miércoles, 9 de diciembre de 2015

Y LA NIEVE NO ERA NIEVE Y KAFKA NO ERA KAFKA



                                                                                                               [1]




Fue, creo, hace 6 meses.
La tarde era calurosa.
En un sector secreto de la casa
nos pusimos a beber
la cerveza de Dmtri
y a fumar yerba ―
una yerba bastante
extraña, que me vendía
un pescador con cara
de pocos amigos,
en las ramblas, siempre
antes del crepúsculo.
Sentados a lo buda, charlamos,
miramos el cielo de repente,
fumamos,
nos quemamos los dedos,
nos reírnos, nos besamos
y bebimos cerveza.
Fue todo muy agradable.
Yo miraba sus piernas,
luego su escote largamente,
hasta terminar por desnudarla por completo
en un delirio sensual que me llenaba
la mente de carne. En fin,
no era precisamente ese el motivo
de nuestro encuentro:
el estar allí gozando,
intentando verbalizar coherencias
en el absurdo y parabólico
estado de la marihuana, etc. etc.

El motivo era otro,
el motivo hoy no lo recuerdo.

Luego
a eso de las siete,
en un instante que tampoco
recuerdo muy bien,
ella se paró a preparar algo
para comer, y yo prometí
buscar esa película
con la que le di la hora
haciendo esas especies de
psicoanálisis ociosos
característicos de filósofos eslovenos.
Creo que le hablaba de Goodfellas,
o de La Edad de la Inocencia, lo que tengo
claro es que era una de Scorsesse.
Dos películas que no se parecen
en nada, evidentemente, pero que
tienen en común, siempre, a una mujer.

Le dije que iría al Videoclub
de la Lezama Lima[2], pero antes
estuve sentado en la
tapa del baño un rato
—nada de escatologías—,
leyendo un libro de ensayos
sobre la lectura que escribió R. Piglia.
Uno en particular que
trataba sobre Kafka,
sobre los traumas de Kafka
y cómo éste los había
de alguna manera exorcizado
en sus relatos.
Reparaba en uno en especial:
La Condena.
Todo el asunto
trataba de algo así
como que su padre,
su padre real,
le había negado el agua que él,
pequeño y tierno Franz,
pedía a gritos;
y además, como castigo por ese escándalo,
lo había puesto en el pórtico de la casa,
solo a la intemperie,
un buen rato.
A Kafka este castigo le había
resultado incomprensible,
nunca pudo relacionar
el querer-beber-agua
                                       con
el estar-fuera-de-la-casa.
El escritor praguense decide,
pero de una manera sublime,
exagerada
y catártica,
que el personaje principal
de su relato
La Condena
saliera de la casa
y se suicidara ahogándose en el río.

Una solución excesiva
por donde se lo mire.

En fin
al salir del baño,
con esta nueva
conmoción
dándome vueltas,
la vi inclinada levemente sobre la cama
divisando algo nimio por la ventana
de la habitación,
un automóvil, una mujer, un perro.
Quizás por Kafka, quizás de eros,
decidí sin cálculos
que había que llevar a cabo
la teoría, la realización
exagerada de los deseos:
levanté su falda,
corrí sus calzones
y se la metí de un envión.

Yacíamos
ambos en la cama,
agitados aún,
cuando me pareció ver
a Kafka
o a un ser kafkiano
del otro lado de la calle Mandrake;
el fuego
lo poblaba,
partía con el cerebro
en llamas, como en el poema
de Baudelaire, y
vi que ella
también miraba
algo por la ventana
¿viste fuego? ―le pregunté
no me escuchó
o no entendió
y no dijo nada.
Ahí pensé:
«cada uno arde a
su modo,
cada uno
es se defiende
a su
modo».

Luego de un lánguido
silencio
me preguntó
sobre un mapa,
un mapa de Santa María.
Le dije que Santa María
no existía, pero que su mapa sí.[3]
Echó un vistazo a la habitación,
comprobando su cordura
y luego se alejó, cruzando
las habitaciones y las escaleras,
como un colibrí que en vez de volar,
levita.
Iba desnuda. Vi las dos
cavidades de su cintura
—sus agujeros de Venus,
como si me miraran—
perdiéndose tras la puerta del baño.

Me subí los pantalones.
Se vistió. Me dio un beso en la
comisura de los labios.
Y no la volví a ver, hasta aquella
despedida a las afueras del Videoclub.









[1] Lo que quiso decir Kafka a través de Gregorio Samsa y su particular historia, es que son mucho más horrorosos los requisitos de la vida moderna —el horario, el trabajo abstracto de una oficina, el miedo irracional al despido— que convertirse en un monstruoso insecto. Lo real, nuestras condiciones, lo que padecemos —digamos sin exagerar— expresada en la literatura, en la ficción, es mucho más anormal, más fantástico, que lo que a primera vista nos parece inconcebible, en este caso, convertirse en ese insecto. En La Metamorfosis vemos cómo Samsa esparce el razonamiento lógico sobre la espantosa vida de ese insecto: su eterna soledad y su silencio. Y cómo, sin inmolarse y desprendido de cualquier fascinación, su única preocupación no deja de ser llegar a tiempo al trabajo.
[2] Calle principal de Santa María Sur.
[3] La hiperrealidad de J. Baudrillard.



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