martes, 17 de noviembre de 2015

ESCENA 1 O DEL PRIMER RELATO/ LA NOVELA PUESTA AL DESNUDO POR SUS SOLTEROS






Cuando empieza esta historia ya vamos por más de la mitad. El lector podrá, pues, darse por satisfecho: ha leído sin leer ya un buen trozo de libro.
Han pasado largos y angostos años y el Camarero, nuestro protagonista, se ha convertido (¡al fin!) en algo que podríamos denominar a guisa de título: writter. De algo estamos seguros: se muere menos de hambre que antes. Alquila una piececita frente al Sunset Park, en el tercer piso del 602 de la 44th Street. La armonía del lugar junto con el extraño silencio nocturno le facilitan la escritura. Una escritura compulsiva y demencial. Escribe sin ceñirse a los géneros: poemas confesionales, ensayos cortos, crónicas ficticias de sucesos mínimos que observa por su ventanita, novelitas negras, cartas sin remitente, esquemas de novelas que podrían escribirse, y relatos, sobre todo relatos; relatos cortos, que son los que dan de comer. Lee, por supuesto; es un prominente lector omnívoro, capaz de leer un relato anglosajón y luego uno soviético como si fueran lo mismo, idénticos, pero con vahos y buqués distintos. De algo está seguro, John Cheever se encuentra en la cumbre de la torre alimenticia de sus autores favoritos; lee cada párrafo de sus journals como si se tratara de evangelios. Siente, sin embargo, una rara aversión por Chejov. El spleen ruso le parece tramposo.

En fin, hasta ahí sus inclinaciones. El primer relato pagado que publica es en The New Yorker, lleva por título The Empire never ends. El relato gira en torno a la figura de Philip K. Dick. Sobre un sueño perturbador, más bien, que tuvo Philip K. Dick en algún episodio de su vida, relatado en aquella extrañísima trilogía que publicó al final de sus días. La narración parte con el mismísimo K. Dick como protagonista, pero acabado y marchito, leyendo la biblia en un sofá. Se adormila y se sumerge en un sueño ―cuyo contenido, está demás decir, es enfermo y de un kitsch evidente― que consiste básicamente en lo siguiente: llega levitando hasta una banca y se sienta. Se percata ya sentado que se encuentra en medio de un Central Park extraño, como sin horizontes, como en ninguna parte, deshabitado. Mira sus manos y ve que lleva abierto entre ellas una revista barata (elaborada en papel pulpa, o pulp.) Está abierta en la página 8. Reza el título: Centripetal Valleys (un tímido y poco idiota tributo al escritor nazi Willy Schürholz.) Se dispone, pues, a leer. A medida que avanza, como le sucedería a un cristo barroco, comienza a sufrir estigmas y espasmos, sangra por boca y narices, pero no por ello detiene su lectura. Un impulso inevitable lo lleva hasta las últimas consecuencias. Así termina el relato, alza la mirada, y sabe que algo ha hecho crac en su cerebro. Seguimos dentro del sueño, luego de un tiempo inconcebible, han pasado días (¿será esto posible?) Impactado por el relato, al punto de volverlo loco, comienza con lo que sería una serie de asesinatos. Muy a la manera de Charlie Manson y las novelas de James Ellroy (Killer on the Road, sobre todo), su faena se dirige especialmente a lo que denomina, como entre dientes, la imaginería cultural. Asesina a Madonna, la cantante pop, luego de hacerle el amor desaforadamente en su residencia en Upper East Side. Aduce que es la Reina de Sabah. Sin virgen no hay espíritu santo, escribe en una notita que deja en el velador luego de terminada su faena. Esto, entre otra serie de homicidios que se van sucediendo al correr del relato, que incluyen figuras tales como Jeff Koons, Vladimir Putin, Ted Turner y Hugo Chávez. Luego —seguimos en el sueño— lo asalta una epifanía que le hace jurar ser Cicerón y se folla con plena conciencia a la madre Teresa de Calcuta, asegurando que de esta forma el mito de Edipo, que según él sustenta toda la civilización occidental, acabará —citamos textual— transfigurándose en una suerte de incesto invertido, es decir, en la transmigración de todas las almas (¿y por qué Cicerón?, uno se pregunta a lo largo de todo el texto, ¿y por qué transmigración?) En el final del sueño, inevitablemente, domina un tono meramente clínico y filosófico. El relato concluye con la única acción diurna: al despertar por la mañana en su casa de California, con un dolor de cabeza mancomunal, Philip K. Dick decide salir a comprar aspirinas a una droguería cercana. En el camino de vuelta entra en una librería de viejo donde se topa con una revista de ciencia ficción y fantasía, inhóspita, en cuyo índice figura, paradójicamente, el relato Centripetal Valleys. Se la roba. La lee en una banqueta de Long Beach. Se vuelve loco. Y en el camino a casa, para escándalo del lector, decide tirarse al río Hudson, suicidándose desde uno de los alambiques del puente Washington y dejando en evidencia, más o menos, su insipiente esquizofrenia.
 Contrario a lo que se supondrá, el relato es una sátira. Escrito en clave de humor negro se inspira en el denominado, por el verdadero Philip K. Dick, 3/2/74: fecha en que supuestamente hizo su primer contacto con la VALIS[i]. Por otro lado, también, como de entre las sombras, se percibe el pulso narrativo del relato A Perfect Day for Bananafish de J. D. Salinger, en especial por el repentino suicidio del final.
Para los lectores frecuentes del New Yorker, por su parte, el relato les pareció de una inconsistencia atroz, y así lo manifestaron en el suplemento semanal siguiente, en la sección de las Cartas al Director: «Nunca había leído semejante cantidad de porquería junta» ―escribía un abogado de Kansas. «…debería, sin lugar a dudas, someterse a alguna especie de tratamiento psiquiátrico. Su delirio, junto con su ansia obscena de describir fielmente todo lo asqueroso, lo convierten en un psicópata evidente» ―dictaminaba un psicólogo de Miami. «¡Quien entienda esta jerigonza, favor de explicármela!» —terminaba un periodista jubilado de Arkansas. El Camarero, fuera de la influencia de cualquier tipo de frustración, se engolosinaba con cada crítica que leía; es más, se reía hasta casi mearse, hasta botar lagrimones del porte de nueces que humedecían esas infamantes declaraciones.
¿Pero qué le producía, específicamente, tanta gracia? Le parecía extraño, pues, que ninguna tuviera un juicio estrictamente literario. Sencillamente para los “lectores” —para los bien amados lectores— su problema era la locura, su conducta desviada y no se contentaban sólo en eso, además lo acusaban de perversidad y presunta sodomía. ¿A quién no le daría risa? Siempre es sano retrotraerse a la fantasía, asi que buscando referencias literarias, le recordaba a las afectadas críticas clínicas que le hiciera en su momento C. G. Jung a James Joyce cuando leyó por primera vez el Ulysses, llegando a diagnosticarle una probable psicosis, tal como se la había diagnosticado ya a su hija, Lucía Joyce. Lo que hiciera Jung en su tiempo en la actualidad se había convertido sino en la manera de hacer crítica literaria; una modalidad descarnada por cierto, pues de ser así, solamente la locura nos proveería en el futuro del auténtico arte. O, puesto de otra manera, sólo los capaces de sumergirse en las turbias mareas de la locura serían bendecidos con el título de Creadores. Un rotundo derroche de talento y de tiempo: cualquier invertido rescatado de un manicomio se ganaría los Nobeles o los Pulitzers, o las Guggenheims y las Cambridges, para este hipotético caso, por supuesto.
 Solamente una crítica aislada que había leído en una revista de ciencia-ficción barata le había llamado la atención. La firmaba un tal J. Treepine y decía en parte, en un tono jocoso y lúdico, más o menos así:

Se publicó hace dos días un relato extrañísimo, mezcla de momia y sapo, ¡en las mismísimas páginas del connotado e inmaculado New Yorker!

y luego añadía:

Una mezcla paranoica entre Bret Easton Ellis y Antonin Artaud; con algunos sesgos de teoría freudiana [del Das Unbehagen in der Kultur, sobre todo] y someras lecturas de Gurdjieff y Madame Blavatsky.

La crítica era extrañísima. Dueña de un kitch excepcional (similar al propio relato que reseñaba, por cierto) y con una enumeración caótica de autores merecedora de los más estupendos horrores y arcadas de los grandes críticos contemporáneos (se imaginaba a Harold Bloom, por ejemplo, leyéndola y sufriendo al instante un infarto cerebrovascular.) Se parecía a esas fajas con que visten los libros nuevos y propensos al fracaso para que vendan más, en otras palabras: aquellos pequeños escándalos escritos.
Habría que dar por sentado que no aceptaron más relatos suyos en The New Yorker. Pero no tuvo mucho tiempo para decepciones, pues aquella misma semana sonó su teléfono a raudales. Revistas no sólo de ciencia ficción, sino también de corte pornográfico, o de sucesos insólitos, querían comprar relatos suyos para publicar en sus páginas. Tuvo, en contra de todo imaginable, más dinero en una semana de lo que se hacía de camarero en un año. No esperó más y salió a despilfarrar sus esporádicas ganancias por los copiosos centros comerciales neoyorquinos, como cualquier buen consumista se preciaría. Se compró una maleta imitación piel de lagarto —como las que usara Joseph Conrad en sus aventuras amazónicas—, una máquina de escribir de tacto suave del 80´ marca Brother, y una selección de mamotretos que tenía pensado comprar a plazos, pero que adquirió de una sola vez: The Cantos de Pound, Complete Poems, 1904–1962 de e. e. Cummings y The Santa María Novels de J. C. Onetti, entre otros. El resto del dinero, que tampoco era demasiado, lo guardó debajo de su colchón.
Al fin sentía alguna satisfacción, aunque fuera engorrosa, por su oficio. Necesitaba disfrutar en algo la paga del escritorzuelo, y por ello, dejando un poco el encierro que lo había tenido aislado una buena cantidad de meses acumulando material como un sacerdote en retiro espiritual (al ojo llevaba más de 5.000 páginas escritas), se rindió a la crapulosa noche neoyorquina. Hizo el intento, ya engalanado con el título de escritorzuelo, de inmiscuirse en los círculos underground de la nueva literatura anglosajona. Se topó con personalidades tan trastornadas como él mismo, entre poetas, dramaturgos, narradores, actores, críticos de arte, miembros trasnochados del Language Poetry, que paseaban su humanidad por los pasillos e intersticios de la noche norteamericana. Conoció a gente interesante, sin duda, con la que pudo compartir ideas y momentos, siempre guardando las proporciones por supuesto (existía la posibilidad de dar la mano para ser devuelta hecha huesitos); pero con el paso de las noches y las fiestas le pareció que ese mundillo no era muy del agrado suyo. Ese mundillo o mundito, sentía, era hogar u hospedaje en demasía —y esto lo lamentaba profundamente— de mucho oportunista (cultural management se solían presentar; individuos que no escriben y cuyo trabajo intangible se limita a no parar la lengua y hacer tratos; lo que, de manera sorprendente, les hacen ganar dinero, en ocasiones más que los propios escritores) como de personas carentes de afecto (neuróticos y borderlines que buscan una suerte de compensación clínica con el hacer público sus textos), porfiando ambos especímenes las clásicas enseñanzas del excelentísimo Conde de Lautréamont —l'enfant terrible— y por quien el Camarero ponía sus manos al fuego: ¡The poet consoles mankind! The roles have been arbitrarily reversed[ii]. Yendo de lleno a temas estrictamente literarios, los del tipo borderlines se jactaban de escribir textos horrorosos, toscos, agramaticales, que esencialmente no se referían a nada, y que supuraban lamentos infantiles e incestuosos. Para más colmo, aquellos eran tiempos de los autodenominados Self-help Poets[iii], que brotaban como la lepra desde la vastedad de pequeñas editoriales en ciernes que solían inaugurar sus lindes  publicando cualquier tontería; poetas que escribían versos del calibre de: ¡and Love shine in the Universe! Versos que te daban ganas de llorar de pura vergüenza ajena.
El Camarero, por su parte, era partidario del buen oficio, del meticuloso y artesanal. Mantenía una clara ética de escritor que consistía fundamentalmente en mantener el mínimo de cordura, de sentido común en y hacia la creación. El Camarero, en pocas palabras, quería que sus textos se entendieran, y, si fuera posible, constituyeran una fuente de placer.
Defraudado ya, estaba por abdicar para recluirse de nuevo en su piececita de la 44th Street, cuando por una casualidad del destino, una de estas noches concupiscentes, compartió un porro con James Treepine.




[i] VALIS (siglas de Vast Active Living Intelligence System; vasta activa viviente inteligencia, Sistema de, nombre tomado de un film norteamericano): Perturbación del campo de la realidad por e] que se forma un vórtice negentrópico autocontrolado y espontáneo que tiende progresivamente a subsumir e incorporar su propio ambiente corno estructuras de información. Se caracteriza por contar con una cuasi conciencia, finalidad, inteligencia, desarrollo y coherencia armilar. Gran Diccionario Soviético, Sexta edición, 1992

[ii] ¡Es el Poeta el que consuela a la Humanidad! Los roles se han invertido arbitrariamente.

[iii] Poetas de Autoayuda.




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