En el Chamamé conocí a Barthes. Iba acompañado de una muchacha de teñido
pelo rojo y cortado en forma de un prominente hongo, a la que presentó como su
amiga. Supe de inmediato que era de verdad su amiga, y no su novia con solo
darle la mano: parecía un trapo de terciopelo. Aún no tengo claro si me enamoré
de inmediato o si fue en el transcurso de la noche, después de verle fumar uno
de su cigarrillo con ese delicado refinamiento francés que aún me saliva. Me
dijo que era hijo de doctor, y que su madre había muerto en el Mediterráneo, en
un naufragio. Que por el momento se dedicaba a la fotografía y que Nitza —la
pelirroja— era su modelo. Le contesté que Nitza no era lo que se llamaría el
prototipo de una “modelo”, y luego agregué —de lo cual aún me arrepiento—: «se
parece a un canario con regla[1].»
Se rio de mi comentario y con suavidad buscó en el bolsillo de su chaqueta unas
fotos. Eran de la sesión de aquel día. Me regaló una, que aún conservo. Aparece
el rostro de Nitza en sepia dando vuelta su cabeza, con naturalidad, hacia el
objetivo —me imagino a Barthes llamarla de repente de un grito, y ella girar su
cabeza para ser capturada en su realidad. Así mismo, el talante de Nitza es de
lo más peculiar; es como el de aquellas mujeres que provocan temor, ya sea por
respeto, ya sea por horror. Me parece de una belleza desopilante.
Además del saludo que brotó de su boca,
recuerdo que habló otras cosas: nos contó a mí y a Barthes, ya sentados a la
mesa, descansando de bailar y bebiendo Martini, la historia de su padre: había
sido un importante periodista de un semanal financiado por el PC argentino,
agregado cultural en Cuba y activista político opositor al régimen. Como es de
esperar, Videla lo mandó a matar, en Buenos Aires, por allá a finales de los 70.
Cuando se dispuso a contar cómo había sido su muerte, pedí disculpas y me
retiré al baño, me tenía un poco harto; en cualquier caso, prudente y educado
como soy, no le comenté inmediatamente lo bien merecido que se lo tenía el rojo
culiao.
La volví a ver unos años después en la
hostal de Öschla. Al parecer tenía algo con Diecz, el guapote que vive aún en
una piececita en el segundo piso; pero también la vi con Jorge Malabia, que le arrendaba
una de las tantísimas habitaciones a la señora Litty, una vieja usurera, dueña
de cuadras completas en Santa María, sepa quién por qué. (En este pueblo
miserable cada uno tiene, a su manera, su pequeño delito que guarda
recelosamente.) Y así se la pasaban Malabia y Diecz, peloteándosela, o ella
peloteándose entre ambos obstinadamente. Me parecían tan sucios, tan promiscuos,
y me imaginaba el semen de uno tocando la punta de la verga del otro dentro de
su útero, como si no tuviera tiempo entre una y otra para que absorbiera el
semen su organismo: la pelirroja debe haber tenido un batido de esperma dentro;
me daban asco a reventar. De todas maneras, a pesar de cualquier suposición, Nitza
es o era bisexual; lo tengo bien claro: aquella noche en el Chamamé, muy cerca del cierre la vi con
una muchacha, un poco gorda, besándose y masajeándose el poto mutuamente. Con
Barthes las mirábamos desde nuestra mesa, y me comentaba, con un aire soñador,
que aquella mujer era todo un caso.
Le pregunté a qué se refería. Me contó que en realidad el padre de Nitza no
había muerto, sino que había desaparecido —que para el caso de las dictaduras
latinoamericanas es lo mismo—; que ella se inventó una historia acerca de un
atentado en contra de su padre, que ella imagina que vio y dejó traumada; pero
lo que pasó en realidad es que su padre salió una mañana, publicó una carta abierta
en el periódico en el que escribía y después de almuerzo, en los alrededores de
la Plaza de Mayo, se le vio por última vez. «A veces es mucho más sano una
mentira piadosa, que un misterio sin resolver», terminó Barthes con ese tono
que me volvía loco.
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