Pere Gimferrer no se contenta sólo con ser uno de los más grandes poetas vivos de España, sino también uno de sus pensadores más acuciosos y versátiles. Erudito en lo que se le pida, Gimferrer ha sabido afrontar el ocaso de las artes y el nacimiento de otras como si la responsabilidad del escritor fuera, intrínsecamente, presentarse de cara y con suma disposición a todas ellas, en un gesto que colma la paciencia, pero que también hace aflorar la belleza de lo que no necesariamente se es más propio, o natural. Pues claro, de poesía podemos hablar hasta el hartazgo, pero sobre cine, sobre psicoanálisis, sobre moda, sobre actualidad (vertiente que cada vez es menos preponderante entre los intereses de los nuevos escritores), sobre las labores editoriales (del catálogo de Seix Barral, por ejemplo, Gimferrer es gran responsable; o del nacimiento de otras, como Anagrama), del clima o de la hora, no cabe esperar tanto entusiasmo por parte de los escritores.
He aquí una muestra de la perspicacia de este tremendo escritor, quien ya hace casi más de treinta años proclamaba derechamente a la figura de Marilyn Monroe como la musa de los intelectuales, y no ya la de los prosaicos jovencitos con debilidad por la masturbación perentoria. Así concebimos ya no su bello cuerpo como su sustancia, sino su aura sensual e iconoclasta. Es una obviedad decir que Gimferrer no fue el primero en hacer este tipo de ligaduras, Ernesto Cardenal ya lo había hecho en un poema conocidísimo, y más acá, en Chile, Alfonso Alcalde con un texto excepcional y poco conocido: Marilyn Monroe que estás en los cielos.
Así pues, he aquí la mujer desnudada por un célibe.
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Esta muchacha rubia, de ojos húmedos y labios carnosos, ¿es el emblema del cuerpo, o bien del artificio? La mirada se le empaña, la voz suena ensoñadora: de vez en cuando los ojos adoptan una actitud suave de sorpresa. La muchacha rubia es al mismo tiempo el artificio y el cuerpo; nos habla el roce de nilón, de satén, de seda, y el toque pastoso de la barra de labios de color fresa, y la telaraña lujosa y sofocante de las mallas negras, y la llama sólida del bronce en la piel. Objeto extraño: un cuerpo. El escritor —hombre de la palabra, hombre del concepto— se encuentra en el otro polo. La palabra, el concepto, son abstracciones; el cuerpo es concreto. Un polo imanta al otro. Negación de la palabra, negación del concepto, Marilyn es el centro magnético de los hombres de la palabra y del concepto. Precisamente porque no hay nada menos intelectual que Marilyn, está destinada a convertirse en mito para los intelectuales. Mantiene, con ellos, una relación ambigua: de perplejidad, de complicidad.
Mirad, por ejemplo, a Arthur Miller, el pajarraco enjuto. Es una secuencia de fotos, tomadas en Los Ángeles, en 1960. Al principio, Marilyn, en sostén y bragas, todo de color negro, sonríe a la cámara. Luego, mira a la derecha de la imagen; en la foto siguiente nos da la espalda, ubérrima, y empieza a abrir una especie de contraventana. La última foto es la síntesis, ejemplar, de las relaciones de la estrella con el dramaturgo.
Escondida tras la contraventana, Marilyn muestra al objetivo menos de medio cuerpo: la mitad de una sonrisa, la curva del talón, la pierna, inclinada, el dorso de las manos, una vislumbre sombría del vientre, el límpido resplandor de un ojo. A la derecha, Arthur Miller, inquisitivo y perplejo, vestido de calle, completamente ataviado —americana clara, camisa de cuello blanco, gafas de carey, las manos en los bolsillos—, hace de mirón de Marilyn. Observa de lado, examina aquello que a la cámara le es vedado: exactamente el papel que, por lo común, tenía, como marido, en la vida pública. En una zona oscura de la imagen notamos que habita la incertidumbre. Marilyn habla otro lenguaje, cuyo código ni él ni nosotros poseemos.
Veamos otra secuencia de fotos, tomadas en 1962, en el año de la muerte de Marilyn. Ahora, la estrella está con un poeta: Carl Sandburg. Asociamos a Sandburg, patriarca poderoso, con el resplandor del hierro y del cristal y de la nieve de Chicago; tiene la voz de invernía hosca del mundo industrial y la vaciedad lisa de las calles venteadas con roce de llantas de neumáticos. Pero este Sandburg que veíamos con Marilyn parece más bien un viejo patán, sarcástico y guasón. La primera foto es casi patética: un Sandburg con la expresión espesa y sombría de fatiga indiferente de patricio romano, oculto tras una piel de oso polar o de visón, y una Marilyn de facciones hinchadas y pelo desgreñado que le cae por la frente. Llevan ambos una copa de champán en la diestra, y se miran, escépticos, con ironía alcohólica. En la foto siguiente, han pasado a la acción: hacen flexiones gimnásticas de rodillas en el suelo, mientras las copas, vacías, esperan en una mesa. La última foto, a contraluz, con claridad artificial y nocturna, nos muestra la danza de la ninfa joven y el viejo fauno: cogidos de las manos, los brazos alzados, Sandburg y Marilyn bailan solos en la estancia en penumbra. ¿Un poema visible?
Hay, aún, otra Marilyn, que habla en un party mareador con un personaje camaleónico y chillón: Truman Capote, el Petronio de la jet-society, el que soñó con las joyas heladas y tiernísimas de un desayuno en Tiffany. Música para camaleones, titula Capote el libro —publicado hace pocas semanas— donde hablan él y Marilyn. Diálogo de dos máscaras mundanas; por dentro, la sangre tiñe el maquillaje. Pero la relación más profunda de todas la tiene quizá Marilyn con un hombre a quien no conoció. Hace cien años, este eslavo de ojos profundos —Dostoyevski— soñaba con una muchacha voluble y patética, a punto siempre de romperse, de tan tensa y de tan frágil y neurótica. Persiguiendo el papel que los estudios no le otorgaron —el papel de Gruixenka, en Los hermanos Karamazov—, Marilyn se hacía la encontradiza con la verdad que muestra la luz cruda de una madrugada, hiriéndole la piel desnuda, en agosto de 1962.
Pere Gimferrer (1945, Barcelona) es sobretodo poeta, aunque también es un destacado ensayista, editor y crítico de arte. Aún siendo conocido ya desde la aparición de Arde el Mar (1966), el hecho que lo permitió ser leído masivamente fue su inclusión en la conocida antología Nueve Novísimos (1970) de J.M. Castellet, en donde compartía sitio con poetas tan excepcionales como el difunto Leopoldo María Panero o Félix de Azúa. Este mismo año comienza, con la publicación de Els miralls, su producción íntegra en lengua catalana. Entre sus demás obras poéticas más destacadas encontramos La muerte en Beverly Hills (1968), Mirall, espais i aparicions (1981), Mascarada (1996) y Rapsodia (2011). Así mismo, su única y extraña novela Fortuny publicada en 1983.
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