Para seguir con los rescates pitolianos, he aquí un autor polaco y su no menos peculiar relato. Traducido por Sergio Pitol para la Antología del Cuento Polaco Contemporáneo, libro legendario, prácticamente desaparecido de la faz y de un contenido rico en hallazgos y literaturas procelosas. En este relato en especial de Jaroslaw Iwaszkiewicz, que elegí de entre la veintena que componen el libro, la analogía funciona como un anecdotario: la banal desaparición de Icaro. No me demoro en explicaciones, y les invito a leerlo.
Hay
un cuadro de Brueghel llamado Icaro. En él se ve a un campesino que ara la
tierra en un alto acantilado sobre el mar; un pastor impasible apacienta su
rebaño, y un pescador tiende las redes en la costa. A lo lejos, puede
vislumbrarse una tranquila ciudad. En el mar navega, con las velas desplegadas,
un barco en cuyo puente unos comerciantes discuten sus negocios. En fin,
estamos ante los afanes y preocupaciones cotidianos, frente a una vida de
simples menesteres y problemas humanos sencillos. ¿Dónde está Icaro? ¿Dónde
está aquél que trató de alcanzar el sol? Sólo, si observamos minuciosamente el
cuadro, podremos descubrir en un rincón del mar un par de piernas que se
sumergen en el agua, y arriba, revoloteando en el aire, unas cuantas plumas que
el brusco descenso desprendió de las alas ingeniosamente fabricadas. La caída
ha ocurrido hace un instante apenas. Se trata del temerario que, según la
leyenda griega, construyó unas alas para volar y se elevó a tal altura que
llegó cerca del sol. Sus rayos fundieron la cera con que se había pegado el joven
las plumas, y el desdichado se precipitó en el abismo. La tragedia ha ocurrido;
helo allí que se hunde y se ahoga en el mar. Pero los hombres nada han
advertido. Ni el campesino que ara la tierra, ni el comerciante que navega, ni
el pasajero que contempla el cielo, ninguno se ha dado cuenta de la muerte de
Icaro. Sólo el poeta o el pintor la han visto y la han transmitido a la
posteridad.
Ese
cuadro me viene a la memoria cada vez que recuerdo un episodio que me tocó
vivir. Era en junio de 1942 o 1943. Un bellísimo crepúsculo de verano descendía
sobre Varsovia, un resplandor rosado creaba sombras que embellecían las casas
destruidas, y en el hormigueo impetuoso de la multitud que subía a los tranvías
para llegar a casa antes del toque de queda, el conjunto de los vestidos
civiles ocultaba los uniformes, raros a esa hora. En aquel momento las calles
de Varsovia, animadas y bellas en el esplendor de junio, podían dar la
impresión de que la ciudad estuviese libre de los invasores. Sólo por un
instante...
Esperaba
el tranvía en la parada de la esquina de la calle Trebacka con la Krakowskie
Przedmiescie. Las rojas carrocerías tranviarias, campanilleaban sonoramente y
se alineaban, una tras otra, a lo largo de Krakowskie Przedmiescie. La gente se
aglomeraba para subir, saltaba a los estribos, se colgaba de las puertas, se
apiñaba tanto dentro como fuera de los vehículos. De cuando en cuando, pasaba a
toda prisa un "cero" rojo, reservado a los alemanes, y por ende casi
vacío. Debí esperar bastante tiempo un tranvía en el que se pudiese entrar con
menos dificultad. Pero, cuando al fin llegó uno, no tenía ya deseos de subir;
de improviso le había tomado gusto a aquella multitud que me rodeaba
indiferente del todo a mi presencia. Frente a mí, sobre su pedestal, se erguía
la estatua de Mickiewicz; en torno al monumento humildes plantas floridas
emanaban un grato perfume; los automóviles trazaban con un chirrido la curva
frente a la iglesia de las Carmelitas; los muchachos pregonaban a gritos sus
periódicos; frente a un resplandeciente escaparate hormigueaban los vendedores
de cigarrillos y de pasteles; se cerraban con ruido las puertas metálicas y las
rejas de las tiendas; en el jardincillo, los bancos estaban repletos de viejos
y jóvenes; gorjeaban los gorriones, fijos ellos también en las ramas de los
frágiles arbolillos... Todo esto se sumergía lentamente en el azul crepúsculo
de la tarde estival. En ese instante sentía pulsar el corazón de Varsovia, e
instintivamente me mezclé entre la multitud para permanecer un poco más de
tiempo junto a ella y entre ella y disfrutar de aquel atardecer varsoviano.
En
un determinado momento observé a un muchacho que venía por la calle Bernardcka.
Apareció detrás de un tranvía en marcha, y se detuvo en el pequeño camellón, de
espaldas al ir y venir de la multitud, con la cara vuelta hacia la acera y sin
apartar los ojos de un libro con el que había surgido en aquel crepúsculo cada
vez más gris. Podía tener quince años, dieciséis a lo sumo. De tanto en tanto,
mientras leía, sacudía la rubia cabellera, y, con la mano, apartaba después los
cabellos que le caían sobre la frente. Del bolsillo, sobre su cadera, asomaba
un segundo libro. El primero lo llevaba abierto frente a los ojos y
evidentemente era incapaz de desprenderse de él. Con toda probabilidad, lo
había conseguido hacía poco de un compañero o de una biblioteca clandestina, y
sin esperar a la llegada a casa, se mostraba impaciente por conocer el
contenido, aún en la calle. Me desagradaba no saber qué libro era; de lejos
parecía un manual, pero me decía que ningún manual puede despertar tan vivo
interés en un joven. ¿Serían versos? ¿Tal vez un libro de economía? No lo sé.
El
muchacho permaneció un poco en el camellón, inmerso en la lectura. No hacía
caso de los empellones, ni de la multitud que se apiñaba alrededor de los
vehículos. Detrás de él se asomó más de una cara enrojecida, pero él seguía sin
apartar la mirada del libro. Y después, siempre con el libro bajo los ojos, tal
vez molesto por los empujones y el estrépito, o tal vez asaltado de improviso
por una necesidad inconsciente de llegar a su casa, lo vi descender a la
calzada, frente a un automóvil que apareció en aquel instante.
Se
oyó el chirrido violento de los frenos y el silbido de los neumáticos sobre el
asfalto. Con la intención de evitar el choque, el conductor viró bruscamente y
detuvo en seco el vehículo en la esquina de la calle Trebacka. Advertí, lleno
de espanto, que era un coche de la Gestapo. El muchacho del libro trató de
esquivar el automóvil, pero inmediatamente se abrió la portezuela posterior y
dos individuos, con el casco adornado por una calavera, saltaron a la calle. Se
hallaban exactamente frente al muchacho. Uno de ellos gritó algo con voz
gutural y el otro, trazando con el brazo un gesto circular, invitó con mofa al
muchacho a subir.
Aún
ahora puedo ver a aquel joven, detenido frente a la portezuela, confuso,
totalmente avergonzado... Veo cómo se disculpaba, cómo movía la cabeza en un
ingenuo gesto de negación, semejante a un niño que promete: "No lo volveré
a hacer"... Parecía estar diciendo: "No he hecho nada... sólo
esto...", e indicaba el libro que había producido su descuido. Como si
hubiese sido posible explicar alguna cosa. Se negaba a subir al auto, como en
un último impulso de la vida que estaba perdiendo.
El
gendarme le pidió los documentos, le arrebató de las manos la carta de
identidad que había extraído de un bolsillo, y con un gesto violento, lo empujó
hacia el interior. El otro lo ayudó. Subió el muchacho y tras él los hombres de
la Gestapo; la portezuela se cerró y el vehículo partió bruscamente,
dirigiéndose a toda velocidad hacia la avenida Szucha...
Lo
perdí de vista. Desolado por lo ocurrido, miré en torno mío, buscando
comprensión en alguien. El muchacho del libro había desaparecido para siempre.
Con el más grande estupor, comprobé que nadie se había dado cuenta del suceso.
De manera tan fulminante se había desarrollado lo que he descrito. Todos los
peatones que formaban aquella multitud se hallaban tan ocupados en sus propios
afanes, que el rapto del muchacho les había pasado inadvertido. Unas señoras
que había a mi lado discutían si era conveniente tomar tal o cual tranvía, dos
tipos encendían sus cigarrillos tras el poste de la parada, una vieja con una
cesta en la mano junto a la pared, repetía sin tregua su "Limones, limones
magníficos, limones...", como un conjuro budista, y otros jóvenes corrían
por la calle tras el tranvía que se iba, arriesgándose a terminar bajo un
automóvil... Mickiewicz estaba allí, tranquilo, y las flores exhalaban un suave
perfume; un leve vientecillo agitaba las tiernas ramas en derredor del
monumento. La desaparición de aquel joven no había significado nada para nadie.
Sólo yo había visto ahogarse a Icaro. Permanecí allí aún mucho tiempo,
aguardando que la multitud se disgregase. Pensaba que tal vez Michas, así lo
llamé en la imaginación, volvería. Me imaginaba su casa, sus padres que
esperaban su regreso, a la madre mientras preparaba la cena, y no podía
resignarme a que ellos no pudiesen saber de qué manera había desaparecido su
hijo. Conociendo las costumbres de nuestros ocupantes, preveía que no habría
podido liberarse de sus tentáculos. ¡Y todo había ocurrido de un modo tan
estúpido! La insensata crueldad de aquel secuestro me sobresalta y me turba todavía.
Aquellos
que han muerto en las batallas, que sabían por qué morían, encontraron tal vez
consolación en la idea de que su muerte tenía sentido. Pero quienes como mi
Icaro han sido sumergidos en el mar del olvido por una razón tan cruel como
insensata...
Llegó
la noche. La ciudad se adormecía en un sueño febril, malsano... Me aparté por
fin de la parada, pasé junto al monumento de Mickiewicz, y me dirigí a pie
hacia mi casa... Mientras continuaba persiguiéndome la imagen de Michas, que
movía la cabeza como si dijera: "No, no, la culpa es del libro... En
adelante, tendré más cuidado..."'
Jarosław Iwaszkiewicz (Kalnik, Ucrania,1894 - Varsovia, 1980) es un polígrafo eminente. Su obra comprende todos los géneros. Es un buen novelista; algunos de sus relatos son excelentes. Su obra poética cuenta entre las más puras de la lírica polaca contemporánea, sus ensayos y notas de viaje demuestran su lucidez y su sensibilidad. Escribe obras de teatro. Es un magnífico conocedor de música y pintura. Heredero de las tradiciones literarias del pasado, deriva de la novelística rusa del siglo XIX y la polaca de principios de siglo. Es notable la cualidad plástica que se revela en su obra. Su bibliografía es amplia y entre ella destacan los siguientes títulos: Octosílabos, 1919, El verano, 1932, Escudos rojos, 1934, Las señoritas de Wilk, 1933, Un verano en Nohant, 1936, El molino a orillas del Utrata 1936, Pasiones de Bledomierz, 1938, Mascarada, 1938, Otra vida, 1938, Cuentos italianos, 1947, Las bodas del señor Balzac, 1959, Cálamo aromático, 1960, Nuevo amor y otros relatos, 1960, Los amantes de Marona, 1961, Cosecha de mañana, 1963, y la trilogía Fama y gloria, 1956-1964. (dixit: de la presentación de Sergio Pitol para la antología)
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