lunes, 28 de diciembre de 2015

LA VIEJA/ APUNTES SITUACIONISTAS 4







El suicidio es algo planeado
en el secreto del corazón como una obra de arte.
Lo extraño es crecer.
Pero llegó la vieja. No sé por qué.
Golpeó la puerta, como si fuera el cartero.
El sol, y cartas amarillentas desperdigadas.
No existen escenarios en Chile para escribir.
En calle Lautaro con calle Santiago, allí, allí vive un miserable.
Y entonces la vieja entra contando malas noticias,
y abriendo refrigeradores y despensas,
devorándolo todo. En Chile no hay de qué escribir.
Un holograma elástico que se tensa oscureciéndolo todo.
La vieja sea quizás la Historia.
En esta casa no se conversa, se gesticulan imaginaciones,
la poesía es una mierda y el resto son noticias.
No vale salir con lápiz y papel, coger la micro,
bordear el mar hasta Horcón, solamente
para beberse una cerveza cogido de un árbol enclenque,
en el patio trasero de un matadero de máquinas oxidadas.
No hay de qué escribir, ni en Chile, ni en Villa Alemana.
Alguna vez fue escribir sobre la escritura;
luego, pocos años después, escribir sobre la lectura,
y en ello quedó todo, en una lagartija que pierde la cola
y que con ella se pierde a sí misma en la cosmología
provinciana. Están los amigos, están los santos bebedores,
están los fumetas, y las mujeres que silban en la noche.
Pero de poesía ni hablar. Llegó la vieja.
Y quizás quede escribir dejándolo de hacer,
descubrir otro país, otro tono, aguzando el oído,
y acabar con la farsa; ya que aquí no hay de qué hablar,
y no es que sea todo dicho, sino el silencio bárbaro
del miedo…y nada se oscurece, todo cuelga
asomándose en las orejas, el tono, el ritmo,
en Chile, donde no queda llaga ni sangre,
sino donde está echada la vieja, achicándose,
secándose, sin amor ni verso, desposada. Y en la casa
que no entran ni mis dedos, en Villa Alemana donde
se escribe al revés y sin puntos.







martes, 22 de diciembre de 2015

EL PAJARITO/ APUNTES SITUACIONISTAS 3







Y por qué no comenzar diciendo, aquí no; 
Noo, aquí no canta el pajarito. Las grandes murallas
Que esgrimen esta ciudad se han deshecho la pasada noche de nieve.
Caballos negros he visto por mi ventana, caballos negros con túnicas platinadas
Que aparentaban levitar, cogerse de la punta de las estrellas, y detrás
Un borracho yéndose en el sueño de las anemias; el tumultuoso crepitar
de los pinos ventosos, los perros adormilados en las veredas, 
y un pájaro que se muere en mi ventana. Aquí no, le digo,
aquí no canta el pajarito. 




viernes, 18 de diciembre de 2015

EL LIBRO-RIZOMA/ Fragmento de Capitalismo & Esquizofrenia de Deleuze-Guattari








        Un libro no tiene objeto ni sujeto, está hecho de materias diversamente formadas, de fechas y de velocidades muy diferentes. Cuando se atribuye el libro a un sujeto, se está descuidando ese trabajo de las materias, y la exterioridad de sus relaciones. Se está fabricando un buen Dios para movimientos geológicos. En un libro, como en cualquier otra cosa, hay líneas de articulación o de segmentaridad, estratos territorialidades; pero también líneas de fuga, movimientos de desterritorialización y de destratificación. Las velocidades comparadas de flujo según esas líneas generan fenómenos de retraso relativo, de viscosidad, o, al contrario, de precipitación y de ruptura. Todo eso, las líneas y las velocidades mesurables, constituye un agenciamiento (‘agencement’). Un libro es precisamente un agenciamiento de ese tipo, y como tal inatribuible.
        Un libro es una multiplicidad. Pero todavía no sabemos muy bien que significa lo múltiple cuando cesa de ser atribuido, es decir, cuando es elevado al estado de sustantivo. Un agenciamiento maquínico está orientado hacia un cuerpo sin órganos que no cesa de deshacer el organismo, de hacer pasar y circular partículas asignificantes, intensidades puras, de atribuirse los sujetos a los que tan sólo deja un nombre como huella de una intensidad. ¿Cuál es el cuerpo sin órganos de un libro? Hay varios, según la naturaleza de las líneas consideradas, según su concentración o densidad específica, según su posibilidad de convergencia en un “plano de consistencia” que asegura su selección. En este caso, como en otros, lo esencial son las unidades de medida: cuantificar la escritura. No hay ninguna diferencia entre aquello de lo que un libro habla y cómo está hecho. Un libro tampoco tiene objeto. En tanto que agenciamiento, sólo está en conexión con otros agenciamientos, en relación con otros cuerpos sin órganos. Nunca hay que preguntar qué quiere decir un libro, significado o significante, en un libro no hay nada que comprender, tan solo hay que preguntarse con qué funciona, en conexión con qué hace pasar o no intensidades, en qué multiplicidades introduce y metamorfosea la suya, con qué cuerpos sin órganos hace converger el suyo. Un libro solo existe en el afuera y en el exterior.
        Puesto que un libro es una pequeña máquina, ¿qué relación, a su vez mesurable, mantiene esa máquina literaria con una máquina de guerra, una máquina de amor, una máquina revolucionaria, etc., y con una máquina abstracta que las genera?
        A menudo, se nos ha reprochado que recurramos a literatos. Pero cuando se escribe, lo único verdaderamente importante es saber con qué otra máquina la máquina literaria puede ser conectada, y debe serlo para que funcione.
       Kleist y una loca máquina de guerra, Kafka y una máquina burocrática increíble... (¿y si, después de todo, se deviniese animal o vegetal gracias a la literatura - que no es lo mismo que literariamente -, acaso no se deviene animal antes que nada por la voz?).
        La literatura es un agenciamiento, nada tiene que ver con la ideología. No hay, nunca ha habido ideología.
        […] Escribir no tiene nada que ver con significar, sino con deslindar, cartografiar, incluso futuros parajes.
        Un primer tipo de libro es el libro-raíz. El árbol ya es la imagen del mundo, o bien la raíz es la imagen del árbol-mundo. Es el libro clásico como bella interioridad orgánica, significante y subjetiva (los estratos del libro). El libro imita al mundo, como el arte a la naturaleza: por procedimientos propios que llevan a cabo lo que la naturaleza no puede, o ya no puede hacer. La ley del libro es la reflexión, lo Uno que deviene Dos. ¿Cómo iba a estar la ley del libro en la naturaleza si es ella la que regula la división entre mundo y libro, naturaleza y arte? Uno deviene dos: siempre que encontramos esta fórmula, ya sea estratégicamente enunciada por Mao, ya sea entendida lo más “dialécticamente” posible, estamos ante el pensamiento más clásico y más razonable, más caducado, más manoseado. La naturaleza no actúa de ese modo: en ella hasta las raíces son pivotantes, con abundante ramificación lateral y curricular, no dicotómica. El espíritu está retrasado respecto a la naturaleza. Incluso el libro como realidad natural es pivotante, con su eje y las hojas alrededor. Pero el libro como realidad espiritual, el Árbol o la Raíz en tanto que imagen, no cesa de desarrollar la ley de lo Uno que deviene dos, dos que devienen cuatro... La lógica binaria es la realidad espiritual del árbol-raíz. Incluso una disciplina tan “avanzada” como la lingüística conserva como imagen de base ese árbol-raíz que la vincula a la reflexión clásica (Chomsky y el árbol sintagmático que comienza en un punto S y procede luego por dicotomía). Ni que decir tiene que este pensamiento jamás ha entendido la multiplicidad: para llegar a dos, según un método espiritual, necesita presuponer una fuerte unidad principal. Y en lo que se refiere al objeto, según el método natural, se puede sin duda pasar directamente de lo Uno a tres, cuatro o cinco, pero siempre que se pueda disponer de una fuerte unidad principal, la del pivote que soporta las raíces secundarias. En realidad, viene a ser lo mismo: las relaciones biunívocas entre círculos sucesivos no han hecho más que sustituir a la lógica binaria de la dicotomía. Ni la raíz pivotante ni la raíz dicotómica entienden la multiplicidad. Mientras que una actúa en el objeto, la otra actúa en el sujeto. La lógica binaria y las relaciones biunívocas siguen dominando el psicoanálisis (el árbol del delirio en la interpretación freudiana de Schreber), la lingüística y el estructuralismo, hasta la informática.
        El sistema-raicilla, o raíz fasciculada, es la segunda figura del libro, figura que nuestra modernidad invoca con gusto. En este caso, la raíz principal ha abortado o se ha destruido en su extremidad; en ella viene a injertarse una multiplicidad inmediata y cualesquiera de raíces secundarias que adquieren un gran desarrollo. La realidad natural aparece ahora en el aborto de la raíz principal, pero su unidad sigue subsistiendo como pasado o futuro, como posible. Cabe preguntarse si la realidad espiritual y razonable no compensa este estado de cosas al manifestar a su vez la exigencia de una unidad secreta todavía más comprensiva o de una totalidad más extensiva. Véase si acaso el método del cut-up de Burroughs: el plegado de un texto sobre otro, constitutivo de raíces multiples y hasta adventicias (diríase un esqueje), no implica una dimensión suplementaria a la de los textos considerados. Pero la unidad continúa su trabajo espiritual, precisamente en esa dimensión suplementaria del plegado. En ese sentido, la obra más resueltamente fragmentaria puede ser perfectamente presentada como la Obra total o el Gran Opus. La mayoría de los métodos modernos para hacer proliferar las series o para hacer crecer una multiplicidad son perfectamente válidos en una dirección, por ejemplo lineal, mientras que una unidad de totalización se afirma tanto más en otra dirección, la de un círculo o un ciclo. Siempre que una multiplicidad está incluida en una estructura, su crecimiento queda compensado por una reducción de las leyes de la combinación. Los abortistas de la unidad sí que son aquí creadores de ángeles, ‘doctores angelici’, puesto que afirman una unidad realmente angélica y superior. Las palabras de Joyce, precisamente llamadas “de raíces múltiples”, sólo rompen efectivamente la unidad lineal de la palabra, o incluso de la lengua, estableciendo una unidad cíclica de la frase, del texto o del saber. Los aforismos de Nietzsche sólo rompen la unidad lineal del saber remitiendo a la unidad cíclica del eterno retorno presente como un no-sabido en el pensamiento. Ni que decir tiene que el sistema fasciculado no rompe verdaderamente con el dualismo, con la complementaridad de un sujeto o de un objeto, de una realidad natural y de una realidad espiritual: la unidad no cesa de ser combatida y obstaculizada en el objeto, mientras que un nuevo tipo de unidad triunfa en el sujeto. El mundo ha perdido su pivote, el sujeto ni siquiera puede hacer ya de dicotomía, pero accede a una unidad más elevada, de ambivalencia o de sobredeterminación, en una dimensión siempre suplementaria a la de su objeto. El mundo ha devenido caos, pero el libro continúa siendo una imagen del mundo, caosmos-raicilla, en lugar de cosmos-raíz. Extraña mistificación la del libro, tanto más total cuanto más fragmentado. De todas formas, que idea más convencional la del libro como imagen del mundo. Verdaderamente no basta con decir ¡Viva lo múltiple!, aunque ya sea muy difícil lanzar ese grito. Ninguna habilidad tipográfica, léxica o incluso sintáctica, bastará para hacer que se oiga. Lo múltiple hay que hacerlo, pero no añadiendo constantemente una dimensión superior, sino, al contrario, de la forma más simple, a fuerza de sobriedad, al nivel de las dimensiones de que se dispone, siempre ‘n menos 1’ (sólo así, sustrayéndolo, lo Uno forma parte de lo múltiple). Sustraer lo único de la multiplicidad a constituir: escribir a n-1. Este tipo de sistema podría denominarse rizoma. Un rizoma como tallo subterráneo se distingue radicalmente de las raíces y de las raicillas. Los bulbos, los tubérculos, son rizomas. Pero hay plantas con raíz o raicilla que desde otros puntos de vista también pueden ser consideradas como rizomorfas. Cabría, pues, preguntarse si la literatura, en su especificidad, no es enteramente rizomorfa.




Gilles Deleuze, filósofo francés (1925-1995) y Félix Guattari (1930-1992) psicoanalista y activista político francés, conforman la dupla intelectual más compleja e interesante del siglo pasado. Escribieron a cuatro manos tres volúmenes de teoría, entre ellos Capitalismo y Esquizofrenia: Anti-Edipo (1972), Rizoma (1976) y Mil Mesetas (1980); Kafka: por una literatura menor (1975) y ¿Qué es la filosofía? (1991). 






jueves, 17 de diciembre de 2015

DELEUZE O LA MÁQUINA ESOTÉRICA









    Lo que hace Deleuze es vindicar el conocimiento esotérico como lente de interpretación. La concatenación de máquinas como mapa o plano de la realidad, y a su vez su fenómeno de fragmentariedad, expresan por sí mismos la existencia de un vacío plausible, es decir: el espacio constatado entre las máquinas, el lugar no-máquina. El encierro deja de existir como tal, pues todo es superficie en contacto. «No hay psicología, sino una política del yo. No hay metafísica, sino una política del ser», sentencia Deleuze. Y lo que nos quiere dar a entender, quizás, sea que no exista la especificidad, el comportamiento-tipo; existe, más bien, el movimiento por entre la hierba, las barreras franqueables, un modo de conducirse por lo desconocido. Aquí retorna el ello como una pulpa inamovible, imaginariamente imponente e infranqueable, que aterra y fascina; el sentimiento esotérico por excelencia. 





56/ Una novela-río de Giorgio Manganelli


         Buscando pdf’s de Raymond Queneau (los cuales afortunadamente encontré luego de arduas búsquedas por sitios cual más escabroso y virulento) me topé con este libro de un autor que desconocía y cuyo subtítulo me obligó a descargarlo inmediatamente, me refiero a Centuria: cien pequeñas novelas-río de Giorgio Manganelli (publicado, supe después, en 1982 por Anagrama; Herralde en los 80’ tenía un gusto refinadísimo). El concepto de novela-río se lo escuché a alguien, creo que a Bolaño, y nunca me quedó muy claro a qué se refería. Ahora que he leído parte de lo breves textos que componen este volumen me doy cuenta que se tratarían de esbozos de tramas o argumentos breves en aras de una novela más larga y compleja; como la condensación total de las acciones que transcurrirían en novelones de cientos de páginas. El ejercicio es una maravilla, y en el caso de Manganelli estos trazos hechos como por despropósito (pues ninguno, hasta donde yo sé, se llevó a cabo como novela) se presentan como obras acabadas, como pequeños relatos que perfectamente podríamos denominar como tales, pero que no obstante tienen el afán instructivo del propio autor para sí mismo para un eventual proceso escritural más acabado; por ejemplo, el primer fragmento, titulado Uno (y así consecutivamente el resto, hasta la centuria) comienza así: Supongamos que, en un determinado momento, una persona que está escribiendo una carta a otra persona —el sexo o los sexos son irrelevantes— tiene la sospecha, o tal vez simplemente descubre, que está ligeramente bebida. Este nosotros, podría deducirse, consistiría en el autor del esbozo quien le habla al autor de la novela propiamente tal, inmiscuyéndolo en las directrices que debería tomar para escribirla. Novelas imaginarias, también podríamos decir, pues no dejan de ser meros esbozos. Este hecho también retroalimenta una dimensión meta-literaria y conceptual, sin duda, en la que el autor presenta proyectos de obras que no existen, y que no existirán jamás; siendo el proyecto mismo la obra (Duchamp dixit).
         Dejo aquí el fragmento 56, una seguidilla de enamoramientos perturbados que en página y media (¿Morábito habrá leído a Manganelli?) logra hacernos ver el horizonte de historias más altas.


Utagawa Hiroshige




*

      Aquel señor de aspecto irritable y al mismo tiempo nervioso, como si estuviese siendo continuamente desafiado por una situación de insoportable gravedad, está, en último término, enamorado; más exactamente, con estas palabras se describiría a sí mismo en este momento, ya que son las diez de la mañana y a partir de esa hora hasta las once, lo más tarde las once y cuarto, ama a una señora distinguida, de noble espíritu, culta, ligeramente autoritaria, taciturna y delicadamente apesadumbrada. Sin embargo, la situación tiene esto de irritante: que de las diez y cuarto —la señora se levanta un poco más tarde que el señor— hasta las once y media la señora ama a un culto, pero brutal, estudioso del tarot, que a la misma hora ama a una dama inglesa que ha llegado a la lección treinta de sánscrito. En torno a las once y treinta, todo cambia: la estudiante de sánscrito se enamora del señor irritable, que durante una hora no ama a nadie, si bien siente una inclinación inocua por una diseñadora de almohadones, procedente del campo, que hacia el mediodía ama durante cuarenta y cinco minutos a un joven tenor de escaso éxito pero cierto talento, que en realidad está enamorado, hasta las trece y treinta, de la señora ligeramente autoritaria. Las primeras horas de la tarde presencian en general un debilitamiento de los recíprocos amores, excepto en el caso del tenor, que cultiva una veneración sin esperanzas por la estudiante de sánscrito. A las diecisiete, se introduce en la situación un zoólogo de mediana edad, que finalmente se ha dado cuenta de que la vida no tiene sentido sin la simple naturalidad de la diseñadora de almohadones; acompaña al zoólogo su joven esposa, que piensa, alternativamente, matar por celos al marido zoólogo, o a la diseñadora de almohadones —que, en realidad, ignora hasta la existencia del zoólogo—, o bien, en el caso de que sea viernes o martes, decide amar locamente al brutal estudioso del tarot que, mientras tanto, ha escrito una carta de desesperado amor a una jovencísima filatélica, carta que sin embargo no enviará porque mientras tanto se ha enamorado nuevamente de la señora ligeramente autoritaria, que ha decidido amar al señor irritable, que sólo ahora tiene un presentimiento de felicidad,  después de mirar a los ojos a la esposa del zoólogo, mientras ésta se consagraba mentalmente a un barítono arruinado por el hipo, ignorando que éste, rechazado por la filatélica, había decidido ingresar en un convento y renunciar a una búsqueda de la felicidad que no parecía compatible con la existencia del reloj.









Giorgio Manganelli (1922 - 1990, Italia),escritor italiano que ejerció también como crítico, periodista, ensayista y traductor. Podríamos posicionarlo en la vertiente de los excéntricos italianos, partiendo por Pirandello, Julio Torri y, como no, Italo Calvino. Entre sus obras más destacadas encontramos Hilarotragoedia (1964), A y B (1975) y Centuria. Cien breves novelas-río (1979).






martes, 15 de diciembre de 2015

LAS MADRES/ 1 cuento de Fabio Morábito





    Conocidos son sus ensayos recapitulados en El Idioma Materno (Sexto Piso en México, Hueders en Chile y Gog & Magog en Argentina) que han sido la maravilla y el regocijo de los lectores natos, de aquellos quienes buscan en la prosa la densidad propia del conocimiento, como también el despojo y la economía verbal del poema, y que se entrelazan indistintamente en estos breves ensayos de no más de página y media con temáticas ni demasiado literatosas, ni demasiado domésticas; el balance perfecto para poder devorar un libro de un tirón, o en su defecto, y si se quiere, por partes, abriéndolo al azar o simplemente buscando el tema deseado en el índice; temas que aquí van desde los celos de Kafka hasta la cómica obsesión de un padre (que también es escritor, inevitable no hablar de tu propio oficio) por escribir el justificativo perfecto para la escuela (la anécdota comentada aquí, precisa Morábito en una reciente entrevista, es del norteamericano E.L. Doctorow). Lo que traigo, para continuar con el despojo y la maravilla, es un cuentito (de nuevo, de no más de página y media ―como si esta extensión se utilizara como una suerte de postura ética) sacado del volumen La Lenta Furia, bien titulado Las Madres. Podremos observar aquí nuevamente aquella prosa tan nítida y precisa de Morábito, un estilo desinteresado, pero no menos preocupado, pero también descubrir una faceta que los que se han limitado a leer el susodicho volumen de ensayos desconocen: la literatura fantástica. No me explayo más y los dejo con esta pequeña obra de arte.




*
Las Madres

      Empezaba a principios de junio, a veces antes, a veces después. Como sea, no era nada agradable estar jugando en casa de un amigo y de pronto, un segundo después de que él se hubiera marchado al baño o a la cocina por un vaso de agua, ver salir del cuarto de al lado a su madre toda desnuda y disponible. Había que enfrentársele sin ayuda de nadie, pues casi siempre la madre se encerraba con uno en la habitación asegurando la puerta con el pasador. N os habían enseñado a golpear a las madres en el pecho, en la cabeza y en el bajo vientre, pero había madres robustas, otras flexibles como venados y otras gordas que trataban de aplastarlo a uno hasta que se rindiera y se prestara a sus caprichos.
         Caer en poder de una madre significaba quedar apresado en sus garras todo el mes de junio. Del atardecer en adelante había que tener cuidado con las que seguían apostadas sobre los árboles. De ordinario andaban desnudas encaramadas en algún tronco, con los senos hinchados, y los niños se divertían lanzándoles objetos filosos con sus resorteras. Si alguna mostraba la intención de bajar, la gente se retiraba hacia la acera de enfrente y desde ahí observaba el descenso de la madre, que invariablemente tenía heridas y cortaduras en todo el cuerpo a causa del restregamiento con la corteza.
         Era ahí, en los árboles de la calle, donde las madres pasaban la mayor parte del tiempo gimiendo de deseo y sacudiendo las ramas.
         Al atardecer casi todas descendían y se ovillaban en algún zaguán para pasar la noche y los hijos aprovechaban esos momentos para curarles las heridas, llevarles alimentos y cubrirlas con una frazada. Muchas despertaban más tarde y se ponían a deambular sin objeto, o con el único objeto que las mantenía vivas, que era el ser poseídas, percutidas y arañadas. Se volvían más rencorosas y astutas, corrían sin hacer ruido y organizaban pequeñas celadas.
         Era frecuente oír al amanecer, provenientes de algún terreno baldío o de un edificio en construcción, los jadeos de las madres que sometían a sus presas. Uno podía acercarse con toda tranquilidad porque una madre que ya tenía a su presa no representaba ningún peligro. La víctima (un oficinista, un obrero), atenazada entre los grandes muslos, se retorcía como se retuerce un gusano en el pico de un pájaro. La madre hacía con él lo que quería durante todo junio.
         Las madres que aún no capturaban a su presa permanecían en los árboles húmedas y goteantes, al acecho. Sus vientres estaban acuosos y reblandecidos y cuando alguna caía de un árbol se oía un tenue ¡paf! y a continuación se la veía encaramarse otra vez en el árbol sin el menor rasguño. A veces se dejaban caer a propósito para aplacar su fiebre, y ahí en el suelo, blandas y calientes sobre el asfalto de la acera, parecían desechos dejados por la resaca del mar. Ese completo abandono encendía a los hombres, que se estremecían al verlas. Unirse a una madre en ese estado era verdaderamente tocar el fondo de lo vulgar y ruin, y a las madres les bastaba una mirada para reconocer a los que habían caído en otros años. ¡Sabían cómo tratarlos! Les ordenaban que reptaran hasta sus pies y ellos obedecían lastimosamente a la vista de todos sin poder contenerse. Un seco golpe de talón en la nuca o en el cuello era toda la recompensa que recibían esos desgraciados.
         Las madres trepaban también por las bardas, por los balcones, por las vigas de los edificios en construcción, y los empleados del municipio les repartían el agua y la comida en grandes recipientes que dejaban en el suelo. Descendían hambrientas, empujándose y arañándose para ganar los mejores lugares. De inmediato, desde las ventanas de los edificios cercanos, los niños sacaban sus resorteras y las bombardeaban con piedritas y pequeños trozos de vidrio, felices de ver cómo aullaban de rabia.
         A fines de junio las madres se iban apagando y resecando y poco a poco, una tras otra, se dejaban arrastrar a sus hogares. La ciudad entraba en un estado de recogimiento eclesiástico. En las casas, los hijos y los maridos lavaban lentamente a las madres, limpiaban sus heridas y vigilaban su sueño, que a veces se prolongaba cuatro o cinco días seguidos. Todos caminaban respetuosamente de puntas para no despertarlas, las habitaciones permanecían en penumbra para que descansaran lo mejor posible y hasta los animales domésticos guardaban una compostura insólita. Las oficinas y las fábricas trabajaban al mínimo para permitir el cuidado más esmerado de las madres y casi nadie salía para algo que no fuera ir a comprar provisiones y medicamentos.

         Cuando despertaban las madres, repuestas de sus heridas, el olor penetrante de su frenesí se había esfumado de la ciudad. Se las volvía a ver trajinando en los balcones, unas en bata y otras ya vestidas para bajar al mandado. Ahí estaban otra vez sacudiendo las sábanas y regando las plantas o gritando alguna advertencia a sus hijos que se marchaban a la escuela. Las chimeneas de las fábricas volvían a echar humo a toda su capacidad, los tranvías chirriaban en las curvas y la gente discutía y se peleaba al menor roce. Hasta los perros callejeros iban con más ánimo a sus asuntos. El estruendo acostumbrado llenaba la mañana y nadie parecía acordarse del desorden y la angustia de los días pasados. Nadie comentaba nada. Sólo en los árboles en los que habían morado las madres, húmedas y furiosas, ahora pendían, maduros, los grandes frutos del verano.





Fabio Morábito nació en 1955 en Alejandría. Ha cultivado la poesía, el ensayo y la narrativa de ficción. Actualmente vive en Ciudad de México. Algunos de los poemarios de Fabio son "Lotes baldíos" y "De lunes todo el año"; como ensayista ha escrito importantes textos, además de "Idioma Materno", "Antonin Artaud" y como narrador uno de sus libros más conocidos pertenece al género de literatura infantil y se titula "Cuando las panteras eran negras". 







lunes, 14 de diciembre de 2015

VIA CRUCIS/ DOS POEMAS DE ALEJANDRA CASARES







*


Se acercaba a mí queriendo consolarme,
y yo no dejaba de teclear y llorar,
como una insomne hechizada
por la necesidad de brotarme.
Rima, le dije cuando el rímel recorría 
mi dedo índice y desembocaba
en el papel imantado. Ridícula mujer, 
terminó de consolarme. Había escrito
un haikú tan largo que me vi en la obligación
de pegar las páginas. ¿Y quién sino una mujer
sangrando, como todas cada mes, para escribir
lamentos tan largos que se condensen
en gritos que duren la caída desde la azotea de un teatro,
o desde el puente que nos llevaría al Paraíso?




*

No tenía nada más que escribir, 
me había bebido tres tazones de café, 
por ello seguí. Seguí, 
como lo hacen las sirenas que han encontrado 
su buque, las húmedas plataformas 
en las que se marea su amor. Las mujeres 
se enamoran de los marinos porque al abandonar 
la tierra, huyen de su mala doctrina. Ya no son hombres, 
sino criaturas dadas al amor, tierno e inmisericordioso. 
En cuanto a mí, no veo sino el agua correr de la tina, 
mis pies descalzos, llenos de barro, y niños fuera jugando 
a la pelota como quien hiciera negocios.
La luz emigrando,
la brisa de media tarde, y mi marinero en otro puerto, 
mientras yo sólo quiero que ella toque mi puerta 
y se acueste conmigo, y siga conmigo, hasta que el agua
nos llegue hasta el pecho. 






AEROPUERTOS MOSCOVITAS/ 2 poemas de Anna Piwkowska



William Utermohlen


Mediodía



Sófocles tiene la edad de Edipo
cuando escribe su drama Edipo en Colono.
Es decir, es ya un anciano.
Sabe que el mito es la eternidad
que se infiltra en el tiempo.
Ha dejado atrás la respuesta a la pregunta quién soy
o más bien sigue sin saber nada.
Los olivos, agostados por el calor,
apenas echan sombra.
Las lagartijas se calientan al sol
de un blanco mediodía, hora muerta de las almas.
El tiempo no se moverá del sitio hasta que el Hades
apele de nuevo a sus sombras blancas.
En este tiempo breve, la piel de las mujeres no envejecerá,
los niños quedarán inmovilizados sosteniendo sus juguetes,
amainará el alboroto en las casas y en las plazas,
y la gente mayor no se acercará ni siquiera un segundo
al umbral de la eternidad, y tal vez tampoco al conocimiento definitivo.
Mala hora, piensa Edipo. Mala hora, anota Sófocles.
Nosotros también perduramos inmóviles, en el coche,
sobre la ceniza roja del precipicio.
El calor remite lentamente. Pasa la hora de los demonios.
Una abeja empieza a zumbar bajo el techo.





El Río Moscova



Marcas de patines, un guante, el río fluye bajo el hielo.
El aeropuerto anoche, nieve en las luces azules,
la silueta de las alas del boeing como formas imprecisas
del fin del mundo. Alguien reía, alguien imprecaba a la nieve
pegajosa. Los viajeros parecían fortuitos y también la ominosa
obstinación, la melancolía del hombre a mi izquierda,
la voz pura, el escote de la chica a mi derecha abierto
hasta la mitad, de repente tan cercanos, afines, familiares
casi cuando al dar vueltas sobre el aeropuerto,
ya estábamos con los pensamientos en otro lugar.



Los conocidos, apuntados en una hoja, permanecerán con nosotros.
Intento interpretar sus vidas con apenas cuatro detalles:
ella, quizás una modelo, de una delgadez infantil,
apenas una adolescente si no fuera por los labios carnosos
demasiado sensuales y por las arrugas. Dos. Pero visibles
incluso con esta luz. Las piernas atravesadas
en medio de un pasillo demasiado estrecho. Muy estilizadas,
aunque las rodillas son de nuevo infantilmente picudas.
¿Qué hace esta ciudad con ella, ella con esta ciudad
hostil, demasiado ruidosa, con un ovillo helado en la laringe,
con una carta fallida, no enviada, directamente no escrita
a casa? Seguro que no volverá.



Él, con un portátil y pidiendo sin parar zumo de tomate.
Es lo único que toma. La mira de vez en cuando por encima
de los extraños jeroglíficos de la pantalla de su mundo,
sin presentir que el mismísimo fin del mundo está sentado
a su lado. Que acaba no solo de girar la cabeza
sino de darle la vuelta a todo el orden del mundo.
¿Dónde se encontrarán? No lo sé. Quizá en una pista
de patinaje. Quizá bajando por el Moscova se seguirán
hasta que se entrecrucen las marcas de sus patines, líneas del destino,
caminos y constelaciones, cualquier cosa menos
la soledad, la muerte prematura o el tedio del alma.
El hielo cruje bajo el patín, salpica, se desdibuja.








Extraído de Poesía a contragolpe: antología de poesía polaca contemporánea.



miércoles, 9 de diciembre de 2015

Y LA NIEVE NO ERA NIEVE Y KAFKA NO ERA KAFKA



                                                                                                               [1]




Fue, creo, hace 6 meses.
La tarde era calurosa.
En un sector secreto de la casa
nos pusimos a beber
la cerveza de Dmtri
y a fumar yerba ―
una yerba bastante
extraña, que me vendía
un pescador con cara
de pocos amigos,
en las ramblas, siempre
antes del crepúsculo.
Sentados a lo buda, charlamos,
miramos el cielo de repente,
fumamos,
nos quemamos los dedos,
nos reírnos, nos besamos
y bebimos cerveza.
Fue todo muy agradable.
Yo miraba sus piernas,
luego su escote largamente,
hasta terminar por desnudarla por completo
en un delirio sensual que me llenaba
la mente de carne. En fin,
no era precisamente ese el motivo
de nuestro encuentro:
el estar allí gozando,
intentando verbalizar coherencias
en el absurdo y parabólico
estado de la marihuana, etc. etc.

El motivo era otro,
el motivo hoy no lo recuerdo.

Luego
a eso de las siete,
en un instante que tampoco
recuerdo muy bien,
ella se paró a preparar algo
para comer, y yo prometí
buscar esa película
con la que le di la hora
haciendo esas especies de
psicoanálisis ociosos
característicos de filósofos eslovenos.
Creo que le hablaba de Goodfellas,
o de La Edad de la Inocencia, lo que tengo
claro es que era una de Scorsesse.
Dos películas que no se parecen
en nada, evidentemente, pero que
tienen en común, siempre, a una mujer.

Le dije que iría al Videoclub
de la Lezama Lima[2], pero antes
estuve sentado en la
tapa del baño un rato
—nada de escatologías—,
leyendo un libro de ensayos
sobre la lectura que escribió R. Piglia.
Uno en particular que
trataba sobre Kafka,
sobre los traumas de Kafka
y cómo éste los había
de alguna manera exorcizado
en sus relatos.
Reparaba en uno en especial:
La Condena.
Todo el asunto
trataba de algo así
como que su padre,
su padre real,
le había negado el agua que él,
pequeño y tierno Franz,
pedía a gritos;
y además, como castigo por ese escándalo,
lo había puesto en el pórtico de la casa,
solo a la intemperie,
un buen rato.
A Kafka este castigo le había
resultado incomprensible,
nunca pudo relacionar
el querer-beber-agua
                                       con
el estar-fuera-de-la-casa.
El escritor praguense decide,
pero de una manera sublime,
exagerada
y catártica,
que el personaje principal
de su relato
La Condena
saliera de la casa
y se suicidara ahogándose en el río.

Una solución excesiva
por donde se lo mire.

En fin
al salir del baño,
con esta nueva
conmoción
dándome vueltas,
la vi inclinada levemente sobre la cama
divisando algo nimio por la ventana
de la habitación,
un automóvil, una mujer, un perro.
Quizás por Kafka, quizás de eros,
decidí sin cálculos
que había que llevar a cabo
la teoría, la realización
exagerada de los deseos:
levanté su falda,
corrí sus calzones
y se la metí de un envión.

Yacíamos
ambos en la cama,
agitados aún,
cuando me pareció ver
a Kafka
o a un ser kafkiano
del otro lado de la calle Mandrake;
el fuego
lo poblaba,
partía con el cerebro
en llamas, como en el poema
de Baudelaire, y
vi que ella
también miraba
algo por la ventana
¿viste fuego? ―le pregunté
no me escuchó
o no entendió
y no dijo nada.
Ahí pensé:
«cada uno arde a
su modo,
cada uno
es se defiende
a su
modo».

Luego de un lánguido
silencio
me preguntó
sobre un mapa,
un mapa de Santa María.
Le dije que Santa María
no existía, pero que su mapa sí.[3]
Echó un vistazo a la habitación,
comprobando su cordura
y luego se alejó, cruzando
las habitaciones y las escaleras,
como un colibrí que en vez de volar,
levita.
Iba desnuda. Vi las dos
cavidades de su cintura
—sus agujeros de Venus,
como si me miraran—
perdiéndose tras la puerta del baño.

Me subí los pantalones.
Se vistió. Me dio un beso en la
comisura de los labios.
Y no la volví a ver, hasta aquella
despedida a las afueras del Videoclub.









[1] Lo que quiso decir Kafka a través de Gregorio Samsa y su particular historia, es que son mucho más horrorosos los requisitos de la vida moderna —el horario, el trabajo abstracto de una oficina, el miedo irracional al despido— que convertirse en un monstruoso insecto. Lo real, nuestras condiciones, lo que padecemos —digamos sin exagerar— expresada en la literatura, en la ficción, es mucho más anormal, más fantástico, que lo que a primera vista nos parece inconcebible, en este caso, convertirse en ese insecto. En La Metamorfosis vemos cómo Samsa esparce el razonamiento lógico sobre la espantosa vida de ese insecto: su eterna soledad y su silencio. Y cómo, sin inmolarse y desprendido de cualquier fascinación, su única preocupación no deja de ser llegar a tiempo al trabajo.
[2] Calle principal de Santa María Sur.
[3] La hiperrealidad de J. Baudrillard.