Por cuestión de espacio seré breve y me saldré por la tangente: de Philip K. Dick hay que leerlo
todo, absolutamente todo y, si es posible, en orden cronológico. Sus primeras
novelas pueden tratarse de meros divertimentos de adolescente con acné, y sin
embargo están contenidas en ellas ya las grandes teorías y los más extraordinarios y dementes juegos
mentales dickianos. Luego la literatura surge a borbotones de donde se lea, su
prosa y sus diálogos geniales serán del gusto inevitable del público. Ya en su
última etapa viene lo que se ha denominado mesianismo, las novelas ya no de
ciencia ficción específicamente, sino historias con tramas de alto contenido filosófico y
esotérico, autobiografías en clave, y obras maestras, por supuesto, de la
literatura norteamericana, y anglosajona, junto con J.G. Ballard. Este pequeñito cuento, que me parece está contenido
en el volumen III de sus Cuentos Completos, publicados por Minotauro en
español, condensa a su modo los grandes temas dickianos, y cómo no, su mejor
prosa, rápida, efectiva, con diálogos como de películas baratas, y por lo
mismo, divertidísimos.
Oremus.
NOSOTROS LOS EXPLORADORES
Philip K. Dick
—Caramba
—dijo Parkhurst con voz entrecortada, sintiendo un hormigueo de excitación en
su rostro enrojecido—. Acercaos, muchachos. ¡Mirad!
Se amontaron
alrededor de la pantalla del visor.
—Allá está
—dijo Barton. El corazón le latía de forma extraña—. Tiene un aspecto
magnífico.
—Ya lo creo
que tiene buen aspecto —corroboró Leon. Temblaba—. Digamos que…. puedo
distinguir Nueva York.
—Y una mierda.
—¡Sí que
puedo! La parte gris. Junto al agua.
—Eso ni
siquiera son los Estados Unidos. Estamos mirándolo boca abajo. Eso es Siam.
La nave se
desplazaba velozmente por el espacio, los escudos anti meteoros aullaban. Por
debajo, el globo verde-azulado iba creciendo. Las nubes se movían a su
alrededor, ocultando los continentes y los océanos.
—Nunca pensé
que volvería a verla —dijo Merriweather—. Os juro que creí que estábamos
atrapados aquí arriba —su cara se contrajo— Marte. Ese maldito desperdicio rojo.
Sol, moscas y ruinas.
—Barton sabe
reparar jets —dijo el Capitán Stone—. Puedes darle las gracias.
—¿Sabes qué
es lo primero que voy a hacer cuando esté de vuelta? —chilló Parkhurst.
—¿Qué?
—Ir a Coney
Island.
—¿Por qué?
—Por la
gente. Quiero volver a ver gente. Montones. Idiotas, sudorosos, ruidosos.
Helados y agua. El océano. Botellas de cerveza, cajas de leche, servilletas de
papel.
—Y chicas
—dijo Vecchi, con los ojos brillándole.
—Mucho
tiempo, seis meses. Iré contigo. Nos sentaremos en la playa y miraremos a las
chicas.
—Me pregunto
qué clases de bañadores usan ahora —dijo Barton.
—¡Puede que
no usen ninguno! —gritó Parkhurst.
—¡Hey!
—gritó Merriweather— Voy a volver a ver a mi esposa —se quedó aturdido de
repente. Su voz se redujo a un susurro—. Mi esposa.
—Yo también
tengo esposa —dijo Stone, con una amplia sonrisa—. Pero me casé hace mucho
—Después pensó en Pat y en Jean. Un dolor punzante le agarrotaba la traquea—.
Apuesto a que han crecido mucho.
—¿Crecido?
—Mis hijos
—murmuró Stone con voz ronca.
Se miraron
unos a otros, seis hombres, andrajosos, con barba, con ojos brillantes y
febriles.
—¿Cuánto
tiempo? —dijo Vecchi en voz muy baja.
—Una hora
—afirmó Stone—. Estaremos abajo en una hora.
La nave
chocó contra el suelo con un golpe que les tiró de narices al suelo. La nave
iba dando tumbos muy deprisa, con los retropropulsores de los frenos
chirriando, atravesando las rocas y destrozando el suelo. Hasta que se detuvo,
con el morro enterrado en una colina.
Silencio.
Parkhurst se
levantó tambaleándose. Se agarró a la barra de seguridad. Le chorreaba sangre
de un corte sobre uno de sus ojos.
—Estamos
abajo —dijo.
Barton se
agitaba en el suelo. Gruñó, se puso de rodillas hacienda un esfuerzo. Parkhurst
le ayudó.
—Gracias.
Estamos...
—Estamos
abajo. Estamos de vuelta.
Los
retropropulsores se habían apagado. El ruido había cesado... sólo se oía el
suave goteo de los fluidos de la pared que rezumaban hasta el suelo.
La nave era
un revoltijo de metal. El casco estaba partido en tres trozos. Se había doblado
hacia adentro, combado y retorcido. Había papeles esparcidos e instrumentos
destrozados por todos lados.
Vecchi y Stone
se levantaron despacio.
—¿Esta todo
bien? —Stone masculló, frotándose el brazo.
—Échame una
mano —dijo Leon—. Me he retorcido el maldito tobillo o algo.
Se
levantaron. Merriweather estaba inconsciente. Le reanimaron y le pusieron de
pie.
—Estamos
abajo —repitió Parkhurst, como si no pudiera creerlo—. Esto es la tierra.
Estamos de vuelta ¡vivos!
—Espero que
las muestras estén bien —dijo Leon.
—¡Al diablo
con las muestras! —gritó Vecchi exaltado. Se puso a trabajar frenéticamente en
los tornillos de la parte izquierda, destornillando la pesada cerradura de la
escotilla—. Salgamos y demos un paseo por los alrededores.
—¿Dónde
estamos? —preguntó Barton al Capitán Stone.
—Al sur de
San Francisco. En la península.
—¡San
Francisco! Hey ¡podemos coger los tranvías! —Parkhurst ayudó a Vecchi a
destornillar la escotilla—. San Francisco. Una vez pasé por aquí. Tienen un
parque grande. El Golden Gate Park. Podemos ir a la feria.
La escotilla
se soltó, abriéndose completamente. La charla cesó repentinamente. Los hombres
echaron un vistazo afuera, parpadeando debido a la blanca y cálida luz solar.
Abajo, un
verde campo se extendía a lo lejos. Las colinas se erguían puntiagudas en la
distancia, en el aire cristalino. Abajo, unos cuantos coches circulaban por una
autopista, se veían como puntos diminutos, brillando al sol. Postes de
teléfono.
—¿Qué sonido
es ése? —dijo Stone, escuchando con atención.
—Un tren.
Venía de las
vías lejanas, expulsando humo negro por la chimenea. Un suave viento recorría
el campo, moviendo la hierba. Más allá, a la derecha, había una ciudad. Casas y
árboles. La marquesina de un teatro. La típica gasolinera. Pequeñas tiendas
junto a la carretera. Un motel.
—¿Crees que
alguien nos ha visto? —preguntó Leon.
—Deben de
habernos visto.
—Nos
tuvieron que oír —dijo Parkhurst—. Hicimos un ruido de mil demonios cuando
chocamos contra el suelo.
Vecchi dio
un paso hacia el campo. Movió los brazos aparatosamente, completamente
estirados.
—¡Me estoy
cayendo!
Stone se
rió.
—Te
acostumbrarás. Hemos estado en el espacio demasiado tiempo. Venga —saltó hacia
abajo—. Empecemos a caminar.
—Hacia la
ciudad —Parkhurst se puso a su lado— Puede que nos den de comer gratis... Qué
diablos ¡champán! —hinchó el pecho bajo el uniforme andrajoso—. Héroes que
regresan. Las llaves de la ciudad. Un desfile. Una banda militar. Carrozas con
damas.
—Damas —gruñó
Leon.
—Estas
obsesionado.
—Claro
—Parkhurst avanzaba por el campo y los otros le seguían formando hilera—
¡deprisa!
—Mira —le
dijo Stone a Leon—. Allí hay alguien. Observándonos.
—Muchachos
—dijo Barton.
—Un grupo de
muchachos —se rió con ganas—. Vamos a saludarles.
Se
dirigieron hacia los muchachos, andando entre la alta hierba del fértil suelo.
—Debe de ser
primavera —dijo Leon—. El aire huele como en primavera —Aspiró el aire
profundamente—. Y la hierba.
Stone
calculó.
—Es el nueve
de abril.
Apresuraron
el paso. Los chicos estaban parados, observándolos, silenciosos e inmóviles.
—¡Hey!
—gritó Parkhurst—. ¡Estamos de vuelta!
—¿Qué ciudad
es esta? —gritó Barton.
Los chicos
se quedaron mirando, con los ojos muy abiertos.
—¿Hay algún
problema? —murmuró Leon.
—Nuestras
barbas. Tenemos un aspecto horrible —Stone colocó la manos a los lados de la
boca para amplificar el sonido—. ¡No tengáis miedo! Hemos vuelto de Marte. El
vuelo en cohete. Hace dos años ¿os acordáis? El pasado Octubre hizo un año.
Los chicos
miraban fijamente, con caras blancas. De repente se dieron la vuelta y huyeron.
Corrían frenéticamente hacia la ciudad..
Los seis
hombre miraban como se marchaban.
—Qué diablos
—murmuró Parkhurst, desconcertado—. ¿Qué ocurre?
—Nuestras
barbas —Stone repitió preocupado.
—Algo va mal
—dijo Barton, débilmente. Empezó a temblar—. Algo muy malo está pasando.
—¡Cállate!
—dijo Leon bruscamente—. Son nuestras barbas. —Arrancó de un tirón un trozo de
su camisa—. Estamos sucios. Vagabundos mugrientos. Vamos —comenzó a caminar en
la misma dirección que los chicos, hacia la ciudad—. Vamos. Probablemente un
coche especial ya esté de camino hacia aquí. Vayamos a su encuentro.
Stone y
Barton se miraron. Seguían a Leon despacio. Los otros se quedaron rezagados.
En silencio,
inquietos, los seis hombres con barba avanzaban por el campo hacia la ciudad.
Un joven
sobre una bicicleta se marchó a toda velocidad al verlos acercarse. Unos
trabajadores del ferrocarril, que reparaban las vías, tiraron sus palas, y se
pusieron a gritar.
Sin
reaccionar, los seis hombres vieron cómo se marchaban.
—¿Que es
esto? —murmuró Parkhurst.
Cruzaron la
vía. La ciudad se encontraba al otro lado. Entraron en una enorme arboleda de
eucaliptos.
—Burlingame
—dijo Leon, leyendo un cartel. Echaron un vistazo calle abajo. Hoteles y
cafeterías. Coches aparcados. Gasolineras. Tiendecillas. Una pequeña ciudad
periférica, gente de compras por las aceras. Coches que circulaban despacio.
Salieron de
la arboleda. Al otro lado de la calle un encargado de gasolinera les vio.
Y se quedó
helado.
Tras un
momento, soltó la manguera que estaba sujetando y se fue corriendo bajando por
la calle principal, soltando gritos de advertencia.
Los coches
se pararon. Los conductores salieron de un salto y se marcharon corriendo.
Hombres y mujeres salieron en tropel de los almacenes, y se dispersaron
inmediatamente. Se alejaron en manada, con una huida frenética.
En un
instante la calle se quedó desierta.
—Dios santo
—Stone avanzaba desconcertado— ¿Qué...? —cruzó hasta la calle. No había nadie a
la vista.
Los seis
hombres caminaron calle abajo, confundidos y en silencio. Nada se movía. Todos
habían huido. Una sirena aullaba, con su sonido oscilante. Por una callejuela
un coche echó marcha a toda velocidad.
En una
ventana de la parte superior Barton vio una cara pálida y asustada. Entonces la
persiana fue bajada.
—No
comprendo —murmuró Vecchi.
—¿Se han
vuelto locos? —preguntó Merriweather.
Stone no
dijo nada. Tenía la mente en blanco. Entumecida. Se sentía cansado. Se sentó en
el bordillo a descansar, recuperando el aliento. Los otros se sentaron a su
alrededor.
—Mi tobillo
—dijo Leon. Se apoyó en una señal de stop, con labios contraídos por el dolor—.
Tengo un dolor de mil demonios.
—Capitán
—preguntó Barton— ¿Qué pasa?
—No lo sé
—dijo Stone.
Buscó un
pitillo en su bolsillo hecho jirones. Al otro lado de la calle había una
cafetería desierta. La gente se había ido corriendo. Todavía había comida en la
barra. Una hamburguesa se achicharraba en una sartén, el café hervía en una
cafetera de cristal sobre un quemador.
En la acera
había comestibles saliéndose de las bolsas que habían soltado los aterrorizados
compradores. Se oía el motor de un coche abandonado.
—¿Y bien?
—preguntó Leon— ¿Qué hacemos?
—No lo sé.
—No podemos
simplemente…
—¡No sé!
—Stone se puso de pie. Cruzó y entró en la cafetería. Le observaban mientras se
sentaba en una silla de la barra.
—¿Qué hace?
—preguntó Vecchi.
—No sé
—Parkhurst siguió a Stone y entró en la cafetería—. ¿Qué estás haciendo?
—Estoy
esperando a que me atiendan.
Parkhurst
agarró torpemente a Stone por el hombro.
—Vamos,
Capitán. Aquí no hay nadie. Todos se han ido.
Stone no
dijo nada. Se sentó en una silla de la barra, con el rostro ausente. Esperando
pasivamente a que le atendieran.
Parkhurst
salió de nuevo.
—¿Qué
diablos ha ocurrido? —le preguntó a Barton—. ¿Qué les pasa a todos?
Un perro con
manchas apareció y empezó a olisquear. Paso de largo, tenso y alerta,
olfateando con recelo. Se marchó deprisa por una bocacalle.
—Rostros
—dijo Bart.
—¿Rostros?
—Nos están
observando. Allí arriba —Barton señaló un edificio— Escondidos. ¿Por qué? ¿Por
qué se esconden de nosotros?
De repente
Merriweather se puso tenso.
—Algo se
acerca —se giraron ansiosos.
Calle abajo
dos sedanes negros daban la vuelta a la esquina, dirigiéndose hacia ellos.
—Gracias a
Dios —murmuró Leon. Se apoyó en la pared de un edificio—. Aquí están.
Los dos sedanes
se detuvieron junto al bordillo. Las puertas se abrieron. Unos cuantos hombres
bajaron, rodeándolos en silencio. Bien vestidos. Con corbatas y sombreros, y
largos abrigos grises.
—Soy Scanlan
—dijo uno—. FBI.
Era un
hombre mayor de pelo gris acero. Con tono cortante y frío. Estudió a los cinco
atentamente.
—¿Dónde está
el otro?
—¿El Capitán
Stone? Allí adentro —Barton señaló la cafetería.
—Sacadle
aquí afuera.
Barton entró
en la cafetería.
—Capitán,
están fuera. Vamos.
Stone le
acompañó, de vuelta al bordillo.
—¿Quiénes
son, Barton? —preguntó con voz entrecortada.
—Seis —dijo
Scanlan, asintiendo. Hizo un gesto a sus hombres con el brazo— OK. Esto es todo
—los hombres del FBI se acercaron, haciendo que se juntaran en la fachada de
ladrillo de la cafetería.
—¡Esperad!
—gritó Barton de forma estridente. La cabeza le daba vueltas—. ¿Qué… qué está
pasando?
—¿Qué es
esto? —exigió saber Parkhurst con un tono de reprobación. Le caían lágrimas por
el rostro, manchándole las mejillas—. Díganoslo, por el amor de Dios.
Los hombres
del FBI tenían armas. Las sacaron. Vecchi retrocedió, levantando las manos.
—¡Por favor!
—gimió—. ¿Qué hemos hecho? ¿Qué está ocurriendo?
Una
esperanza repentina nació en el pecho de Leon:
—No saben
quienes somos. Creen que somos comunistas —se dirigió a Scanlan—. Somos la
expedición Marte-Tierra. Me llamo Leon. ¿Lo recuerda? El último Octubre hizo un
año. Estamos de vuelta. Hemos vuelto de Marte —su voz se iba apagando. Les
pusieran las armas cerca. Mostrándoles las bocas de los cañones, habían traído
hasta tanques.
—¡Estamos de
vuelta! —Merriweather dijo con voz ronca—. ¡Somos la expedición Marte-Tierra,
de regreso!
La cara de
Scanlan era inexpresiva.
—Eso suena
bien —dijo fríamente—. Sólo que la nave se estrelló y explotó cuando llegó a
Marte. Ningún miembro de la tripulación sobrevivió. Lo sabemos porque enviamos
un equipo de robots recuperadores y trajeron los cadáveres de regreso... seis
en total.
Los hombres
del FBI abrieron fuego. Echaron Napalm abrasador en la dirección de las seis
figuras con barba. Se echaron hacia atrás, y después las llamas les alcanzaron.
Los hombres del FBI vieron como las seis figures se incineraban, y luego
apartaron la vista. No pudieron soportar la visión de la seis figuras
retorciéndose, pero podían oírlas. No era que disfrutaran oyéndolo, pero
permanecieron allí, esperando y observando.
Scanlan le
dio una patada a los fragmentos achicharrados.
—No era
fácil estar seguro —dijo—. Posiblemente aquí sólo hay cinco... pero no vi huir
a ninguno de ellos. No tenían tiempo. —Al presionar con el pie, un pedazo de
ceniza se desprendió; se fragmentó en partículas que todavía humeaban y
hervían.
Su compañero
Wilks tenía la mirada fija en el suelo. Era nuevo en esto, todavía no se podía
creer lo que había visto hacer al napalm.
—Yo —dijo—.
Creo que me vuelvo al coche —murmuró, apartándose de Scanlan.
—No es
completamente seguro que esto se haya terminado —dijo Scanlan, y luego vio el
rostro del joven—. Sí —dijo—, ve y siéntate.
La gente
empezaba a aparecer en las aceras. Mirando a hurtadillas desde puertas y
ventanas.
—¡Les han
pillado! —gritó un chico con excitación—. ¡Han pillado a los espías del
espacio!
Gente con
cámaras sacaron fotos. Aparecieron curiosos por todos lados, caras pálidas, de
ojos saltones. Boquiabiertos de asombro ante la indiscriminada masa de ceniza
achicharrada.
Le temblaban
las manos, Wilks se arrastró hasta el coche y cerró la puerta tras de sí. La
radio zumbaba, y la apagó, sin querer oír ni decir nada al respecto. En la
entrada de la cafetería, permanecían los hombres con abrigo gris del
Departamento, hablando con Scanlan. En breve unos cuantos se marcharon a paso
rápido, giraron por la esquina de la cafetería y subieron por el callejón.
Wilks vio cómo se marchaban. ¡Qué pesadilla, pensó.
Al volver,
Scanlan se agachó y metió la cabeza en el coche.
—¿Te sientes
mejor?
—Algo mejor
—al poco le preguntó— ¿Cuál es ésta, la vigésimo segunda vez?
—Vigésimo
primera —respondió Scanlan—. Cada dos meses... los mismos nombres, los mismos
hombres. No te digo que acabarás por acostumbrarte. Pero al menos no te
sorprenderás.
—No veo
ninguna diferencia entre ellos y nosotros —dijo Wilks, hablando abiertamente—
fue como quemar a seis seres humanos.
—No —dijo
Scanlan. Abrió la puerta del coche y se sentó en el asiento trasero, detrás de
Wilks—. Solamente parecían seis seres humanos. Esa es la cuestión. Eso es lo
que quieren. Eso es lo que intentan. Sabes que Barton, Stone, y Leon...
—Lo sé
—interrumpió—. Alguien o algo que vive en algún sitio allí afuera vio su nave
bajar, los vio morir, e investigó. Antes de que llegáramos allí. Y
comprendieron lo bastante como para continuar, lo bastante para darles lo que
necesitaban. Pero —hizo un gesto—. ¿no hay nada más que podamos hacer con
ellos?
Scanlan
continuó:
—No sabemos
lo suficiente sobre ellos. Sólo esto, nos están enviando imitaciones, una y
otra vez. Intentando colarse entre nosotros —su cara se puso rígida, reflejando
desesperación.
—¿Están
locos?
—Puede que
sean tan distintos que el contacto no sea posible. ¿Creen que todos nos
llamamos Leon y Merriweather y Parkhurst y Stone? Esa es la parte que me
deprime... O quizás es nuestra oportunidad, el hecho de que no entiendan que
somos seres individuales. Imagínate cuánto peor sería si en algún momento
crearan un… lo que sea... una espora... una semilla. Algo distinto de esos seis
pobres desgraciados que murieron en Marte... algo que no supiéramos que era una
imitación...
—Tienen que
tener un modelo —dijo Wilks.
Uno de los
hombres del Departamento hizo una señal con el brazo, y Scanlan salió como pudo
del coche. Enseguida estuvo junto a Wilks.
—Comentan
que sólo hay cinco —informó—. Uno huyó; creen que lo vieron. Está mal herido y
no puede moverse deprisa. El resto de nuestros hombres van tras él, quedaos
aquí, mantened los ojos abiertos. —Caminó hasta el callejón donde estaban los
demás hombres del Departamento.
Wilks
encendió un pitillo y se sentó, apoyando la cabeza en el brazo. Mimetismo...
todos se asustaron. Pero ¿Realmente había intentado alguien establecer
contacto?
Dos policías
aparecieron, apartando a la gente de ese lugar. Un tercer Dodge negro, repleto
de hombres del Departamento se detuvo junto a la cuneta y los hombres bajaron.
Uno de los
hombres del Departamento, al que no reconoció, se acercó al coche.
—¿No tienes
la radio encendida?
—No —dijo
Wilks. La volvió a encender con un movimiento brusco.
—Si ves a
uno, ¿sabes cómo matarlo?
—Sí
—aseguró.
El hombre
del Departamento volvió con su grupo.
Si dependiera
de mí, se preguntó Wilks, ¿qué haría yo? ¿Intentar averiguar lo que quieren?
Cualquier cosa que se parezca tanto a un humano, se comporte de un modo tan
humano, debe de sentirse humano... y si ellos —sean lo que sean— se sienten
humanos, ¿no podrían llegar a ser humanos, con el tiempo?
Desde el
borde de la multitud, una forma individual se separó de la gente y se dirigió
hacia él... vacilante, la forma se detuvo, meneó la cabeza, se tambaleó y
recuperó el equilibrio, y después adoptó una postura igual que la de la gente
que encontraba en las inmediaciones. Wilks lo reconoció porque había sido
entrenado para tal fin, durante varios meses. Había conseguido ropas distintas,
unos pantalones de sport y una camisa, pero la había abrochado mal, y tenía un
pie descalzo. Evidentemente no conocía ese tipo de calzado. O, pensó, puede que
estuviera demasiado confuso y herido.
A medida que
se acercaba a él, Wilks levantó su pistola y le apuntó al estómago. Le habían
enseñado a disparar a esa parte del cuerpo; había disparado, en el campo de
entrenamiento de tiro, a una silueta dibujada, una tras otra. Justo en el
medio... partiéndola en dos, como a un bicho.
En su cara,
la expresión de sufrimiento y de desconcierto se acentuó mientras veía a Wilks
prepararse para dispararle. Se detuvo, colocándose justo enfrente, sin hacer
ningún movimiento para escapar. Entonces Wilks pudo ver que tenía unas
quemaduras horribles; de todos modos no iba a sobrevivir.
—Tengo que
hacerlo —dijo.
Se quedó
mirando a Wilks, y entonces abrió la boca y comenzó a decir algo.
Wilks
disparó.
Antes de que
pudiera hablar, había muerto. Wilks se apartó cuando el cuerpo cayó de bruces y
se quedó tirado junto al coche.
No hice lo
que debía, pensaba para sí mientras miraba el cuerpo tendido. Disparé porque
tenía miedo. Pero tenía que hacerlo. Aunque estuviera mal. Había venido para
infiltrarse entre nosotros, imitándonos para que no lo reconociéramos. Eso es
lo que se nos dice, tenemos que creer que están conspirando contra nosotros, no
son humanos, y nunca serán nada más que eso.
Gracias a
Dios, pensó, todo se ha acabado.
Y entonces
recordó que no era cierto que todo se hubiera acabado.
Era un día
cálido de verano, a finales de Julio.
La nave
aterrizó con un rugido, levantó la tierra en un campo arado, atravesó una valla
destrozándola, al igual que una cabaña y finalmente se detuvo junto a un
barranco.
Silencio.
Parkhurst se
puso de pie tembloroso. Agarró la barra de seguridad. Le dolía el hombro. Meneó
la cabeza, confuso.
—Estamos
abajo —dijo. Su voz aumentó de tono sobrecogido por la excitación— ¡Estamos
abajo!
—Ayúdame a
levantarme —pidió el Capitán Stone con voz entrecortada. Barton le echó una
mano.
Leon se
sentó limpiándose un hilito de sangre del cuello. El interior de la nave era un
auténtico desastre. La mayoría del equipo estaba destrozado y esparcido por
todos lados.
Vecchi se
dirigió a la escotilla con paso vacilante. Con dedos temblorosos, comenzó a
desenroscar los pesados tornillos.
—Bien —dijo
Barton— estamos de vuelta.
—Casi no
puedo creerlo —murmuró Merriweather. La escotilla se aflojó y rápidamente la
apartaron—. No parece posible. La vieja Tierra.
—Hey,
escuchad —dijo Leon con voz entrecortada, mientras se encaramaba para salir
dando un salto hasta el suelo—. Que alguien coja la cámara.
—Es ridículo
—dijo Barton, riéndose.
—¡Cógela!
—gritó Stone.
—Sí, cógela
—dijo Merriweather—. Como habíamos planeado, si volvíamos. Un documento
histórico, para los libros de texto de los colegios.
Vecchi se
puso a hurgar entre los escombros.
—Creo que
está rota —dijo. Sostenía la cámara abollada.
—Puede que
aún funcione —dijo Parkhurst, jadeando por el esfuerzo de seguir a Leon
afuera—. ¿Cómo vamos a salir los seis en la foto? Alguien tiene que apretar el
botón.
—La
programaré con el temporizador —dijo Stone, cogiendo la cámara y programando el
mecanismo—. Todos en posición —Apretó el botón, y se unió a los otros.
Los seis
hombres con barba y andrajosos estaban de pie junto a su nave destrozada,
cuando la cámara disparó. Contemplaban los verdes campos a lo lejos,
sobrecogidos y en silencio. Se miraban unos a otros, con ojos brillantes.
—Estamos de
vuelta! —gritó Stone—. ¡Estamos de vuelta!
Philip K. Dick (1928-1982, EE.UU.) fue un escritor encasillado en la variante de la ciencia-ficción denominada cyber-punk, como también, por Harlan Ellison, en la ficción especulativa. La paranoia, la realidad virtual, la ucronía, la victoria decadente de la tecnología sobre la naturaleza, son parte de los temas tratados en su novelística. Siempre al borde de la locura, escribió sus tres últimas obras inspirado en lo que él denominó 3/2/74, su primer contacto con la VALIS, una suerte de inteligencia suprema que permitía ver tanto el futuro como el pasado (deliró ser un romano del siglo I). Entre sus obras más destacadas encontramos: El hombre en el castillo (1962), Los tres estigmas de Palmer Eldritch (1965), Ubik (1969), Fluyan mis lágrimas, dijo el policía (1974) y la trilogía VALIS compuesta de VALIS, La invasión divina (ambas de 1981) y La transmigración de Timothy Archer (1982).
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