1972. En aquel entonces tenía doce años,
mi abuela había salido a comprar tomates que le habían faltado a la salsa (se
levantaba a las cinco de la mañana para preparar la bolognesa, la que tenía lista recién al mediodía) y me quedé solo
en casa, en la sala, echado en el viejo y apolillado sofá de mi padre —que en
esa oportunidad estaba de misión en Marruecos— hojeando un libro grande y
grueso con fotografías de las esculturas del Palazzo Rosso de Génova. Lo había traído mi padre consigo en el
sesenta, luego de una gira incógnita de ex miembros de la guardia del Duce; era
muy receloso con su cuidado pues le había costado caro, por lo que lo escondía
detrás del mueble de las copas, y lo sacaba sólo cuando venía algún amigo y
éste debía esperarle a que se vistiera. El sol mañanero dificultosamente
atravesaba las gruesas cortinas cosidas a mano por mi abuela, y solamente un
halo de luz entraba por un entresijo llegando directamente a mi pecho. Era
verano e iba solamente en calzoncillos. Estaba acurrucado sobre el sofá con los
pies en alto y el libraco sobre mis muslos. Partí desde el final. Al correr
culposo de esas páginas me encontré con la fotografía de un cuadro que copaba
casi toda la página, era un cuadro que mostraba a un hombre fornido con el
torso desnudo, las manos altas anudadas a un tronco y sus costillas cercenadas
por dos largas flechas. Leí en la descripción «San Sebastián de Guido Reni.» No puedo aún ser certero en la descripción del éxtasis que produjo en mí
la contemplación de dicha pintura. La belleza de aquel joven, su vientre y lo
que queda a la vista de su entrepierna, como de porcelana y lampiña; aquel paño
anudando quizás su miembro, conformando la ilusión óptica de un pene erecto y
lechoso; su rostro infantil e inocente; así también la serenidad entrevista en
su expresión, a pesar de lo macabro del castigo al que fuera condenado. Todo
ello se mezclaba en un palpitar, o un cosquilleo que comenzaba en la planta de
mis pies y ascendía imperceptiblemente hasta colmarme: poniéndomelo enhiesto.
Mi mano por su parte, cobrando vida propia, descendió hasta la costura de mis
calzoncillos, y lentamente introdujo los dedos hasta arremolinarse en el
incipiente vello adolescente que se crispaba en mi bajo vientre, llegando al palo, que masajeé con movimientos que
nunca nadie me había enseñado.
El esperma respingó por los mangos del
sofá. La ilustración de San Sebastián
y las palabras italianas que se concentraban en la página blanca se empaparon.
Constelaciones perladas que con la estrecha luz del sol parecían esplender.
Gemas grisáceas, lechosas, que se escurrían por mi mano; y por el papel cuché que
se había arrugado por la humedad de mis fluidos. Sentí incluso miedo, un miedo
inconcebible frente a ese placer inconmensurable y prístino; un placer vigoroso
y misterioso, “virgen”, que hoy busco a tientas como un hambriento, sobre todo
por las noches en que me devuelvo borracho de vino a mi camastro, olvidado del
honor, vapuleado por el instinto, quedando quieto en mi cama e intentando
recordar aquel primer acceso de placer carnal que me fue regalado en la
intimidad de aquella vieja sala de Rosario, en penumbras y con la familia
deambulando por esta y otras ciudades del mundo.[1]
Por aquellos años de mi primera
eyaculación los muchachos de la Scuola
ya miraban a las profesoras de otra manera, y éstas se daban cuenta pues les devolvían
sonrisas… las muy sucias. El cuerpo femenino parecía para ellos un sitio prohibido
al que querían entrar a palos de ciego y volviéndose locos. Por mi parte no me
causaba extrañeza que mi pulsión sexual no siguiera por esas lindes; apreciaba
el cuerpo femenino estéticamente, no lo niego, siempre lo he encontrado bello;
pero el cuerpo de un hombre, en cambio, me aflojaba el corazón, y esto lo tengo
clarísimo desde que tengo uso de razón. Así, viviendo en el tabú mismo, no hice
otra cosa que comentar naturalmente con mis amigos, como lo hiciera un crítico
de arte, las curvas de mis compañeras y de mis profesoras, el tamaño de sus
traseros y de sus pechos, la dureza de sus vientres y sus muslos, y también las
pajas que me corría en su honor. Siendo todo, por supuesto, una grandiosa
mentira. Eran mis compañeros los que me quitaban el sueño. Pero fue así que
pasé desapercibido, con alguno que otro mínimo mal entendido, todo el periodo
de la escuela. Cuando emigraba de Rosario, allá por el año 81’, mis amigos y
conocidos de allí juraban de rodillas mi heterosexualidad. Ya en Santa María
hice unos dos o tres amigos evidentemente homosexuales, y no lo digo por sus
manierismos: se detectan de inmediato, como una moneda bajo la cristalina agua
de la pileta del templo. Con ellos me sumergí en los guetos nocturnos de
maricones y tortilleras[2],
aquellos rincones de un paganismo exquisito, alejados de la mano de Dios. Los
bares corrientes eran una pena; el Nueva
Italia, sin ir más lejos, olía a callejón meado. Al menos los de maricones tenían
su elegancia atenuante. Además, ni se imaginan cuantos connotados diplomáticos
y feligreses me encontré en esos lugares, a sus anchas, y después los muy cochinos
dando discursos sobre la sagrada familia y la decencia. De los tres o cuatro más
populares bares de huecos, el más
concurrido era el Chamamé, que Junta
Larsen —un bisexual desatado— convertiría unos años después en un prostíbulo,
luego de una infame campaña para erradicar a los invertidos de Santa María.
Craso error del alcalde: los maricones proliferaron.
Este tipo de discusiones cosméticas de la política pública sanmariana, me
recuerda que no he visto lugar en lo que es Latinoamérica con más criaturas no
sólo invertidas, sino pervertidas. Como cualquier sanmariano, yo también he guardado
mi pequeño y obsceno secreto largos años. Ahora no tengo problemas en
descubrirlo, pues a mi modo de ver, ya lo he perdido todo. Bueno, en fin, desde
hace ya casi quince años, como en un pequeño ritual, hago un juego conmigo
mismo: cojo ropa de mi difunta abuela y me la coloco. Sí. En un sector secreto
de mi guardarropa, abajo, cerca de mis zapatos negros, tengo un pequeño baúl
donde guardo la poca ropa que pude rescatar de la casona de Rosario, antes que
la remataran. Tengo en mi dormitorio un espejo alto, que también le perteneció
a ella, donde me miro desnudarme y después ponerme, una a una, sus prendas. No
me disfrazo solamente de un mujer, sino que soy además una mujer anciana ¿Lo
entienden? Tengo obscenas inclinaciones por lo senil. ¿Que por qué lo hago? No
tengo la menor idea. Son de esas acciones tan íntimas que no requieren
verbalización, siquiera mental, de lo que pretenden; son acciones sin más, no
sin significados, sino que ocultos, adosados a mis órganos. No puedo dejar de
hacerlo, me provoca un extraño placer que nada ni nadie me proveería de otra
forma. Cuando el hijoputa que
encuentre este cuaderno lo lea, tendré recién la intención de buscarle alguna
respuesta coherente, y como ya supondrán, ya estaré muerto. Conmigo se irán
todas mis mujeres a la tumba; el travesti espiritual que soy.
[1]
Se puede percibir en el
presente párrafo la parodia, sino indiscretamente el plagio de una escena aparecida
en Confesiones de una máscara,
primera novela del escritor japonés Yukio Mishima (Tokio, 1925 – 1970), en la
que el protagonista también se masturba con una reproducción de la pintura de
Reni, el pintor italiano postrenacentista.
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