Es 31 de marzo de 1876. El filósofo
alemán Philipp Batz contempla no sin admiración la portada del primer ejemplar
de su primera obra. Acaricia el lomo plomizo de género, escucha cantar a un
canario. Apenas tiene 34 años. Camina con la displicencia que lo caracteriza
por el empedrado que lo conduce a su casa. De una mano le cuelga un abultado
maletín con varios ejemplares de su libro. Toma asiento en el comedor, enciende
su pipa con el mismo tabaco renegrecido de la pasada noche. Expulsa unas
volutas amplias y grises como sus libros. Acerca algunas hojas dispersas sobre
la mesa y revisa sus apuntes. Odia su caligrafía que ha ido tomando, con el
tiempo, los contornos y ondulaciones de la caligrafía árabe. Entra a su estudio
en penumbras y escudriña a tientas en un cajón. Da con un cuaderno de su
adolescencia, la letra es timbrada, negra y locuaz. Siente una ridícula
nostalgia. En un gesto, que aparenta revisar de reojo, pasa velozmente las
páginas y se detiene en una al azar.
Lee
lo siguiente:
febrero
de 1860. Entré en una librería y le eché un vistazo a los libros frescos
llegados de Leipzig. Ahí encontré El
Mundo como Voluntad y Representación de un tal Schopenhauer, pero ¿Quién
era Schopenhauer? El nombre nunca lo había oído hasta entonces. Hojeo la obra,
leo sobre la negación de la voluntad de vivir y me encuentro con numerosas
citas conocidas en un texto que me hace preso de sueños.[1]
Luego de una panorámica absorta a su
casa, cierra el cuaderno. A eso de las 7 toma un baño, se prepara comida y se
la lleva a su habitación, junto con un libro de Kierkegaard.
Lee
a la luz de una bujía.
Cerca
de la media noche se levanta, va a la cocina a buscar su maletín.
Apila
los libros como una torre irregular a un costado de su camarote. Coge un lazo
que cuelga del techo y se lo ata al cuello. De la cama se encarama a la pila de
libros y, sin preámbulos, los deja derrumbarse
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