viernes, 29 de mayo de 2015

CRIPTOGRAFÍA

Hoy es ya un
mal endémico de las literaturas contemporáneas 
esta pulsión negativa o atracción por la nada 
que hace que ciertos autores literarios
no lleguen, en apariencia, a serlo nunca.
 Enrique Vila-Matas







La criptografía, hoy por hoy, se ha convertido sino "en" la única forma usada de la escritura. La prosa entendible, fácil, parece ser recurso exclusivo, casi, de los escritores mercachifles que acumulan su sustento de la venta de sus libros -si es que con sustento hablamos humildemente de millones de dólares mensuales-. En fin, este tipo de escritura, en cierto sentido, ha liberado al escritor de algunos formalismos, pero ha puesto al lector (y su mecanismo tradicional de lectura) en un problema. El hermetismo de ciertos textos (sin desvincular a la narrativa) “padecen” o “gozan” en esta naturaleza, pero el lector no deja de desconcertarse, y a veces habla más sobre los textos que leerlos; conducta que es natural y sintomática sobretodo en la época moderna, pues, por ejemplo, ¿cómo leer el Finnegan's Wake, o la prosa sinuosa y borrega de Faulkner sin trastabillar, y sin entender a momentos lo que se está "contando"? Así mismo, no deja de ser un terreno peligroso para la literatura este tipo de escritura, pues muy poca diferencia, al menos en apariencia, existe entre un texto ininteligible, compuesto al voleo, verborreico pongamos; de un texto codificado conscientemente, con un hilo conductor, con una coherencia en toda su extensión. Digamos que los textos con pretensiones estéticas tienden a ello, a ciertos quiebres en la forma, o a experimentalismos con el significante y el sonido, como es el caso paradigmático de Joyce. Pero, por ejemplo, los textos filosóficos o con ánimos reflexivos caen con frecuencia en este hermetismo sin causa, que lo único que tiende es a confundir al lector. En la poesía esto parece ser casi su sustancia.

En esto último me detendré un momento.

Para un escritor en ciernes, ¿cómo entrar en una escritura reflexiva sin ser obligado, por obra de la naturaleza de la mente, a caer en el hermetismo? ¿Cómo hacer entendible una cosa-asunto que ni el propio autor entiende muy bien? Con mis lecturas he desglosado -de manera subrepticia, claro- dos tipos de escrituras reflexivas, y por ende, dos maneras de leerlas. 
Está el formato Borges/ Lichtenberg/ Nietzsche, que presenta en la escritura el resultado de una reflexión: aforismo, apunte, ensayo breve. La actividad mental  -cuya envergadura no es menor- se expresa, se comunica, finalmente, en una fórmula: aquellos breves textos, concisos, no menos densos, y sin digresiones. No me gustaría decir “la punta del iceberg”, no es la metáfora adecuada, pues me parece que todo el proceso reflexivo es desechado y no queda más que en un proceso mental no escrito. Dicho procedimiento sirve para rescatar unas cuantas fórmulas verbales que bastan, y no es un fin en sí mismo. 

Borges, en este caso, es la reticencia.

Está el otro modo, el formato Arlt/ Kerouac/ Miller, en el que se "piensa" escribiendo. La digresión se encarna en escenas dubitativas, contradictorias, y finalmente, síntesis o conclusiones que ponen de manifiesto el proceso mismo del pensamiento. Poniéndolo de otro modo: se escribe el pensamiento

Arlt, en este caso, es la exuberancia.

La forma breve tiende a la lectura fácil y poco atenta. No obstante, en ella se cae menos en el hermetismo, por no darse la chance de una discursividad que borronea, confunde la lectura. 

La forma larga y la confusión hoy en día parecen una epidemia. 

Largos textos producto de la viciosa escritura automática, la prosa espontánea, el experimentalismo con el significante. Textos decididamente incomprensibles, en los que incluso el motivo, el asunto o algunos rasgos de coherencia se pierden por completo. El autor está confundido. No sabe qué escribir. El sentido común se ve asediado. La literatura se convierte en psiquiatría. No quiero aventurarme a dar ejemplos de autores "consagrados". De Di Benedetto, por ejemplo, Zama me parece de una luminosidad sin precedentes. En cambio, El Pentágono, no termino de comprenderlo. Pero esto lo achaco a una falta de lucidez de mi parte por supuesto, y no a un descalabro o un facilismo del escritor mendocino.
No obstante, pongamos el caso de poetas chilenos (y no hablaré de escritores) que tengo más a mano, y que sinceramente gran parte de su obra -sobre todo en prosa- me parece de un mal gusto inapelable. 
Fragmentos del calibre como: 

Bellos y desamparados en medio del mito inaugural de las masturbaciones afectivas, el desmonte y el acople de la larga separación carnal, y yo soy el único responsable de esa imagen. Y el dolor parecía una película que no vimos, en la felpa rosada y angosta que se cuela por tus manos cremosas y tus bocas cansadas. (Diego Ramírez, Cariñoniñomio)

O

 Casas donde viven casas con casas y sus casas. Selladas al vacío y cayendo más allá. Ventanas que sudan la vergüenza al observarlas detrás de ellas. Delante, cablerío y signos de interrogación. Bolsillos y husos horarios. Nadie se mueve mientras camina. Deambulan sobre el hielo de sus pies. Atardece en algún verano a lo lejos. Lo único que se oyen son motores que explotan en la mente de los dinosaurios. En sus sueños premonitorios. En los momentos previos a su resurrección corporativa. (Héctor Hernández Montecinos, Fragmentos)


Una entropía reina en estos entramados de palabras puestas allí como por obra y arte de conexiones mentales deficientes. Al modo de fórceps creativos. Una escritura residual, que no sé si su condición se da por el descuido tanto en la revisión como en la producción compulsiva, o porque sencillamente sus autores se hallan en un ensimismamiento ejemplar en el que creen ellos que el otro los entiende porque ellos se entienden, a veces. Aunque, me gusta más la fórmula de Lautréamont, estos tipos están  presentando sus neurosis, a la manera de informes psiquiátricos, para que el lector se convierta, en una comunión casi sagrada, en su psiquiatra de cabecera. 

¡Pero si es el poeta el que consuela a la humanidad!



lunes, 25 de mayo de 2015

TÁNATOS Y CIVILIZACIÓN


En los primeros trozos de prosa de Austerlitz, la novela-bitácora de W.G. Sebald, nos encontramos con una nota a pie de página que recrea la sensación que hubo provocado en el autor el incendio de la cúpula del Lucerna Station en los Alpes Suizos. Años antes de aquel siniestro, en otro paisaje bien parecido, la Centraal Station de Amberes -Bélgica-, el mismísimo Austerlitz le contaba, con la pasividad del turista ocioso, la portentosa historia arquitectónica de ese monumento, matizado, por supuesto, con las vetas románticas e histriónicas que le eran inevitables al momento de narrar, naturalmente, las historias más complejas. Cosa que al parecer a Sebald le fascinaban, sobre todo porque Austerlitz era él mismo, pero uno mismo que se permitía esas digresiones. Un personaje. Un fantasma.
En ese pie de página, en aquellos breves pasajes, como entretejidos, encontramos unas fotografías. Un contrapunto entre la fotografía de esa cúpula de Amberes desmenuzada teóricamente por Austerlitz, casi a cabalidad en la página; y otra fotografía, más pequeña y como en un borde de la página, de la cúpula del Lucerna incendiándose, posiblemente extraída de un periódico de aquellas fechas (1971). 
La sensación descrita por el autor en ese pie de página, y esas fotografías que funcionan como textos inexplicables, provocan en la lectura una vividez, como también, otra forma de presentar el impacto, o en jerga médica: el shock, que lo ponen a uno en una posición ambigua, cuando al autor le da una especie de complejo de culpa dejando constancia de que probablemente el incendio lo había provocado él. "He visto a veces en sueños cómo las llamas brotaban de la cúpula e iluminaban todo el panorama de los Alpes nevados" - termina Sebald dando cuenta del desasosiego que aún le provoca un hecho, aparentemente, aislado. 



Podríamos hacer una unión casi artesanal de estos aspectos presentados en esta mínima escena de esta novela: por un lado, la apreciación intelectual del monumento hecho por el hombre, la contemplación estética, el goce; y por otro, la culpa -que, en fin, viene a significar querer ser culpable- del siniestro, como una forma de la destrucción (pongamos el ejemplo de la Historia Natural de la Destrucción -uno de los prodigiosos ensayos de Sebald- que de natural no tiene nada, pues de lo que se habla allí es de la destrucción provocada por el humano -¿o será que todo aspecto cultural, no deja de ser a la vez natural?).
¿A qué se quiere llegar con todo esto? Al Eros y al Tánatos, nuevamente por supuesto. Pero lo que quería introducir aquí es un gesto, más que una reflexión, que otro gran escritor presentó sin palabras en uno de sus libros más significativos. 


Enrique Lihn en la primera edición de La Musiquilla de las Pobres Esferas usó una fotografía de otra "cúpula" incendiada. En la solapa frontal, al reverso, una pequeña nota reza: techumbre de la Escuela de Bellas Artes luego del incendio, 1969. ¿Cómo presentar la destrucción de forma decorativa,  y a la vez, ocultamente conspicua, digamos elegante? Nadie ve en esos trazos en sepia, y como pintados encima, los restos de un museo en llamas. Nadie, al menos, de los lectores salteados, o con poca paciencia. No sé, tampoco, si esto es toparse con ese doble juego de la inteligencia de la obscenidad, o de lo obsceno como forma pensante, y como sentimiento.
La atracción por los monumentos devastados, este deseo ambivalente, de horror y éxtasis a un mismo tiempo: la contemplación estética, decía, y a la vez, como se acusara Sebald, la culpa; pero que en Lihn no deja de ser precioso, el horror precioso de la mendicidad, aquellas techumbres con las que se tapan del cielo los vagabundos; nuestra casa rota, diría quizás. Ese paraíso que disfrutamos a solas y con nuestra vergüenza de testigo. Esa atracción morbosa del esteta por todo lo pútrido y lo arruinado.
Un sentimiento que la verdad no comparto, sino solo fuera por el afán adolescente de ver arder las cosas sagradas.