Cuando empieza esta historia ya vamos por más de la
mitad. El lector podrá, pues, darse por satisfecho: ha leído sin leer ya un
buen trozo de libro.
Han pasado largos y angostos años y el Camarero, nuestro
protagonista, se ha convertido (¡al fin!) en algo que podríamos denominar a
guisa de título: writter. De algo estamos seguros: se muere menos de hambre que
antes. Alquila una piececita frente al Sunset Park, en el tercer piso del 602
de la 44th Street. La armonía del lugar junto con el extraño silencio nocturno
le facilitan la escritura. Una escritura compulsiva y demencial. Escribe sin
ceñirse a los géneros: poemas confesionales, ensayos cortos, crónicas ficticias
de sucesos mínimos que observa por su ventanita, novelitas negras, cartas sin
remitente, esquemas de novelas que
podrían escribirse, y relatos, sobre todo relatos; relatos cortos, que son
los que dan de comer. Lee, por supuesto; es un prominente lector omnívoro,
capaz de leer un relato anglosajón y luego uno soviético como si fueran lo
mismo, idénticos, pero con vahos y buqués distintos. De algo está seguro, John
Cheever se encuentra en la cumbre de la torre alimenticia de sus autores
favoritos; lee cada párrafo de sus journals
como si se tratara de evangelios. Siente, sin embargo, una rara aversión
por Chejov. El spleen ruso le parece
tramposo.
En fin, hasta ahí sus inclinaciones. El primer
relato pagado que publica es en The New Yorker, lleva por título The Empire never ends. El relato gira en
torno a la figura de Philip K. Dick. Sobre un sueño perturbador, más bien, que
tuvo Philip K. Dick en algún episodio de su vida, relatado en aquella
extrañísima trilogía que publicó al final de sus días. La narración parte con el
mismísimo K. Dick como protagonista, pero acabado y marchito, leyendo la biblia
en un sofá. Se adormila y se sumerge en un sueño ―cuyo contenido, está demás
decir, es enfermo y de un kitsch evidente―
que consiste básicamente en lo siguiente: llega levitando hasta una banca y se
sienta. Se percata ya sentado que se encuentra en medio de un Central Park
extraño, como sin horizontes, como en ninguna parte, deshabitado. Mira sus
manos y ve que lleva abierto entre ellas una revista barata (elaborada en papel
pulpa, o pulp.) Está abierta en la
página 8. Reza el título: Centripetal
Valleys (un tímido y poco idiota tributo al escritor nazi Willy Schürholz.)
Se dispone, pues, a leer. A medida que avanza, como le sucedería a un cristo
barroco, comienza a sufrir estigmas y espasmos, sangra por boca y narices, pero
no por ello detiene su lectura. Un impulso inevitable lo lleva hasta las últimas
consecuencias. Así termina el relato, alza la mirada, y sabe que algo ha hecho crac en su cerebro. Seguimos dentro del
sueño, luego de un tiempo inconcebible, han pasado días (¿será esto posible?) Impactado
por el relato, al punto de volverlo loco, comienza con lo que sería una serie
de asesinatos. Muy a la manera de Charlie Manson y las novelas de James Ellroy
(Killer on the Road, sobre todo), su
faena se dirige especialmente a lo que denomina, como entre dientes, la imaginería cultural. Asesina a Madonna,
la cantante pop, luego de hacerle el amor desaforadamente en su residencia en
Upper East Side. Aduce que es la Reina de Sabah. Sin virgen no hay espíritu santo, escribe en una notita que deja en
el velador luego de terminada su faena. Esto, entre otra serie de homicidios
que se van sucediendo al correr del relato, que incluyen figuras tales como
Jeff Koons, Vladimir Putin, Ted Turner y Hugo Chávez. Luego —seguimos en el
sueño— lo asalta una epifanía que le hace jurar ser Cicerón y se folla con
plena conciencia a la madre Teresa de Calcuta, asegurando que de esta forma el
mito de Edipo, que según él sustenta toda la civilización occidental, acabará
—citamos textual— transfigurándose en una suerte de incesto invertido, es
decir, en la transmigración de todas las almas (¿y por qué Cicerón?, uno se
pregunta a lo largo de todo el texto, ¿y por qué transmigración?) En el final
del sueño, inevitablemente, domina un tono meramente clínico y filosófico. El
relato concluye con la única acción diurna: al despertar por la mañana en su
casa de California, con un dolor de cabeza mancomunal, Philip K. Dick decide
salir a comprar aspirinas a una droguería cercana. En el camino de vuelta entra
en una librería de viejo donde se topa con una revista de ciencia ficción y fantasía,
inhóspita, en cuyo índice figura, paradójicamente, el relato Centripetal Valleys. Se la roba. La lee
en una banqueta de Long Beach. Se vuelve loco. Y en el camino a casa, para
escándalo del lector, decide tirarse al río Hudson, suicidándose desde uno de
los alambiques del puente Washington y dejando en evidencia, más o menos, su
insipiente esquizofrenia.
Contrario a
lo que se supondrá, el relato es una sátira. Escrito en clave de humor negro se
inspira en el denominado, por el verdadero Philip K. Dick, 3/2/74: fecha en que supuestamente hizo su primer contacto con la
VALIS[i].
Por otro lado, también, como de entre las sombras, se percibe el pulso
narrativo del relato A Perfect Day for Bananafish
de J. D. Salinger, en especial por el repentino suicidio del final.
Para los lectores frecuentes del New Yorker, por su parte, el relato les pareció de
una inconsistencia atroz, y así lo manifestaron en el suplemento semanal
siguiente, en la sección de las Cartas
al Director: «Nunca había leído semejante cantidad de porquería junta» ―escribía
un abogado de Kansas. «…debería, sin lugar a dudas, someterse a alguna especie
de tratamiento psiquiátrico. Su delirio, junto con su ansia obscena de
describir fielmente todo lo asqueroso, lo convierten en un psicópata evidente»
―dictaminaba un psicólogo de Miami. «¡Quien entienda esta jerigonza, favor de
explicármela!» —terminaba un periodista jubilado de Arkansas. El Camarero,
fuera de la influencia de cualquier tipo de frustración, se engolosinaba con
cada crítica que leía; es más, se reía hasta casi mearse, hasta botar
lagrimones del porte de nueces que humedecían esas infamantes declaraciones.
¿Pero qué le producía, específicamente, tanta
gracia? Le parecía extraño, pues, que ninguna tuviera un juicio estrictamente
literario. Sencillamente para los “lectores” —para los bien amados lectores— su
problema era la locura, su conducta desviada y no se contentaban sólo en eso,
además lo acusaban de perversidad y presunta sodomía. ¿A quién no le daría
risa? Siempre es sano retrotraerse a la fantasía, asi que buscando referencias
literarias, le recordaba a las afectadas críticas clínicas que le hiciera en su
momento C. G. Jung a James Joyce cuando leyó por primera vez el Ulysses, llegando a diagnosticarle una
probable psicosis, tal como se la había diagnosticado ya a su hija, Lucía Joyce.
Lo que hiciera Jung en su tiempo en la actualidad se había convertido sino en la manera de hacer crítica literaria;
una modalidad descarnada por cierto, pues de ser así, solamente la locura nos
proveería en el futuro del auténtico arte. O, puesto de otra manera, sólo los
capaces de sumergirse en las turbias mareas de la locura serían bendecidos con
el título de Creadores. Un rotundo derroche de talento y de tiempo: cualquier
invertido rescatado de un manicomio se ganaría los Nobeles o los Pulitzers, o
las Guggenheims y las Cambridges, para este hipotético caso, por supuesto.
Solamente una
crítica aislada que había leído en una revista de ciencia-ficción barata le había
llamado la atención. La firmaba un tal J. Treepine y decía en parte, en un tono
jocoso y lúdico, más o menos así:
Se publicó hace dos días un relato extrañísimo,
mezcla de momia y sapo, ¡en las mismísimas páginas del connotado e inmaculado
New Yorker!
y luego añadía:
Una mezcla paranoica entre Bret Easton Ellis y
Antonin Artaud; con algunos sesgos de teoría freudiana [del Das Unbehagen in der Kultur, sobre todo]
y someras lecturas de Gurdjieff y Madame Blavatsky.
La crítica era extrañísima. Dueña de un kitch excepcional (similar al propio
relato que reseñaba, por cierto) y con una enumeración caótica de autores
merecedora de los más estupendos horrores y arcadas de los grandes críticos
contemporáneos (se imaginaba a Harold Bloom, por ejemplo, leyéndola y sufriendo
al instante un infarto cerebrovascular.) Se parecía a esas fajas con que visten
los libros nuevos y propensos al fracaso para que vendan más, en otras palabras:
aquellos pequeños escándalos escritos.
Habría que dar por sentado que no aceptaron más
relatos suyos en The New Yorker. Pero no tuvo mucho tiempo para decepciones,
pues aquella misma semana sonó su teléfono a raudales. Revistas no sólo de
ciencia ficción, sino también de corte pornográfico, o de sucesos insólitos,
querían comprar relatos suyos para publicar en sus páginas. Tuvo, en contra de
todo imaginable, más dinero en una semana de lo que se hacía de camarero en un
año. No esperó más y salió a despilfarrar sus esporádicas ganancias por los copiosos
centros comerciales neoyorquinos, como cualquier buen consumista se preciaría. Se
compró una maleta imitación piel de lagarto —como las que usara Joseph Conrad
en sus aventuras amazónicas—, una máquina de escribir de tacto suave del 80´ marca
Brother, y una selección de mamotretos que tenía pensado comprar a plazos, pero
que adquirió de una sola vez: The Cantos
de Pound, Complete Poems, 1904–1962 de
e. e. Cummings y The Santa María Novels de
J. C. Onetti, entre otros. El resto del dinero, que tampoco era demasiado, lo
guardó debajo de su colchón.
Al fin sentía alguna satisfacción, aunque fuera
engorrosa, por su oficio. Necesitaba disfrutar en algo la paga del
escritorzuelo, y por ello, dejando un poco el encierro que lo había tenido aislado
una buena cantidad de meses acumulando material como un sacerdote en retiro
espiritual (al ojo llevaba más de 5.000 páginas escritas), se rindió a la
crapulosa noche neoyorquina. Hizo el intento, ya engalanado con el título de
escritorzuelo, de inmiscuirse en los círculos underground de la nueva literatura
anglosajona. Se topó con personalidades tan trastornadas como él mismo, entre
poetas, dramaturgos, narradores, actores, críticos de arte, miembros
trasnochados del Language Poetry, que
paseaban su humanidad por los pasillos e intersticios de la noche norteamericana.
Conoció a gente interesante, sin duda, con la que pudo compartir ideas y
momentos, siempre guardando las proporciones por supuesto (existía la
posibilidad de dar la mano para ser devuelta hecha huesitos); pero con el paso
de las noches y las fiestas le pareció que ese mundillo no era muy del agrado suyo. Ese mundillo o mundito,
sentía, era hogar u hospedaje en demasía —y esto lo lamentaba profundamente— de
mucho oportunista (cultural management se
solían presentar; individuos que no escriben y cuyo trabajo intangible se
limita a no parar la lengua y hacer tratos; lo que, de manera sorprendente, les
hacen ganar dinero, en ocasiones más que los propios escritores) como de
personas carentes de afecto (neuróticos y borderlines
que buscan una suerte de compensación clínica con el hacer público sus textos),
porfiando ambos especímenes las clásicas enseñanzas del excelentísimo Conde de Lautréamont
—l'enfant terrible— y por quien el
Camarero ponía sus manos al fuego: ¡The
poet consoles mankind! The roles have been arbitrarily reversed[ii]. Yendo de lleno a
temas estrictamente literarios, los del tipo
borderlines se jactaban de escribir textos horrorosos, toscos, agramaticales,
que esencialmente no se referían a nada, y que supuraban lamentos infantiles e
incestuosos. Para más colmo, aquellos eran tiempos de los autodenominados Self-help Poets[iii], que brotaban
como la lepra desde la vastedad de pequeñas editoriales en ciernes que solían
inaugurar sus lindes publicando
cualquier tontería; poetas que escribían versos del calibre de: ¡and Love shine in the Universe! Versos que
te daban ganas de llorar de pura vergüenza ajena.
El Camarero, por su parte, era partidario del buen
oficio, del meticuloso y artesanal. Mantenía una clara ética de escritor que
consistía fundamentalmente en mantener el mínimo de cordura, de sentido común en
y hacia la creación. El Camarero, en pocas palabras, quería que sus textos se
entendieran, y, si fuera posible, constituyeran una fuente de placer.
Defraudado ya, estaba por abdicar para recluirse de
nuevo en su piececita de la 44th Street, cuando por una casualidad del destino,
una de estas noches concupiscentes, compartió un porro con James Treepine.
[i]
VALIS (siglas de Vast Active Living Intelligence System;
vasta activa viviente inteligencia, Sistema de, nombre tomado de un film
norteamericano): Perturbación del campo de la realidad por e] que se forma un
vórtice negentrópico autocontrolado y espontáneo que tiende progresivamente a
subsumir e incorporar su propio ambiente corno estructuras de información. Se
caracteriza por contar con una cuasi conciencia, finalidad, inteligencia,
desarrollo y coherencia armilar. Gran
Diccionario Soviético, Sexta edición, 1992
[ii] ¡Es el Poeta el que consuela a la
Humanidad! Los roles se han invertido arbitrariamente.
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