Conocidos son sus ensayos recapitulados en El Idioma Materno (Sexto Piso en México,
Hueders en Chile y Gog & Magog en Argentina) que han sido la maravilla y el regocijo de los lectores natos,
de aquellos quienes buscan en la prosa la densidad propia del conocimiento,
como también el despojo y la economía verbal del poema, y que se entrelazan indistintamente
en estos breves ensayos de no más de página y media con temáticas ni demasiado
literatosas, ni demasiado domésticas; el balance perfecto para poder devorar
un libro de un tirón, o en su defecto, y si se quiere, por partes, abriéndolo
al azar o simplemente buscando el tema deseado en el índice; temas que aquí van
desde los celos de Kafka hasta la cómica obsesión de un padre (que también es escritor,
inevitable no hablar de tu propio oficio) por escribir el justificativo
perfecto para la escuela (la anécdota comentada aquí, precisa Morábito en una reciente
entrevista, es del norteamericano E.L. Doctorow). Lo que traigo, para continuar
con el despojo y la maravilla, es un cuentito (de nuevo, de no más de página y
media ―como si esta extensión se utilizara como una suerte de postura ética)
sacado del volumen La Lenta Furia, bien
titulado Las Madres. Podremos
observar aquí nuevamente aquella prosa tan nítida y precisa de Morábito, un estilo desinteresado, pero no menos preocupado, pero también descubrir una faceta que los que se han limitado a leer el susodicho volumen
de ensayos desconocen: la literatura fantástica. No me explayo más y los dejo
con esta pequeña obra de arte.
*
Las Madres
Empezaba a principios de junio, a veces
antes, a veces después. Como sea, no era nada agradable estar jugando en casa
de un amigo y de pronto, un segundo después de que él se hubiera marchado al
baño o a la cocina por un vaso de agua, ver salir del cuarto de al lado a su
madre toda desnuda y disponible. Había que enfrentársele sin ayuda de nadie,
pues casi siempre la madre se encerraba con uno en la habitación asegurando la
puerta con el pasador. N os habían enseñado a golpear a las madres en el pecho,
en la cabeza y en el bajo vientre, pero había madres robustas, otras flexibles
como venados y otras gordas que trataban de aplastarlo a uno hasta que se
rindiera y se prestara a sus caprichos.
Caer
en poder de una madre significaba quedar apresado en sus garras todo el mes de
junio. Del atardecer en adelante había que tener cuidado con las que seguían
apostadas sobre los árboles. De ordinario andaban desnudas encaramadas en algún
tronco, con los senos hinchados, y los niños se divertían lanzándoles objetos
filosos con sus resorteras. Si alguna mostraba la intención de bajar, la gente
se retiraba hacia la acera de enfrente y desde ahí observaba el descenso de la
madre, que invariablemente tenía heridas y cortaduras en todo el cuerpo a causa
del restregamiento con la corteza.
Era
ahí, en los árboles de la calle, donde las madres pasaban la mayor parte del
tiempo gimiendo de deseo y sacudiendo las ramas.
Al
atardecer casi todas descendían y se ovillaban en algún zaguán para pasar la
noche y los hijos aprovechaban esos momentos para curarles las heridas,
llevarles alimentos y cubrirlas con una frazada. Muchas despertaban más tarde y
se ponían a deambular sin objeto, o con el único objeto que las mantenía vivas,
que era el ser poseídas, percutidas y arañadas. Se volvían más rencorosas y
astutas, corrían sin hacer ruido y organizaban pequeñas celadas.
Era
frecuente oír al amanecer, provenientes de algún terreno baldío o de un
edificio en construcción, los jadeos de las madres que sometían a sus presas.
Uno podía acercarse con toda tranquilidad porque una madre que ya tenía a su
presa no representaba ningún peligro. La víctima (un oficinista, un obrero),
atenazada entre los grandes muslos, se retorcía como se retuerce un gusano en
el pico de un pájaro. La madre hacía con él lo que quería durante todo junio.
Las
madres que aún no capturaban a su presa permanecían en los árboles húmedas y
goteantes, al acecho. Sus vientres estaban acuosos y reblandecidos y cuando
alguna caía de un árbol se oía un tenue ¡paf! y a continuación se la veía
encaramarse otra vez en el árbol sin el menor rasguño. A veces se dejaban caer
a propósito para aplacar su fiebre, y ahí en el suelo, blandas y calientes
sobre el asfalto de la acera, parecían desechos dejados por la resaca del mar.
Ese completo abandono encendía a los hombres, que se estremecían al verlas.
Unirse a una madre en ese estado era verdaderamente tocar el fondo de lo vulgar
y ruin, y a las madres les bastaba una mirada para reconocer a los que habían
caído en otros años. ¡Sabían cómo tratarlos! Les ordenaban que reptaran hasta
sus pies y ellos obedecían lastimosamente a la vista de todos sin poder
contenerse. Un seco golpe de talón en la nuca o en el cuello era toda la
recompensa que recibían esos desgraciados.
Las
madres trepaban también por las bardas, por los balcones, por las vigas de los
edificios en construcción, y los empleados del municipio les repartían el agua
y la comida en grandes recipientes que dejaban en el suelo. Descendían
hambrientas, empujándose y arañándose para ganar los mejores lugares. De
inmediato, desde las ventanas de los edificios cercanos, los niños sacaban sus
resorteras y las bombardeaban con piedritas y pequeños trozos de vidrio,
felices de ver cómo aullaban de rabia.
A
fines de junio las madres se iban apagando y resecando y poco a poco, una tras
otra, se dejaban arrastrar a sus hogares. La ciudad entraba en un estado de
recogimiento eclesiástico. En las casas, los hijos y los maridos lavaban
lentamente a las madres, limpiaban sus heridas y vigilaban su sueño, que a
veces se prolongaba cuatro o cinco días seguidos. Todos caminaban
respetuosamente de puntas para no despertarlas, las habitaciones permanecían en
penumbra para que descansaran lo mejor posible y hasta los animales domésticos
guardaban una compostura insólita. Las oficinas y las fábricas trabajaban al
mínimo para permitir el cuidado más esmerado de las madres y casi nadie salía
para algo que no fuera ir a comprar provisiones y medicamentos.
Cuando
despertaban las madres, repuestas de sus heridas, el olor penetrante de su
frenesí se había esfumado de la ciudad. Se las volvía a ver trajinando en los
balcones, unas en bata y otras ya vestidas para bajar al mandado. Ahí estaban
otra vez sacudiendo las sábanas y regando las plantas o gritando alguna
advertencia a sus hijos que se marchaban a la escuela. Las chimeneas de las
fábricas volvían a echar humo a toda su capacidad, los tranvías chirriaban en las
curvas y la gente discutía y se peleaba al menor roce. Hasta los perros callejeros
iban con más ánimo a sus asuntos. El estruendo acostumbrado llenaba la mañana y
nadie parecía acordarse del desorden y la angustia de los días pasados. Nadie
comentaba nada. Sólo en los árboles en los que habían morado las madres,
húmedas y furiosas, ahora pendían, maduros, los grandes frutos del verano.
Fabio Morábito nació en 1955 en Alejandría. Ha cultivado la poesía, el ensayo y la narrativa de ficción. Actualmente vive en Ciudad de México. Algunos de los poemarios de Fabio son "Lotes baldíos" y "De lunes todo el año"; como ensayista ha escrito importantes textos, además de "Idioma Materno", "Antonin Artaud" y como narrador uno de sus libros más conocidos pertenece al género de literatura infantil y se titula "Cuando las panteras eran negras".
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