Sabe una cosa, le voy a confesar algo: yo de
haber sido Max Brod hubiera publicado El
Castillo con mi nombre.
Saúl
Kostia
Asi que el Idiota sostenía el teléfono,
amenazante. Me esperaba cualquier cosa de Gutenberg, sobre todo actos y
expresiones de lo más cobardes; pero esto se salía de toda norma, no lo creía
capaz. En cualquier caso, una llamada telefónica no podía retenerme, no tenía
ese maldito teléfono la fuerza física de encadenarme, de fijarme a ese lugar
hasta recibir mi castigo sin inmolarme. Si cualquier cosa salía mal, siempre
quedan los golpes. No lo pensaría mucho. A Gutenberg hace tiempo que le tenía
unas ganas de darle mangazos en su cara de presbiteriano.
En eso,
se cortó la luz. Una señal de la divinidad.
El idiota se puso histérico, corriendo
hacia la pequeña oficina al fondo de la librería, gritando palabras
incomprensibles, se puso a bajar y subir con nerviosidad los switchs del panel eléctrico. En cuanto a
mí, me apresuré a echarme todo lo que me cabía en los bolsillos, aprovechando
la oscuridad parcial que me cubría. La librería disponía de ventanas, pero
cubiertas de láminas grises —sepa Jux por qué, será porque es un vampiro— lo
que oscurecía más el panorama. No sólo en los bolsillos de mi chaquetón —precisemos—
sino también en mi mochila, que afortunadamente llevaba vacía. Supuse, a
ciegas, que lo que me había echado encima eran libros de la sección de
literatura norteamericana, que estaba a la vuelta de la sección de literatura
alemana (si es que el orden de las secciones seguía intacto a cuando yo lo dejé.)
Al ojo fueron unos diez o doce libros. Cuando acabó mi inquieta peripecia en
penumbras, me dispuse a salir de allí lo más rápido posible. En la estampida tropecé
y eché al piso un alto de libros que estaban en el mesón contiguo (el espacio
era estrecho, no cabía más de una persona entre sección y sección), lo que
alarmó al Idiota, quien al trote desesperado de las manillas del panel, le sumó
unos grititos agudos y desconsolados para intentar detenerme. Yo ya iba por la
puerta de salida cuando lo escuché salirse de sus casillas y comenzar a
disparar la más variada y contundente gama de insultos. No podía dejar la
librería a solas: había gato encerrado. Mi faena había concluido con resultados
esplendorosos.
Llegué al hostal muy agitado. Öschla, Dmtri e
Igor estaban sentados a la mesa, almorzando. Por el denso aroma a repollo
cocido deduje que era esa sopa rusa que nunca pude tragar. Le saludé a cada
uno, a Öschla con un beso en la mejilla. Les dije que ya había almorzado y me
dirigí directamente a mi habitación para inspeccionar mi botín. En contra de
toda especulación, lo que encontré allí en un principio me desconcertó; no
había más que uno o dos libros de escritores gringos, todo el resto eran de las
más graneadas nacionalidades; eran del mismo color, un amarillo paliducho;
todos tenían títulos sugerentes, y ¡qué decir de sus autores! a quienes he ido
leyendo con fruición, y un entusiasmo que no para de crecer.
Lo que fuera a hacer el Idiota me
importaba un bledo. Caer preso lo dudo, ¿qué evidencias tenía? Además, no creo
que la policía de Santa María se diera el tiempo y el esfuerzo en rastrear a un
miserable ladrón de libros. En cualquier caso, cabe la posibilidad de
esconderlos, ¿no? Así que puse freno a mis comunes impulsos paranoicos, y
subsané todo ese caos en mientes leyendo esos libros.
Asi fue que pasó el tiempo. Gutenberg
renunció a los meses después. El señor Jux cerró la librería al año siguiente,
en medio de escandalosas polémicas referidas a deudas impagas al municipio y
emisión fraudulenta de facturas, que quedaron olvidadas, curiosamente, luego de
que Urbe les arrendara un establecimiento de oficinas en pleno centro de Santa
María. Canallas más, canallas menos, los libros seguían en mi precario librero,
fabricado por mí con los restos de un comedor que Öschla iba a tirar a la
basura.
Y los libros siguieron allí, hasta que
Santa María desapareció.
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