sábado, 7 de noviembre de 2015

BRIGANTI, UN CUENTO/ 1.La escena de la muela podrida.







«Estoy solo en casa —me había dicho días atrás al asesinato— y puedes quedarte el viernes por la noche si quieres». Barthes no tenía idea de lo que yo había hecho. Es más, no tenía siquiera idea de que yo formara parte de aquella secta reaccionaria tan exagerada. Me lo hubiese recriminado de tal manera que no lo hubiese vuelto a ver jamás. Lo que de verdad me habría dolido.
Su padrastro era un importante médico de la ciudad, y verse involucrado en la ilegalidad no le traía buenos presagios. Asi que mantuve silencio. Además, no fue por exponerlo, pero a nadie se le hubiese ocurrido ir en busca de un asesino a la casa del doctor Díaz Grey.
Asi que me quedé todo el tiempo que estuvo ausente su padrastro. Dormimos juntos cada día, e hicimos el amor hasta quedarnos dormidos. No salimos más allá del enrejado; nuestro mundo fue la casa, fue como nuestra ciudad para enamorados. No le conté a Barthes tampoco que mi muela me dolía a más no poder. Pero no quería que preocupara a otros por encontrar a un dentista pronto; lo menos que quería hacer era agitar el polvo.
Una tarde golpearon la puerta. Era la policía. Por un impulso idiota me metí al baño. Abrió Barthes. Le informaron que su padrastro había tenido un accidente. Yo no supe si aliviarme o preocuparme. Volvió a la habitación para decirme que debía viajar en ese preciso momento, que el doctor Díaz Grey estaba hospitalizado en Montevideo. Corrían sus lágrimas y no se las secaba.
 «¿Vas a tomar un avión?», le pregunté. «Sí, supongo…no sé qué hacer.» «Yo voy contigo», dije con rigidez nerviosa. «Pero cómo, no hay plata…no tengo para mantenernos allá a los dos, a menos que a ti te alcance con lo que te pagan los italianos.» «Cada vez es menos. No lo creo. Bueno, entonces…¿me puedo quedar aquí?» «¿Pero por qué; qué pasó, cariño?» «Nada…quiero quedarme aquí.» Barthes levantó una ceja. Me interrogó al respecto y cedí casi al instante: le terminé contando casi todo, menos la parte de los reaccionarios. Conservó la tristeza en los ojos, pero me dio serias instrucciones que me ruborizaron. Me persuadió de que era peligroso que me quedara allí. Podía sospechar la policía de un robo. Me dijo que era más seguro que me escondiera, mientras tanto, en una cabañita que mantenía su padrastro a un lado de la molinera de pescado; una cabañita de madera, encumbrada en una base de bambúes; podría pasar allí lo que él estuviera allá.
«A ver», me preguntó repentinamente confundido, «¿a pito de qué te andan persiguiendo si se supone que nadie te vio?» «Tengo miedo, precioso; asesiné a alguien, ¿te das cuenta?», me sinceré.
«¿Y te vas a esconder toda tu vida? ¿En qué momento crees seguro volver a salir a la calle?¿Lo tienes claro?»
«No, Barthé», terminé replicando infantilmente.
Entonces me entregó las llaves de la cabañita —muy, pero muy rústica— cercana al Puerto Astillero. Y me instalé allí hasta que Barthes volviera de Montevideo. Estuve en buenas condiciones una decena de días; había suficiente comida y me regalaban pescado en la molinera y mariscos mal enlatados en la fábrica de conservas Enduro. Solía pasar también un viejo en bicicleta vendiendo vino a muy buen precio, un vino dulzón, y con un bajo amargo que supongo era la concentración de alcohol que te llegaba directo al hígado. Asi, me la pasé once días emborrachándome y comiendo pescado asado o frito, o surtido de marisco con limón, hasta que el dolor de la muela se desató y me dejó sordo de un oído.
La miré en el espejo. La muela era como un coágulo a punto de reventar, de tono violáceo, en donde no se podía dilucidar claramente la muela de la encía. Asi que bien llegado el día me desmayé. No sé muy bien por qué, quizás solo del miedo. Yací en la alfombrilla verde pálido de la entrada, llenándome de pulgas y catarros, unas 5 ó 6 horas, el sol estaba a medias posado sobre el horizonte marino, las paredes tornándose almibaradas dando comienzo a la noche, cuando desperté. Tenía el cuerpo entumecido. Sentía la marejada desarrollándose en la misma escalinata que te lleva a la playa. Mi boca estaba desbordada de sangre, tanto que al girar la cabeza de costado, ésta se me escurrió como lo haría el café de una taza echada a rodar.
«No, Barthé», pensaba.




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