Un libro no tiene objeto ni sujeto, está
hecho de materias diversamente formadas, de fechas y de velocidades muy
diferentes. Cuando se atribuye el libro a un sujeto, se está descuidando ese
trabajo de las materias, y la exterioridad de sus relaciones. Se está
fabricando un buen Dios para movimientos geológicos. En un libro, como en
cualquier otra cosa, hay líneas de articulación o de segmentaridad, estratos
territorialidades; pero también líneas de fuga, movimientos de
desterritorialización y de destratificación. Las velocidades comparadas de
flujo según esas líneas generan fenómenos de retraso relativo, de viscosidad,
o, al contrario, de precipitación y de ruptura. Todo eso, las líneas y las
velocidades mesurables, constituye un agenciamiento (‘agencement’). Un libro es
precisamente un agenciamiento de ese tipo, y como tal inatribuible.
Un libro es una multiplicidad. Pero
todavía no sabemos muy bien que significa lo múltiple cuando cesa de ser atribuido,
es decir, cuando es elevado al estado de sustantivo. Un agenciamiento maquínico
está orientado hacia un cuerpo sin órganos que no cesa de deshacer el
organismo, de hacer pasar y circular partículas asignificantes, intensidades
puras, de atribuirse los sujetos a los que tan sólo deja un nombre como huella de
una intensidad. ¿Cuál es el cuerpo sin órganos de un libro? Hay varios, según
la naturaleza de las líneas consideradas, según su concentración o densidad
específica, según su posibilidad de convergencia en un “plano de consistencia”
que asegura su selección. En este caso, como en otros, lo esencial son las
unidades de medida: cuantificar la escritura. No hay ninguna diferencia entre
aquello de lo que un libro habla y cómo está hecho. Un libro tampoco tiene
objeto. En tanto que agenciamiento, sólo está en conexión con otros agenciamientos,
en relación con otros cuerpos sin órganos. Nunca hay que preguntar qué quiere
decir un libro, significado o significante, en un libro no hay nada que
comprender, tan solo hay que preguntarse con qué funciona, en conexión con qué
hace pasar o no intensidades, en qué multiplicidades introduce y metamorfosea la
suya, con qué cuerpos sin órganos hace converger el suyo. Un libro solo existe
en el afuera y en el exterior.
Puesto que un libro es una pequeña
máquina, ¿qué relación, a su vez mesurable, mantiene esa máquina literaria con
una máquina de guerra, una máquina de amor, una máquina revolucionaria, etc., y
con una máquina abstracta que las genera?
A menudo, se nos ha reprochado que
recurramos a literatos. Pero cuando se escribe, lo único verdaderamente importante
es saber con qué otra máquina la máquina literaria puede ser conectada, y debe
serlo para que funcione.
Kleist
y una loca máquina de guerra, Kafka y una máquina burocrática increíble... (¿y
si, después de todo, se deviniese animal o vegetal gracias a la literatura -
que no es lo mismo que literariamente -, acaso no se deviene animal antes que
nada por la voz?).
La literatura es un agenciamiento, nada
tiene que ver con la ideología. No hay, nunca ha habido ideología.
[…] Escribir no tiene nada que ver con
significar, sino con deslindar, cartografiar, incluso futuros parajes.
Un primer
tipo de libro es el libro-raíz. El árbol ya es la imagen del mundo, o bien
la raíz es la imagen del árbol-mundo. Es el libro clásico como bella
interioridad orgánica, significante y subjetiva (los estratos del libro). El
libro imita al mundo, como el arte a la naturaleza: por procedimientos propios
que llevan a cabo lo que la naturaleza no puede, o ya no puede hacer. La ley
del libro es la reflexión, lo Uno que deviene Dos. ¿Cómo iba a estar la ley del
libro en la naturaleza si es ella la que regula la división entre mundo y
libro, naturaleza y arte? Uno deviene dos: siempre que encontramos esta
fórmula, ya sea estratégicamente enunciada por Mao, ya sea entendida lo más
“dialécticamente” posible, estamos ante el pensamiento más clásico y más
razonable, más caducado, más manoseado. La naturaleza no actúa de ese modo: en
ella hasta las raíces son pivotantes, con abundante ramificación lateral y
curricular, no dicotómica. El espíritu está retrasado respecto a la naturaleza.
Incluso el libro como realidad natural es pivotante, con su eje y las hojas
alrededor. Pero el libro como realidad espiritual, el Árbol o la Raíz en tanto
que imagen, no cesa de desarrollar la ley de lo Uno que deviene dos, dos que
devienen cuatro... La lógica binaria es la realidad espiritual del árbol-raíz.
Incluso una disciplina tan “avanzada” como la lingüística conserva como imagen
de base ese árbol-raíz que la vincula a la reflexión clásica (Chomsky y el
árbol sintagmático que comienza en un punto S y procede luego por dicotomía).
Ni que decir tiene que este pensamiento jamás ha entendido la multiplicidad:
para llegar a dos, según un método espiritual, necesita presuponer una fuerte
unidad principal. Y en lo que se refiere al objeto, según el método natural, se
puede sin duda pasar directamente de lo Uno a tres, cuatro o cinco, pero siempre
que se pueda disponer de una fuerte unidad principal, la del pivote que soporta
las raíces secundarias. En realidad, viene a ser lo mismo: las relaciones
biunívocas entre círculos sucesivos no han hecho más que sustituir a la lógica
binaria de la dicotomía. Ni la raíz pivotante ni la raíz dicotómica entienden
la multiplicidad. Mientras que una actúa en el objeto, la otra actúa en el
sujeto. La lógica binaria y las relaciones biunívocas siguen dominando el
psicoanálisis (el árbol del delirio en la interpretación freudiana de
Schreber), la lingüística y el estructuralismo, hasta la informática.
El sistema-raicilla, o raíz fasciculada,
es la segunda figura del libro,
figura que nuestra modernidad invoca con gusto. En este caso, la raíz principal
ha abortado o se ha destruido en su extremidad; en ella viene a injertarse una
multiplicidad inmediata y cualesquiera de raíces secundarias que adquieren un
gran desarrollo. La realidad natural aparece ahora en el aborto de la raíz
principal, pero su unidad sigue subsistiendo como pasado o futuro, como
posible. Cabe preguntarse si la realidad espiritual y razonable no compensa
este estado de cosas al manifestar a su vez la exigencia de una unidad secreta
todavía más comprensiva o de una totalidad más extensiva. Véase si acaso el
método del cut-up de Burroughs: el plegado de un texto sobre otro, constitutivo
de raíces multiples y hasta adventicias (diríase un esqueje), no implica una
dimensión suplementaria a la de los textos considerados. Pero la unidad
continúa su trabajo espiritual, precisamente en esa dimensión suplementaria del
plegado. En ese sentido, la obra más resueltamente fragmentaria puede ser
perfectamente presentada como la Obra total o el Gran Opus. La mayoría de los
métodos modernos para hacer proliferar las series o para hacer crecer una
multiplicidad son
perfectamente válidos en una dirección, por ejemplo lineal, mientras que una
unidad de totalización se afirma tanto más en otra dirección, la de un círculo
o un ciclo. Siempre que una multiplicidad está incluida en una estructura, su
crecimiento queda compensado por una reducción de las leyes de la combinación.
Los abortistas de la unidad sí que son aquí creadores de ángeles, ‘doctores
angelici’, puesto que afirman una unidad realmente angélica y superior. Las
palabras de Joyce, precisamente llamadas “de raíces múltiples”, sólo rompen
efectivamente la unidad lineal de la palabra, o incluso de la lengua, estableciendo
una unidad cíclica de la frase, del texto o del saber. Los aforismos de
Nietzsche sólo rompen la unidad lineal del saber remitiendo a la unidad cíclica
del eterno retorno presente como un no-sabido en el pensamiento. Ni que decir
tiene que el sistema fasciculado no rompe verdaderamente con el dualismo, con
la complementaridad de un sujeto o de un objeto, de una realidad natural y de
una realidad espiritual: la unidad no cesa de ser combatida y obstaculizada en
el objeto, mientras que un nuevo tipo de unidad triunfa en el sujeto. El mundo
ha perdido su pivote, el sujeto ni siquiera puede hacer ya de dicotomía, pero
accede a una unidad más elevada, de ambivalencia o de sobredeterminación, en
una dimensión siempre suplementaria a la de su objeto. El mundo ha devenido
caos, pero el libro continúa siendo una imagen del mundo, caosmos-raicilla, en
lugar de cosmos-raíz. Extraña mistificación la del libro, tanto más total cuanto más fragmentado. De todas formas, que idea más convencional
la del libro como imagen del mundo. Verdaderamente no basta con decir ¡Viva lo
múltiple!, aunque ya sea muy difícil lanzar ese grito. Ninguna habilidad
tipográfica, léxica o incluso sintáctica, bastará para hacer que se oiga. Lo
múltiple hay que hacerlo, pero no añadiendo constantemente una dimensión
superior, sino, al contrario, de la forma más simple, a fuerza de sobriedad, al
nivel de las dimensiones de que se dispone, siempre ‘n menos 1’ (sólo así,
sustrayéndolo, lo Uno forma parte de lo múltiple). Sustraer lo único de la
multiplicidad a constituir: escribir a n-1. Este tipo de sistema podría
denominarse rizoma. Un rizoma como tallo subterráneo se distingue radicalmente
de las raíces y de las raicillas. Los bulbos, los tubérculos, son rizomas. Pero
hay plantas con raíz o raicilla que desde otros puntos de vista también pueden
ser consideradas como rizomorfas. Cabría, pues, preguntarse si la literatura,
en su especificidad, no es enteramente rizomorfa.
Gilles Deleuze, filósofo francés (1925-1995) y Félix Guattari (1930-1992) psicoanalista y activista político francés, conforman la dupla intelectual más compleja e interesante del siglo pasado. Escribieron a cuatro manos tres volúmenes de teoría, entre ellos Capitalismo y Esquizofrenia: Anti-Edipo (1972), Rizoma (1976) y Mil Mesetas (1980); Kafka: por una literatura menor (1975) y ¿Qué es la filosofía? (1991).
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