miércoles, 25 de noviembre de 2015

ANOTAR A LÁPIZ UN FILM/ ¿Algún texto de alguna vez sobre Georges Perec?









   Ya fue hace un tiempo atrás que escribí estos textos y los presenté para postular al taller de poesía de La Chascona en Santiago. Fui con la férrea intención de que se leyeran como poesía. Jugué mis cartas. En la presentación de uno mismo que debía ir anexo a la obra di mis razones y mis por qués: 


Creo necesario comenzar diciendo que el poemario que presento no se puede leer en voz alta. ¿Por qué? Bueno: éste no está presentado formalmente, no transita por las lindes corrientes de la escritura poética. Más bien trata de una experiencia visual, un script desarrollado en todos sus niveles, como una artesanía cinematográfica, que se ve como se leería una novela, pero que se lee como se vería una película, y que, además, por tratarse de una serie de acontecimientos, personajes y planos caóticos, no se podría, como dije, leer en voz alta por no ser susceptible a una manera de oír. 


   Así empezaba dicho texto. Luego agregaba algunas referencias que no venían, ni por asociación libre, al caso: Isak Dinesen y Félix de Azúa, quienes no estuvieron en mi mente, por lo que recuerdo, en ningún mísero momento de la composición del texto. Luego, con el correr de la lectura y pasando por alto varios devaneos derechamente inútiles, al fin daba luces de lo que verdaderamente se trataba: 


Ay, aterrizándolo aún más: voy a tomar notas (o sea, ya lo estoy haciendo) de una película de Queysanne, basada en una “novela” de Georges Perec titulada Un hombre que duerme (extraño pues ningún hombre duerme en la película.) Las notas consisten en escribir a medida que se ve el film, a mano, en un cuaderno dedicado específicamente para ello, con la luz apagada, y únicamente con el destello móvil de esas secuencias reflejándose en mi rostro embelesado. En efecto, he ido obteniendo a medida que escribo una suerte de etnografía de la experiencia del cine. 


   Algo verborreico y descuidado, de esto no cabe duda. Puedo ver a los fiscalizadores de textos, y luego a los talleristas mismos (para aquel año eran Floridor Pérez y Jaime Quezada, a quienes he leído débilmente, sin por ello despertar tampoco mi entusiasmo) deformar sus entrecejos, para despacharlo rápidamente a la sección de "rechazados". ¡Y cómo no!, si se comienza de entrada con un dolor de cabeza y un trabalenguas. ¿Escribir una película? O sea, ¿tomar apuntes de una película? ¿Escritos en prosa y además que no se pueden leer en voz alta? ¡En qué mierda está pensando este muchacho! (Supongo que dirían "muchacho" por las edades, Floridor Pérez me parece que ya va por los 80 años.) En efecto: ¿cómo presentar en un taller de poesía, donde se harán lecturas en voz alta, una obra que no es por ni de lejos un poemario, y que, ¡además! no se puede ni siquiera leer en voz alta; a un taller de poesía precisemos en verso, susceptible de ser cantada, de temas metafísicos o domésticos, o de ambos a la vez (existencialistas y lacrimógenos, si gustan), pero no saliéndose de estos dos parámetros esenciales? 
    Pues los resultados saltan a la vista: ni pío me dijeron.
   En cualquier caso, por mi parte no hallo que dichas instancias sean el terreno más fructíferos para hacer obra (aunque, no lo reniego, un año antes había participado en el taller de La Sebastiana, pero eso es otra cosa.)
   Pero de nuevo, en fin: no me llamaron. 

  Vuelvo al tan elocuente y pomposo texto que envié aquella vez, y me topo casi al final con esta sentencia, que es más que esclarecedora sobre el método que hube de utilizado en aquellos años. 


Para dar una idea del esfuerzo que toma escribir una escena, puedo mencionar que al ser la escritura a mano y sin detener el film se producen una serie de errores tanto gramaticales como de sentido de las ideas. Entonces luego, cuando trabajo con estas anotaciones, trato de ser minuciosamente fiel a las sensaciones que recuerdo haber percibido mientras los escribía, y a su vez, crear un hilo argumental, si bien muy fino, que le brinde la fluidez de un relato al poema. Así es como me demoro un día completo en corregir un fragmento. 


   Y más abajo:


Mi interés básicamente es hacer interactuar los distintos niveles de ficción que se presentan dentro de una misma ficción. Este mecanismo, cabe decir, lo aprendí de un escritor barcelonés llamado Enrique Vila-Matas, quien lo maneja a la perfección, como un torero invicto. 


   En efecto, recuerdo haber leído en aquel tiempo el cuento que Vila-Matas le dedica a Sophie Call, la artista neoyorquina, a quien Paul Auster ya había dedicado, años antes a eso, una novela completa (Leviatán, 1992). El cuento tenía tres niveles, y en los tres el lector caía indistintamente en la trampa de la ficción. Es un cuento excepcional llamado Porque ella no lo pidió, que, lo más probable, leeré hasta el final de mis días. 

   Como dije, ni taller ni coherencia, nada; este texto estaba desnudo e intenté echarlo a nadar, y ni modo. Quizás en algunos años más éste esté lo suficientemente maduro y sabroso como para poder intentarlo de nuevo. El Tiempo suele ser a veces el mejor esteta. 

 (Esto, ojo, es solamente una selección; el texto original se extiende por más de 100 páginas)












***



El piano toca tres notas en una pieza vacía, la pieza del adolescente, y el camarógrafo vuelve a tropezar. Una puerta: luego un árbol. Adentro: afuera. Una fogata fósil. Aristocracia abandonada. Un informe para el lector: nadie entiende la película, sólo se solicita paciencia. Estamos en una casa abandonada. No hay cómo enchufar los micrófonos. El comisario aún no llega. El teléfono está muerto. El automóvil negro se pierde en una loma. Alguien llora, pero se mantiene impertérrito detrás de la cámara. 



***



El adolescente se escurre por su frazada, el encierro es insoportable, inminente. Su habitación es el centro del mundo: dice la voz en off, como comentándole al camarógrafo. Para él, le replica el camarógrafo con una expresión de resignación; y dirige el objetivo de la cámara hacia el techo donde se descubre una cúpula. Gira como un taladro lento. Ocurren los violines, decoran las campanadas psicóticas que vienen sucediendo de hace un rato. La cúpula se quiere parecer al ojo del Dios Mudo, en blanco & negro. Lo consigue.



***



El camarógrafo y la mujer de la voz en off pasan montados en el techo del camión de la producción por la calle que se cruza bajo el puente que el adolescente transita. Éste les echa un vistazo como si fuera la primera vez. Aquella mujer podría ser su madre, no está seguro; su madre de joven, piensa; y esto es posible. La mira hasta que el cuello no puede más. Luego sólo piensa mirando la calle vacía. No está seguro. Al parecer no es. El micrófono que llevaba en su mano, eso sí, podría tratarse, lo más probable, del falo de su padre. Ella y el camarógrafo se dirigen hacia la estación Saint-Lazare, o hacia un acantilado de utilería.



***



Sólo un ser vivo yace en la ciudad además de él. Un caballero con el mentón descolocado, con la apariencia de quien cuenta sus minutos. Bordea los 70. Jubilados que juegan al tarot (voz en off.) Un viejo momificado con los pies juntos, él no juega al tarot como es evidente. El adolescente toma nota de todo lo que se oye. Mira fijamente al vacío por horas (voz en off.) La cámara parece un corcel que gira alrededor del monumento central de la plazuela. El caballero y el adolescente enfrentados como ellos mismos al espejo enorme de la egometría, emulan el gesto de dos enanos prófugos, pero sin sonido, sin expresión, sin verjas y sin dinero. El caballero es un reloj de Sol/ el adolescente un sarcófago de la Luna. En un momento repentino se cambian los papeles, el adolescente recobra algunos tonos mediterráneos extraviados; el caballero en cambio parece que ha muerto, es imposible verificarlo: su postura es exactamente la misma, ni siquiera babea. La cámara montada en un helicóptero de juguete se aleja del Carrousel de Géminis. El adolescente es ahora una porción solar; pero admira enormemente al muerto.



***



Un sarcasmo descoloca, el anti-arte, la colgadura de cuellos al mar. Si el miedo fuese el mar, piensa el actor que encarna al adolescente, yo lo navegaría en un transatlántico. Al menos un viaje de placer, atravesando un paisaje infernal. En eso irrumpen unos ovnis dorados, bajan al medio del set enarbolados en una neblina tibia. El adolescente no puede soportar que el film tome ribetes de ciencia-ficción. Alguien agradece la acotación, y el automóvil negro, nuevamente, se va acercando hacia un primer plano. El camarógrafo sigue grabando a pesar de que el guión no indique qué viene después. El automóvil toma velocidad, el camarógrafo teme por su vida, el automóvil sigue, sigue, se acerca sin indicios de detenerse. El automóvil. Negro. El camarógrafo y un grito de dolor y miedo.








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