domingo, 8 de noviembre de 2015

BRIGANTI, UN CUENTO/ 2.La escena de la extirpación de la muela.









En fin, todo ocurrió más o menos así: los de la célula decidieron que el hombre debía ser asesinado, y me encomendaron la misión a mí. Las órdenes son órdenes, asi que me concentré en organizar pulcramente mi misión, pues claro, estaba en juego también mi pellejo. (Omertá[1], se sabrá; el que cae no abre la boca ni por descuido, hasta la tumba.) Asi que después de un arduo mes de investigaciones y planificaciones llegó el día. Era una agradable mañana de diciembre, e hizo fresco. Todo iba a la perfección, a pesar de haberme despertado con un dolor terrible en el estómago. Me hizo dudar, lo relacioné con el nerviosismo obvio de alguien que está a punto de cometer una estupidez mortal, pero me calmé, tomé aire. Haciendo memoria llegué a la causa más lógica: debía haber sido la cantidad de pastillas que me había tomado la noche anterior intentando combatir un dolor de muelas que se acentuó en mala hora. La muela del juicio se me pudría paulatinamente, y lo más probable es que mis encías también. ¿Que por qué me acuerdo de mis muelas? Es como una coincidencia absurda: en el momento en que lo asesinaba, en que lo veía perecer, yéndosele el alma por los ojos, el único pensamiento que copaba mi mente era la forma más rápida de sacarme esa muela de mierda, que me tenía harto.
No se crea que soy un criminal simplón y pagado. Si he matado ha sido por convicción, y no he recibido ni un solo peso por ello. Las tribulaciones de mi vida y de mi abolengo —reaccionarios legendarios— me han destinado a ejercer estos oficios, que a primeras provocan estupor, o asco, pero que en realidad son una forma de la expiación; como si cobrara una antigua venganza que sólo conocen mis antepasados, pero no yo; quizás mi piel.
Asi que llevé a cabo mi misión, y luego, me desangré. No tenía muy claro que venía después del crimen, pero en ningún caso me vi desangrándome, además por causas tan prosaicas. Al verme tirado en la alfombrilla, me levanté dificultosamente. Luego de percatarme de lo lamentable de mi estado en el espejo, sumado al hambre animal que tenía, incluso llegué a suponer que había estado días en la cabañita, o aún más, que estaba muerto, que era un fantasma hambriento penando en esa casa deshabitada a orillas de la playa. Una voz, en todo caso, siempre retumbaba al fondo de mi cráneo; una voz que me susurraba: exageras, exageras…Asi que cogí mis ropas arremolinadas y salí a la húmeda noche del Puerto Astillero.
No sé qué impulso idiota me llevó hasta la caseta que la policía sanmariana mantiene en guardia cerca de la salmonera, a un lado de la desembocadura. Para llegar allí  había que caminar por un trecho de un par de kilómetros, cruzado por mordaces roqueríos que amenazaban con hacerme sangrar también los pies. Tan fácil habría sido desandar mis pasos, y volver a la hostal de Öschla. Pero desconfiaba tanto de ella que ya me la imaginaba con toda la policía registrando mi pieza, los polis requisando mi ropa de mujer, mi maquillaje, ay. Así que cogí el camino diametralmente opuesto. La caseta era como las que usan los conserjes de recintos domiciliarios, aquellos hombres tristísimos que se saben de memoria el orden y las canciones de las chirriantes estaciones radiales sanmarianas; estos hombres disecados acumulando rumas de periódicos, cuyos crucigramas borroneados, tormentosamente rayados de tinta azul, se asemejan mucho más a las notas de socorro de los náufragos que a la rutina de los vigilantes nocturnos. En cualquier caso, el único atormentado era yo; y con toda esa sangre brotándome, era una verdadera pena. Tal vez a fuerza de desangrarme, la mente se olvidaba del crimen, y de la culpa.
Lo extraño fue que en la capilla me encontré con una policía. Una mujer. Robusta, de labios malamente delineados con un rouge rojo eléctrico, gruesas cejas, y pálidas mejillas. Iba sin la gorra, y la blusa azul, la placa, los botones, todo el resto, a punto de reventársele por aguantar unos pechos enormes; unos pechos tan italianos, tan cortesanos; por lo que la anemia y la leve agonía me hicieron confundirla con mi abuela, y la llamé por su nombre: «¡mama Sofía, mama Sofía, dónde te habías metido!» La mujer arqueó una ceja y buscó en su mínimo escritorio una linterna. Me enfocó a la cara. «¿Qué te pasó en la boca, mi chico?» Era cubana. Lo supe por su tono de voz. «Una muela podrida», le contesté resignado. Cogió su radio y llamó a la estación. Me sentó en su sillín, que estaba caliente. Me ofreció una pinta de whisky; tenía un botellín de Colina del Cielo escondida bajo la mesa. Me enjuagué la boca, y me puse a esperar no sé qué. Pasó un furgón a buscarme. (Todo daba la impresión de tratarse de una redada en contra de un narcotraficante que intentó con mala chance suicidarse de un balazo, un balazo que le dio en la mejilla…al muy idiota.) La policía me metió dentro, intercambió unas palabras en susurros por la ventanilla con el conductor, cuyo rostro nunca pude definir. Nos dirigimos hasta el área de emergencia del Hospital Brausen. Un doctor cubano y con una protuberancia negra y peluda en la frente, me extirpó la muela —sin anestesia el muy hijoputa— y me coció la encía. Luego me alcanzó una caja de pastillas, y me dijo que me debía tomar una cada ocho horas y me recomendó que mantuviera la boca cerrada; cosa que me pareció hasta insolente, pues ni siquiera le había dicho hola. Después, ya de vuelta en la furgoneta, el policía que manejaba, tan silencioso y solemne, al fin me dirigió unas palabras. Estaba yo tan nervioso que la tenía erecta. ¿Sería normal? «¿Dónde vives, chico?» ¡También era cubano! No me lo creía. ¿Es que todo el sector oriente de Santa María estaba habitado por cubanos? ¿O es que, por algún naufragio fantástico, había ido a parar yo a las costas cubanas? ¡Qué posibilidad más horrorosa! ¡Yo cohabitando con hambrientos comunistas en ese asilo de isla apartada de la civilización! «Disculpa, pero por qué todos son cubanos aquí», lo interrogué. «¿Perdón?», me contestó. Me arrepentí de seguir con las preguntas. Y no quedé tranquilo hasta que me di cuenta, de entre esa neblina de dolor y de anemia que recubre el juicio, que el poli era muy guapo. Un poli de metro ochenta, moreno cacao de unos ojos verdes preciosos y unos brazos trazados vigorosamente por venas y músculo. Mis convicciones políticas se esfumaban por la aparición repentina de este bello muchacho. Y he allí la explicación a la erección. La pulsión seguía su curso.









[1] Código de honor propio de la mafia siciliana, que consta básicamente en no delatar a implicados ni dar información comprometedora que afecte a miembros de la familia.

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