«Estoy solo en casa —me había dicho días
atrás al asesinato— y puedes quedarte el viernes por la noche si quieres».
Barthes no tenía idea de lo que yo había hecho. Es más, no tenía siquiera idea
de que yo formara parte de aquella secta reaccionaria tan exagerada. Me lo
hubiese recriminado de tal manera que no lo hubiese vuelto a ver jamás. Lo que
de verdad me habría dolido.
Su padrastro era un importante médico de
la ciudad, y verse involucrado en la ilegalidad no le traía buenos presagios.
Asi que mantuve silencio. Además, no fue por exponerlo, pero a nadie se le
hubiese ocurrido ir en busca de un asesino a la casa del doctor Díaz Grey.
Asi que me quedé todo el tiempo que
estuvo ausente su padrastro. Dormimos juntos cada día, e hicimos el amor hasta
quedarnos dormidos. No salimos más allá del enrejado; nuestro mundo fue la
casa, fue como nuestra ciudad para enamorados. No le conté a Barthes tampoco
que mi muela me dolía a más no poder. Pero no quería que preocupara a otros por
encontrar a un dentista pronto; lo menos que quería hacer era agitar el polvo.
Una tarde golpearon la puerta. Era la
policía. Por un impulso idiota me metí al baño. Abrió Barthes. Le informaron
que su padrastro había tenido un accidente. Yo no supe si aliviarme o
preocuparme. Volvió a la habitación para decirme que debía viajar en ese
preciso momento, que el doctor Díaz Grey estaba hospitalizado en Montevideo. Corrían
sus lágrimas y no se las secaba.
«¿Vas
a tomar un avión?», le pregunté. «Sí, supongo…no sé qué hacer.» «Yo
voy contigo», dije con rigidez nerviosa. «Pero cómo, no hay plata…no tengo para
mantenernos allá a los dos, a menos que a ti te alcance con lo que te pagan los
italianos.» «Cada vez es menos. No lo creo. Bueno, entonces…¿me puedo quedar aquí?»
«¿Pero por qué; qué pasó, cariño?» «Nada…quiero quedarme aquí.» Barthes levantó
una ceja. Me interrogó al respecto y cedí casi al instante: le terminé contando
casi todo, menos la parte de los reaccionarios. Conservó la tristeza en los
ojos, pero me dio serias instrucciones que me ruborizaron. Me persuadió de que
era peligroso que me quedara allí. Podía sospechar la policía de un robo. Me
dijo que era más seguro que me escondiera, mientras tanto, en una cabañita que
mantenía su padrastro a un lado de la molinera de pescado; una cabañita de
madera, encumbrada en una base de bambúes; podría pasar allí lo que él
estuviera allá.
«A ver», me preguntó repentinamente
confundido, «¿a pito de qué te andan persiguiendo si se supone que nadie te
vio?» «Tengo miedo, precioso; asesiné a alguien, ¿te das cuenta?», me sinceré.
«¿Y te vas a esconder toda tu vida? ¿En
qué momento crees seguro volver a salir a la calle?¿Lo tienes claro?»
«No, Barthé», terminé replicando infantilmente.
Entonces me entregó las llaves de la
cabañita —muy, pero muy rústica— cercana al Puerto Astillero. Y me instalé allí
hasta que Barthes volviera de Montevideo. Estuve en buenas condiciones una decena
de días; había suficiente comida y me regalaban pescado en la molinera y
mariscos mal enlatados en la fábrica de conservas Enduro. Solía pasar también un viejo en bicicleta vendiendo vino a
muy buen precio, un vino dulzón, y con un bajo amargo que supongo era la
concentración de alcohol que te llegaba directo al hígado. Asi, me la pasé once
días emborrachándome y comiendo pescado asado o frito, o surtido de marisco con
limón, hasta que el dolor de la muela se desató y me dejó sordo de un oído.
La miré en el espejo. La muela era como
un coágulo a punto de reventar, de tono violáceo, en donde no se podía
dilucidar claramente la muela de la encía. Asi que bien llegado el día me
desmayé. No sé muy bien por qué, quizás solo del miedo. Yací en la alfombrilla
verde pálido de la entrada, llenándome de pulgas y catarros, unas 5 ó 6 horas,
el sol estaba a medias posado sobre el horizonte marino, las paredes tornándose
almibaradas dando comienzo a la noche, cuando desperté. Tenía el cuerpo
entumecido. Sentía la marejada desarrollándose en la misma escalinata que te
lleva a la playa. Mi boca estaba desbordada de sangre, tanto que al girar la
cabeza de costado, ésta se me escurrió como lo haría el café de una taza echada
a rodar.
«No, Barthé»,
pensaba.
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