En fin, todo ocurrió más o menos así:
los de la célula decidieron que el hombre debía ser asesinado, y me
encomendaron la misión a mí. Las órdenes son órdenes, asi que me concentré en
organizar pulcramente mi misión, pues claro, estaba en juego también mi
pellejo. (Omertá[1],
se sabrá; el que cae no abre la boca ni por descuido, hasta la tumba.) Asi que
después de un arduo mes de investigaciones y planificaciones llegó el día. Era
una agradable mañana de diciembre, e hizo fresco. Todo iba a la perfección, a
pesar de haberme despertado con un dolor terrible en el estómago. Me hizo
dudar, lo relacioné con el nerviosismo obvio de alguien que está a punto de
cometer una estupidez mortal, pero me calmé, tomé aire. Haciendo memoria llegué
a la causa más lógica: debía haber sido la cantidad de pastillas que me había
tomado la noche anterior intentando combatir un dolor de muelas que se acentuó
en mala hora. La muela del juicio se me pudría paulatinamente, y lo más
probable es que mis encías también. ¿Que por qué me acuerdo de mis muelas? Es
como una coincidencia absurda: en el momento en que lo asesinaba, en que lo
veía perecer, yéndosele el alma por los ojos, el único pensamiento que copaba
mi mente era la forma más rápida de sacarme esa muela de mierda, que me tenía
harto.
No se crea que soy un criminal simplón y
pagado. Si he matado ha sido por convicción, y no he recibido ni un solo peso
por ello. Las tribulaciones de mi vida y de mi abolengo —reaccionarios
legendarios— me han destinado a ejercer estos oficios, que a primeras provocan
estupor, o asco, pero que en realidad son una forma de la expiación; como si
cobrara una antigua venganza que sólo conocen mis antepasados, pero no yo;
quizás mi piel.
Asi que llevé a cabo mi misión, y luego,
me desangré. No tenía muy claro que venía después del crimen, pero en ningún
caso me vi desangrándome, además por causas tan prosaicas. Al verme tirado en
la alfombrilla, me levanté dificultosamente. Luego de percatarme de lo
lamentable de mi estado en el espejo, sumado al hambre animal que tenía,
incluso llegué a suponer que había estado días en la cabañita, o aún más, que
estaba muerto, que era un fantasma hambriento penando en esa casa deshabitada a
orillas de la playa. Una voz, en todo caso, siempre retumbaba al fondo de mi
cráneo; una voz que me susurraba: exageras,
exageras…Asi que cogí mis ropas arremolinadas y salí a la húmeda noche del
Puerto Astillero.
No sé qué impulso idiota me llevó hasta
la caseta que la policía sanmariana mantiene en guardia cerca de la salmonera,
a un lado de la desembocadura. Para llegar allí
había que caminar por un trecho de un par de kilómetros, cruzado por
mordaces roqueríos que amenazaban con hacerme sangrar también los pies. Tan
fácil habría sido desandar mis pasos, y volver a la hostal de Öschla. Pero
desconfiaba tanto de ella que ya me la imaginaba con toda la policía
registrando mi pieza, los polis requisando mi ropa de mujer, mi maquillaje, ay.
Así que cogí el camino diametralmente opuesto. La caseta era como las que usan
los conserjes de recintos domiciliarios, aquellos hombres tristísimos que se
saben de memoria el orden y las canciones de las chirriantes estaciones
radiales sanmarianas; estos hombres disecados acumulando rumas de periódicos,
cuyos crucigramas borroneados, tormentosamente rayados de tinta azul, se
asemejan mucho más a las notas de socorro de los náufragos que a la rutina de
los vigilantes nocturnos. En cualquier caso, el único atormentado era yo; y con
toda esa sangre brotándome, era una verdadera pena. Tal vez a fuerza de
desangrarme, la mente se olvidaba del crimen, y de la culpa.
Lo extraño fue que en la capilla me
encontré con una policía. Una mujer. Robusta, de labios malamente delineados
con un rouge rojo eléctrico, gruesas cejas, y pálidas mejillas. Iba sin la
gorra, y la blusa azul, la placa, los botones, todo el resto, a punto de reventársele
por aguantar unos pechos enormes; unos pechos tan italianos, tan cortesanos;
por lo que la anemia y la leve agonía me hicieron confundirla con mi abuela, y
la llamé por su nombre: «¡mama Sofía,
mama Sofía, dónde te habías metido!» La mujer arqueó una ceja y buscó en su
mínimo escritorio una linterna. Me enfocó a la cara. «¿Qué te pasó en la boca, mi chico?»
Era cubana. Lo supe por su tono de voz. «Una muela podrida», le contesté
resignado. Cogió su radio y llamó a la estación. Me sentó en su sillín, que
estaba caliente. Me ofreció una pinta de whisky; tenía un botellín de Colina del Cielo escondida bajo la mesa.
Me enjuagué la boca, y me puse a esperar no sé qué. Pasó un furgón a buscarme. (Todo
daba la impresión de tratarse de una redada en contra de un narcotraficante que
intentó con mala chance suicidarse de un balazo, un balazo que le dio en la
mejilla…al muy idiota.) La policía me metió dentro, intercambió unas palabras
en susurros por la ventanilla con el conductor, cuyo rostro nunca pude definir.
Nos dirigimos hasta el área de emergencia del Hospital Brausen. Un doctor cubano
y con una protuberancia negra y peluda en la frente, me extirpó la muela —sin
anestesia el muy hijoputa— y me coció
la encía. Luego me alcanzó una caja de pastillas, y me dijo que me debía tomar
una cada ocho horas y me recomendó que mantuviera la boca cerrada; cosa que me
pareció hasta insolente, pues ni siquiera le había dicho hola. Después, ya de vuelta en la furgoneta, el policía que
manejaba, tan silencioso y solemne, al fin me dirigió unas palabras. Estaba yo
tan nervioso que la tenía erecta. ¿Sería normal? «¿Dónde vives, chico?» ¡También era cubano! No me lo
creía. ¿Es que todo el sector oriente de Santa María estaba habitado por cubanos?
¿O es que, por algún naufragio fantástico, había ido a parar yo a las costas
cubanas? ¡Qué posibilidad más horrorosa! ¡Yo cohabitando con hambrientos
comunistas en ese asilo de isla apartada de la civilización! «Disculpa, pero
por qué todos son cubanos aquí», lo interrogué. «¿Perdón?», me contestó. Me
arrepentí de seguir con las preguntas. Y no quedé tranquilo hasta que me di
cuenta, de entre esa neblina de dolor y de anemia que recubre el juicio, que el
poli era muy guapo. Un poli de metro ochenta, moreno cacao de unos ojos verdes
preciosos y unos brazos trazados vigorosamente por venas y músculo. Mis
convicciones políticas se esfumaban por la aparición repentina de este bello
muchacho. Y he allí la explicación a la erección. La pulsión seguía su curso.
[1]
Código de honor propio de
la mafia siciliana, que consta básicamente en no delatar a implicados ni dar
información comprometedora que afecte a miembros de la familia.
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