece y lo que
aparece en su lugar es un campo para apacentar”. A su modo es la versión
taoista del lema que los situacionistas habían escrito en los Muros de la
Democracia del París de 1968: “Bajo la acera, la playa”.
Según todos
los testimonios Gu Cheng se había vuelto cada vez más megalómano y violento. Se
había tomado las parábolas de Chuang Tzu literalmente y las había convertido en
una suerte de “todo está le permitido” al superhombre nietzscheano. En un
discurso en Francfort señaló: “al que sigue el Tao le está permitido matar,
suicidarse y de hecho hacer cualquier cosa, pues en realidad está ocupado en no
hacer nada”. Durante una entrevista le preguntaron acerca del budismo y
contestó: “El budismo es para los que no saben. Sí ya sabes, entonces ya no
existe”. “Pero –añadió de modo distintivo– todo es tuyo”. Pasaba casi todo el
tiempo dormido y sostenía que aquello era su verdadero trabajo: “Sólo me doy
cuenta de la frialdad del corazón humano cuando despierto”. Declaró que
compraría un arma, intentó estrangular a Xie Ye y terminó en un hospital
psiquiátrico; fue dado de alta unos días más tarde cuando ella se negó a
denunciarlo y aceptó responsabilizarse de él.
Volvieron a
Nueva Zelanda vía Tahití, donde visitaron la tumba de Paul Gaugin y llegaron a
la isla de Waiheke el 24 de septiembre de 1993, en su trigésimo séptimo
cumpleaños. El 8 de octubre Gu Cheng asesinó a Xie Ye y luego se ahorcó.
Ying'er se publicó
en China unas semanas más tarde y la historia se volvió una sensación para
cultos y no tanto. En Nueva Zelanda se consideró un ejemplo extremo de
violencia doméstica, pero en China se le tuvo por símbolo de la desolación
espiritual de la generación que había madurado en la Revolución cultural, o de
la vida martirizada del exilio, o del artista, o de la opresión varonil en
China, o de la trágica vida de la musa. Parece que todos los que alguna vez los
conocieron participaron con un libro o artículo, algunos de los cuales
calificaron a Gu Cheng de monstruo y otros afirmaron que Xie Ye lo había
convertido en uno. La madre de Gu Cheng recordó que los problemas habían
comenzado cuando en la infancia él se había precipitado desde una ventana y
había sufrido una lesión cerebral. Ying'er misma escribió un libro titulado Acongojada
en Waiheke, con prólogo de un ex novio para demostrar que Gu Cheng no había
sido el único hombre que había conocido. Incluso hubo una película ñoña, El
Poeta, con una hermosa y desnuda aspirante japonesa en el papel de Ying'er.
Gu Cheng y Xie Ye se habían convertido en el Ted Hughes y la Sylvia Plath
chinos.
En una de
sus últimas cartas escribió: “Si lees mi libro sabrás que estoy completamente
loco. Sólo mis manos son normales”.
Escribió:
“Cuando recorro el camino de mi imaginación, entre el cielo y la tierra sólo
estoy yo y una especie de césped verde claro”.
Escribió: “Lo más profundo de mí nunca ha tenido más de
ocho años”.