La
mujer apretó el gatillo, mientras decía con siniestra suavidad:
—Revienta,
perro.
Silver Kane
Este hecho me condujo hasta acá, a este
Purgatorio insípido, desabrido incluso para los que ya están muertos. A grandes
rasgos, lo que hubo es muerte, la más sencilla y más pura muerte, y con eso,
creo, siempre ha sido suficiente. Iba con las muelas hinchadas, con el sabor a
fierro de la sangre que emanaba de las costuras carnosas de mi boca. Debíamos
juntarnos a las diez menos cuarto en la planta baja del Berna. Yo tenía que
estar a lo menos a las nueve, cruzando la calle, en la Plaza Nueva, para ver si
el hombre sospechaba de algo y se presentaba antes en el lugar para tantear el
terreno. Llegó puntual. Iba con su terno gris y un maletín bajo el sobaco; era
profesor de idiomas, seguramente venía de la Escuela Normal, que son unas diez
cuadras por calle Unamuno, hasta quebrar por Girondo. Esperé a que se instalara
en alguna mesa, y solo después me dispuse a entrar en el Berna. Mi señal era
pedirle un vaso de agua en la barra a Larsen, quien era el que estaría de
turno, mi cómplice. (En aquel entonces, Larsen ya había perdido el prostíbulo
por unos asuntos con impuestos internos —solía decir que era una rotunda
estupidez: «¡no puedo dar boleta por
vender coca, les falla la cabeza a estos pibes!».) Luego debía actuar que
me sorprendía de ver al hombre ya
sentado en una de las mesas; me acercaría y me acompañaría un camarero que
pediría la orden del otro comensal, o sea, al hombre que yo mataría. El motivo
que inventé para entrevistarme con él, fue la oportunidad de hacer un negocio
de hotelería, en el que le ofrecí ser mi socio. Su esposa trabajaba en el
rubro, dando pensión. El interés resultó casi instantáneo, pues quería que su
señora descansara de una vez; había trabajado desde los diez años sin parar;
por lo que con este negocio la libraría a ella de responsabilidades y
preocupaciones. Era todo, por supuesto, una sorpresa para ella. Luego de trazar
unas someras líneas de lo que constaría el trato, le entraron ganas de ir a
mear. Era parte del plan. Larsen le había echado un diurético a su bebida, y el
camarero se encargó de servírselo especialmente a él.
Entonces, el hombre se alejó hasta la parte trasera del Berna, donde estaban los
baños. Era una suerte de hangar profundo cuyos objetos se perdían en la
oscuridad. El sector del baño era una pequeña ampolleta colgando de quizás
donde, que alumbraba una puerta blanca. El baño mismo era como un cápsula
cubierta de cerámico barato. No habrá medido más de dos metros cuadrados.
Estaba el wáter, el lavamanos y un meadero, y no cabía más que una persona dentro.
El hombre yacía de espaldas a mí,
meando, cuando abrí la puerta. Se dio vuelta con sorpresa, pero al verme esbozó
una sonrisa; me preguntó que si también tenía ganas, yo le devolví la sonrisa
pero con mi entrecejo estático, mirándolo de abajo hacia arriba. Saqué el
pequeño cuchillo largo de mi padre, esperé a que se la sacudiera y se diera la
vuelta hasta quedárseme mirando de frente. Se lavó las manos, primero. Tenía yo
mis manos ocultas tras la cintura. Cuando su cuerpo giró, lo hice. Le enterré el
cuchillo en el centro de su prominente manzana de Adán. Un gorgoteo de sangre y
ruido se fraguó en su garganta, y se silenció por fin a los pocos segundos.
Cayó al suelo con los ojos muy abiertos e idos, divisando la nada sobre mi
cabeza. Lo cogí del hombro para acostarlo y lo senté sobre la taza del wáter.
Quité rápidamente el cuchillo de su garganta, saqué el trapo que llevaba en el
bolsillo trasero de mis pantalones verdes; me costó sacarlo pues son muy
ajustados. Limpié la hoja, y le metí el paño en la boca; la sangre ya empezaba
a formar un charco en el borde del wáter. Cerré la puerta y me dirigí de nuevo
hacia nuestra mesa. Me senté rápidamente y me bebí mi vaso de agua. Hice un
gesto alto con la mano, me levanté y me fui del lugar sin mirar a nadie: eso es
lo que se suponía que debíamos hacer en señal de haber terminado la faena.
Junta Larsen estaba en la barra, y era quien debía dar consecutivamente un
grito en clave para señalarle a los correspondientes que fueran a deshacerse
del cuerpo: la clave esta vez, si mal no recuerdo o si escuché bien, fue: «¡un London Collins para la 8!» Ese trago
no existe. Era un chiste interno. Me fui caminando con las manos dentro de mis
apretados bolsillos hasta la Plaza Grande, y luego corté por Mandrake, hasta
Tomasi de Lampedusa.
Iba camino a casa de Barthes, a orillas
de la playa. Iba a seguir con mi enamoramiento y con esto quiero decir, quizás,
que quería ir a esconderme.
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