Me he convertido en una especie de máquina
de tiempo.
Estoy
tocando lo que es un libro
fabricado
antes de que yo naciera: 1987,
¿Quien
vuela sobre el nido del cuco?
de
Keasey, que es más conocido por su adaptación cinematográfica
en la que Jack
Nicholson hace de criminal desubicadamente encerrado en un manicomio.
Año
en que tal vez, no logro determinarlo con exactitud,
sí,
se produjo mi azarosa concepción. Vamos, yo sé que hay algo
en
este destello de luminosidad que trasciende el tiempo.
Hay
algo, y no es brujería.
Es
el mismísimo paso del tiempo deshaciéndose
en
las manos: una mirada perdida,
un
deseo de corroborar ciertas tesis que no han
sido
demasiado sustanciales. Los
fantasmas, por ejemplo.
No
sé nada acerca del tiempo, y si es que algunos físicos
dicen
que no solamente nos determina, sino que también nos come;
pues
yo ni me he enterado.
Detrás de toda
demostración
científica, hay
un sacerdote en cuclillas rezando en voz baja plegarias para que se concreten
los resultados magníficos del circo.
Un
circo -cómo se diría- que se toma en serio, y que bien podría
denominarse:
conciencia. ¡Nuestra conciencia
es
un circo, y nuestro delirio una especie de ver de veras!;
ver como se ven
los fluidos propagarse por tu cuerpo.
Dejémoslo
así, creo que es demasiado hablar de tiempo
en
un poema bajísimo, lejano de envidia, roto y podrido
en
las orillas de una carretera que dicen se llama Tiempo.