William Utermohlen |
Mediodía
Sófocles tiene la edad de Edipo
cuando escribe su drama Edipo en Colono.
Es decir, es ya un anciano.
Sabe que el mito es la eternidad
que se infiltra en el tiempo.
Ha dejado atrás la respuesta a la pregunta quién soy
o más bien sigue sin saber nada.
Los olivos, agostados por el calor,
apenas echan sombra.
Las lagartijas se calientan al sol
de un blanco mediodía, hora muerta de las almas.
El tiempo no se moverá del sitio hasta que el Hades
apele de nuevo a sus sombras blancas.
En este tiempo breve, la piel de las mujeres no envejecerá,
los niños quedarán inmovilizados sosteniendo sus juguetes,
amainará el alboroto en las casas y en las plazas,
y la gente mayor no se acercará ni siquiera un segundo
al umbral de la eternidad, y tal vez tampoco al conocimiento definitivo.
Mala hora, piensa Edipo. Mala hora, anota Sófocles.
Nosotros también perduramos inmóviles, en el coche,
sobre la ceniza roja del precipicio.
El calor remite lentamente. Pasa la hora de los demonios.
Una abeja empieza a zumbar bajo el techo.
El Río Moscova
Marcas de patines, un guante, el río fluye bajo el hielo.
El aeropuerto anoche, nieve en las luces azules,
la silueta de las alas del boeing como formas imprecisas
del fin del mundo. Alguien reía, alguien imprecaba a la nieve
pegajosa. Los viajeros parecían fortuitos y también la ominosa
obstinación, la melancolía del hombre a mi izquierda,
la voz pura, el escote de la chica a mi derecha abierto
hasta la mitad, de repente tan cercanos, afines, familiares
casi cuando al dar vueltas sobre el aeropuerto,
ya estábamos con los pensamientos en otro lugar.
Los conocidos, apuntados en una hoja, permanecerán con nosotros.
Intento interpretar sus vidas con apenas cuatro detalles:
ella, quizás una modelo, de una delgadez infantil,
apenas una adolescente si no fuera por los labios carnosos
demasiado sensuales y por las arrugas. Dos. Pero visibles
incluso con esta luz. Las piernas atravesadas
en medio de un pasillo demasiado estrecho. Muy estilizadas,
aunque las rodillas son de nuevo infantilmente picudas.
¿Qué hace esta ciudad con ella, ella con esta ciudad
hostil, demasiado ruidosa, con un ovillo helado en la laringe,
con una carta fallida, no enviada, directamente no escrita
a casa? Seguro que no volverá.
Él, con un portátil y pidiendo sin parar zumo de tomate.
Es lo único que toma. La mira de vez en cuando por encima
de los extraños jeroglíficos de la pantalla de su mundo,
sin presentir que el mismísimo fin del mundo está sentado
a su lado. Que acaba no solo de girar la cabeza
sino de darle la vuelta a todo el orden del mundo.
¿Dónde se encontrarán? No lo sé. Quizá en una pista
de patinaje. Quizá bajando por el Moscova se seguirán
hasta que se entrecrucen las marcas de sus patines, líneas del destino,
caminos y constelaciones, cualquier cosa menos
la soledad, la muerte prematura o el tedio del alma.
El hielo cruje bajo el patín, salpica, se desdibuja.
Extraído de Poesía a contragolpe: antología de poesía polaca contemporánea.
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