Dejando de lado un poco el experimentalismo con la forma: el estilo de Natalia Ginzburg ¿cómo explicarlo? Sucede que es como si no tuviera padres ni abuelos literarios, es una escritura tan propia, demasiado auténtica, que aparenta fraguarse en un mundo aparte, en la triste fantasía de la infancia. Ginzburg escribe como lo hacen las niñas en sus diarios íntimos, con palabras sencillas, pero no por ello menos certeras. Podría decirse: un fenómeno curioso, aquí la honestidad es el estilo. Aunque, más bien, no, honestidad no es la palabra. ¿Prístino? no lo creo. Diría: pureza. Sí. La pureza, esta es la palabra. No obstante tampoco una pureza limpia, inmaculada, virginal, en absoluto: una pureza doméstica, prosaica, que se suele llenar de polvo y que se limpia con el paño, que se saca a pasear al parque; una pureza que se sube al balancín y se le da cuerda.
Pues bien, el estilo se lee. Aquí un fragmento de su texto "Mi Oficio".
Escribir
poesías era fácil. Mis poesías me gustaban mucho, me parecían casi perfectas.
No comprendía qué diferencia había entre ellas y las poesías verdaderas, ya
publicadas, de los verdaderos poetas. No comprendía por qué cuando se las daba
a leer a mis hermanos, soltaban la carcajada y me decían que sería mejor que me
pusiera a estudiar griego. Pensaba que quizá mis hermanos no entendían nada de
poesía. Y, mientras, tenía que ir a la escuela, y estudiar griego, latín,
matemáticas, historia, y sufría mucho y me sentía en exilio. Me pasaba los días
escribiendo mis poesías y copiándolas en los cuadernos, y no estudiaba las
lecciones, y entonces ponía el despertador a las cinco de la mañana. El
despertador sonaba, pero yo no me despertaba. Me despertaba a las siete, cuando
ya no tenía tiempo para estudiar y tenía que vestirme para ir a la escuela. No
estaba contenta, tenía siempre un miedo tremendo y una sensación de desorden y
de culpa. Estudiaba en la escuela: la historia, en la hora del latín; el
griego, en la hora de historia, y así siempre, de modo que no aprendía nada.
Durante bastante tiempo pensé que valía la pena, porque mis poesías eran muy
bonitas, pero un buen día me entró la duda de que no fueran tan bonitas, y
empecé a aburrirme al escribirlas, a buscar los temas con esfuerzo, y me
parecía que había acabado ya todos los temas posibles, que había usado ya todas
las palabras y las rimas: esperanza-lontananza, pensamiento-viento,
misterio-cementerio, añoranza-esperanza. No encontraba ya nada que decir.
Entonces comenzó un período muy malo para mí, y me pasaba las tardes manoseando
palabras que no me daban ya ningún placer, con una sensación de culpa y de
vergüenza respecto a la escuela; jamás me pasaba por la cabeza que me hubiera
equivocado de oficio: escribir, quería escribir, sólo que no comprendía por qué
de pronto los días se me habían hecho tan áridos y pobres de palabras.
La primera cosa seria que escribí fue un relato.
Un relato breve, de cinco o seis páginas: me
salió como por milagro, en una noche, y cuando me fui a dormir estaba cansada,
aturdida, estupefacta. Tenía la impresión de que era algo serio, lo primero que
había hecho hasta entonces: las poesías y las novelas con muchachas y carrozas
me parecían de repente muy lejanas, de una época desaparecida para siempre,
criaturas ingenuas y ridículas de otra edad. En este nuevo relato había
personajes. Isabel y el hombre con la barba rubia no eran personajes: yo no
sabía nada de ellos salvo las frases y palabras de que yo me había servido
respecto a ellos, y estaban confiados al azar y al capricho de mi voluntad. Las
palabras y las frases de que me había servido, con ellos las había cogido
casualmente: era como si hubiese tenido un saco y hubiera sacado de él, ahora una
barba, luego una cocinera negra o cualquier otra cosa que se pudiera usar. Esta
vez, por el contrario, no había sido un juego. Esta vez había inventado
personas con nombres que no me habría sido posible cambiar: nada de ellos
habría podido cambiar, y sabía una cantidad de detalles suyos, sabía cómo había
sido su vida hasta el día de mi relato, aunque en mi relato no había hablado de
ella porque no había sido necesario. Y lo sabía todo sobre la casa, sobre el
puente, sobre la luna, sobre el río. Tenía diecisiete años entonces, y me
habían suspendido en latín, en griego y en matemáticas. Había llorado mucho al saberlo.
Pero ahora que había escrito el cuento, sentía un poco menos de vergüenza. Era
verano, una noche de verano. La ventana estaba abierta al jardín y volaban
mariposas oscuras en torno a la lámpara. Había escrito mi cuento en papel
cuadriculado, y me había sentido más feliz que nunca en toda mi vida y rica de
pensamientos y de palabras. El hombre se llamaba Maurizio; la mujer, Anna; y el
niño se llamaba Villi, y también estaban el puente, la luna y el río. Estas
cosas existían en mí. Y el hombre y la mujer no eran ni buenos ni malos, sino
cómicos y un poco miserables, y me parecía entonces descubrir que así debía ser
siempre la gente en los libros, cómica y miserable a la vez. Aquel cuento me
parecía bello lo mirara por donde lo mirara: no había ningún error, todo
sucedía a su tiempo, en el momento oportuno. Me parecía ya que podría escribir
millones de cuentos.
Y,
verdaderamente, he escrito un cierto número de cuentos, a intervalos de uno o
dos meses, alguno bastante bello y otros no. Y he descubierto que uno se cansa
cuando escribe algo en serio. Es mala señal si uno no se cansa. Uno no puede
esperar escribir algo en serio así a la ligera, como con una mano solo,
alegremente, sin molestarse apenas. No se puede salir del paso como si tal
cosa. Uno, cuando escribe algo serio, se mete dentro de ello, se hunde en ello
hasta los ojos; y si tiene sentimientos muy fuertes que inquietan su corazón,
si es muy feliz o muy infeliz por alguna razón, digamos terrestre, que no tiene
nada que ver con lo que está escribiendo, entonces, si lo que escribe vale y es
digno de vivir, cualquier otro sentimiento se adormece en él. No puede esperar
conservar intacta y fresca su cara felicidad, o su cara infelicidad; todo se
aleja y se desvanece, y se queda sólo con su página, ninguna felicidad y ninguna
infelicidad puede subsistir en él que no esté estrictamente ligada con esta
página suya: no posee otra cosa y no pertenece a nada más, y si no le sucede
así, entonces es señal de que su página no vale nada.
Extraído de Las pequeñas virtudes, Alianza editorial (1966)
Natalia Ginzburg (1916-1991, Italia) fue una escritora italiana cuya obra gira en torno tanto a temas como las relaciones familiares, como a las políticas posteriores al fascismo italiano y a la Segunda Guerra Mundial. Sus obras, así mismo, están cargadas de contenidos filosóficos. Escribió novelas, ensayos, reportajes periodísticos, poemas y relatos cortos. Fue galardonada en vida con el Strega Prize y el Bagutta Prize. Entre sus obras más destacadas de encontramos Las palabras de la noche (1961), Las pequeñas virtudes (1962), Léxico familiar (1963). Como también el reportaje Serena Cruz o la verdadera justicia (1990) y la flamante biografía Antón Chéjov publicada en 2006 en español por editorial Acantilado.
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