Hace cinco días comenzó
la revuelta, con multitudes escolares invadiendo las estaciones. Se reunían en
los alrededores y dada cierta señal acudían en masas vibrantes, como
locomotoras, a penetrar las catacumbas del metro. Allá abajo, los guardias de
seguridad se rendían ante tamaña proeza de la ciencia política. Una multitud de
adolescentes desobedeciendo la ley, estampidas que arrasaban con toda membrana
que distinguía el costo de un lado del otro. No siendo propiedad privada, pues el
metro se supone es estatal, en la revuelta se insiste en la profanación, en
primera instancia, de los lugares públicos. Una suerte de autodestrucción,
diría el oficialismo. Plazas, calles, patrimonio, etc. En eso se escudan las
autoridades y en eso insisten, como un disco rayado o loop eterno y demencial. Ahora,
los escolares dieron el ritmo, el de la evasión del torniquete. La membrana. Y fue
la sutileza terrible de esta profanación la que dio origen a todo. De las
entrañas de nuestra ciudad surgió la lozanía del movimiento, su cara más audaz.
Luego fue cosa de congregar a la gente en las calles. El mismo metro, al cerrar
sus puertas, lo logró. En hora punta, la gente que no pudo circular más allá
abajo (pensemos en un infarto, la arteria que se taponea) sale en busca de
otras opciones, que a su vez por la demanda así mismo infartan. Quedó la gente
de a pie. Improvisaron una marcha o se sumaron involuntarios a una
manifestación. Santiago era un éxodo. Esa misma noche declararon estado de
excepción. Y al día siguiente soltaron a los militares de sus cuarteles. Los
perros, a base de doko espolvoreado con cocaína, salían a hacer de las suyas.
La perversión militar no es un defecto solucionable, sino que es parte del alma
de la milicia. Es inherente. Es el cuarto día y mañana voy al campo de batalla.
Plaza Italia. Qué extraño que sea Italia, aunque no tanto. Los Carabineros son
de origen italiano. Carabinieri. Quizás allí haya una analogía. Como lo es la
analogía que nos convoca, la del rizoma que brota, lo que nace en un
subterráneo.
DIA 22
*
En la mañana digiero flatulencias y un café. No duermo bien hace dos días. Los helicópteros me
tienen hecho un zombie. Hablé por Facebook en la madrugada con Claudia Umaña,
activista social. Me compartió videos. Me dijo que tiene miedo, que no puede creer lo que está ocurriendo. Es 22 de octubre, día 4 de movilizaciones. Ayer hemos ido con mi hija y Ana a Plaza Ñuñoa a manifestarnos. El
cacerolazo fue tronante, estridente, pero desmanes no hubo, ¿por qué? Porque
nadie provocó. Los pacos estuvieron a más de cinco cuadras alrededor de nuestro
perímetro. ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? ¿La represión o la
violencia? Sin provocación no hay desmanes. Es sencillo. La manifestación de la
plaza Ñuñoa fue hermosa. Familias completas gritando y atizándole a sus
sartenes, ollas, vociferando consignas, manifestándose en paz. Ahora, quisiera
hacer un contrapunto. Es obvio que por una situación socioeconómica y por
imagen, la policía no reprime este tipo de comunas, para concentrarse el contingente
en las comunas más pobres, donde hacen lo que se les plazca. Se han reportado
balazos al cuerpo, uso desproporcionado de la fuerza, mujeres desnudadas y
manoseadas, y todo esto fuera de toque de queda. Ya van 18 muertos declarados y
cientos de heridos por el accionar de las fuerzas represivas. Dicen que los
cuerpos se calcinaron. Eso dicen. Pues para el gobierno sólo hay muertos en los
supermercados saqueados. Raro. Ya se viralizó el video del milico con
cara de cerdo aludiendo que su trabajo es “salir a güeviar”, como si la cosa
fuera jugar al Call of Duty, mientras su propia madre, quizás, en ese mismo instante
cacerolea en alguna comuna pobre de Santiago. Esto más allá de lo sintomático
de una sociedad desclasada, sin conciencia, es el delirio, la esquizofrenia.
Ese, entre otros videos, muestra, evidencia la locura de las FF.AA. y de la
policía. De eso me empapé la madrugada completa, con los helicópteros surcando
nuestras cabezas, sapeando nuestras calles, cizañeando en nuestros techos. La
indigestión tiene sus motivos.
*
Tengo que asistir a
mis labores aunque me señale la jefa que saldremos antes de la hora de
almuerzo, por lo que no es necesario llevar colación. Me meto a la ducha (empatizo
con la gente que tiene el agua cortada en estos momentos, qué desagradable
todo). Olvido el día que es. No es ni lunes, ni martes, ni miércoles, ningún
día. Es un agujero en el tiempo. Un hoyo negro que se traga todo. Ahora, ya en
la calle, la incertidumbre. Corto camino por Bremen hasta Tobalaba donde se supone
pasa la 412 o la 418 dirección Alameda. No estoy ni dos minutos en el paradero
cuando pasa una muchacha en una Pathfinder y nos ofrece a mí y a otras dos personas
llevarnos. Una señora de unos sesenta años se va en el asiento de copiloto, yo
y un jubilado que aún trabaja, en los asientos traseros. Al parecer tiene varios
hijos, pues no me queda más que sentarme en la silla de bebé. Vamos ya por el
tercer semáforo cuando la conductora, de un rubio platinado, toca el gran tema:
“yo soy de familia de esfuerzo, mis papás se sacaron la cresta para educarme”.
Todo bien, los pasajeros improvisados asentimos. “A mi emprendimiento no le
hace nada bien esto”. Y sigue con un monólogo clase mediero que se ve
interrumpido repentinamente por un “deberían darles con un palo a esos
delincuentes, no sé de dónde salen, debajo de las piedras, no sé, es una
invasión”. Mucho antes de que saliera a la luz, la tipa dice exactamente lo
mismo que Cecilia Morel, la primera dama, en un audio filtrado de Whatsapp,
seguramente compartido por alguna “mala” amiga de su grupo con el que va a
tomar tecito al Tavelli en sus largas jornadas de ocio. La idea de una invasión
extraterrestre no tiene nada de descabellado si pensamos en la profunda
desconexión de las capas altas, de las minorías ricas de la Sociedad con la
misma. Ese no-saber-qué-ocurre demuestra su lugar no solo privilegiado, sino
blindado a las desgracias comunes. Ya vamos por el penúltimo semáforo. Yo
guardo religioso silencio. En cualquier caso está haciendo una labor solidaria,
no me voy a poner a discutir de política en su propio vehículo. Ya bordeando el
cruce en el que Providencia se convierte en Apoquindo nos suelta que su
emprendimiento es un Jardín Infantil en Las Condes, que su padre es dueño de un
restaurant en Apoquindo y su marido se desempeña en algo con un nombre extrañísimo
que yo interpreté como astronauta de la NASA o algo así. Tiene 5 hijos. No sé
cuál es la manía de los cuicos de maquillar su cuiquez y de hacerse los simpáticos
cuando no viene al caso. En el chiquero se avergüenzan de su posición. En fin,
me bajé de la Pathfinder con un “gracias”. Cruzo para atisbar la situación en
Thayer Ojeda. Le pregunto a un transeúnte si es que el metro está abierto. Me
contesta que no tiene idea y me señala que le pregunte a un paco de las FF.EE.
que resguarda una esquina, con el misil apuntando a sus botines. Con un solo
gesto de asco le digo que no, y sigo mi camino. La estación está plagada de
pacos. Pago mi pasaje ni siquiera por civilidad, sino simplemente porque no
quiero mi piel amoratada, ni perder un diente, en una triste rabieta policial
en una estación de metro. En el vagón la gente parece colgar abatida de las manillas,
en los asientos dormitan, las bolsas notorias bajos sus ojos que a su vez han
perdido el brillo. Se huele la incertidumbre. Los helicópteros y la guerra
inexistente poblaron sus sueños, pesadillas e insomnios.
*
En mi mochila cuidé
de traer ropa de calle (prestar ropa en la calle ha sido la tónica). Pantalones
grises, zapatillas negras, y para cambio una polera de mangas largas gris
también. Utilizar la mímesis de la urbe, el gris del pavimento, el gris de los
muros. Estrategias pedestres que quizás en algo ayuden. Llego a mi trabajo, en
la librería Universitaria de la Casa Central de la Universidad de Chile. Mis
compañeros se muestran acongojados. La jefa nos reúne a todos en la librería
misma. Y da inicio a una especie de catastro emocional. Tengo compañeros de
derecha, no muchos, pero que escucharon con mucha cautela todo. Cuando viene mi
turno y al aludir a la pésima idea del presidente de haber sacado a los milicos
a la calle, uno de ellos me dice que está bien, que alguien tiene que detener a
los delincuentes. Me salgo de mis cabales. Le digo que su opinión es absurda.
El resto calma los ánimos. Sí, me sulfuro y no es la forma de contestar, pero
algo me hierve en las entrañas, y no sólo por el panorama anormal ante nosotros
(hermoso para mí, toda revuelta es hermosa y terrible) sino porque dichas medidas
habían afectado directamente a mi familia, desde el día uno. Pero para qué ser
tan jactancioso con tus malas noticias.
*
A mi hermano lo habían
lumeado y agredido cuatro días atrás, antes de declararse el estado de excepción,
el viernes en la noche, en Villa Alemana, unos pacos de civil, ¿por qué? Porque
fue a socorrer a un baleado. En la comisaría a mi familia no tenían idea qué
decirles, unos que estaba saqueando, otros que había acuchillado a un
carabinero, otro que estaba destruyendo la calle. Pasó la noche de pie,
moreteado y con la incertidumbre propia de la guerra. A su novia la zamarrearon
y no hicieron mucho más pues a uno de los uniformados lo conocía. Se supo luego
que a muchas mujeres las manosearon y agredieron sexualmente en este tipo de
procedimientos. La cosa está a un nivel miserable. Mentirosos, usureros,
violentos, descerebrados. Y mientras mi hermano constataba lesiones para hacer
la debida denuncia a la mañana siguiente, el ministro del Interior, el sátrapa
de Chadwick, mentía de cara al país, negando a los infiltrados.
*
La reunión culmina
con cierta tensión. Se oyen masas proliferar consignas en el patio interior de
la Universidad. Están en reunión triestamental, planeando qué hacer. Habla la
presidenta de la Confederación con una voz grave y profunda. Los aplausos son
ensordecedores. La jefa dice que ya no más, que nos vayamos a nuestras casas. Espero
hasta el final y me cambio en el baño mi uniforme por el atuendo mimético gris.
Y salgo a la calle. Lo primero que veo es un camión de militares. Voy a la
botillería de la vuelta y compro algo para comer y cerveza. Quedamos un grupo
de juntarnos en el parque Forestal. Enfilo por Alameda. Me topo con la marcha
de los funcionarios de la Salud. Van hacia la Moneda. Muchas pancartas
aludiendo a gente que murió esperando un tratamiento, o que perdió miembros por
negligencias administrativas y los altos costos de los medicamentos. Veo una
sucursal de Enel completamente saqueada. ¿Pero qué van a ir a saquear a ese
lugar donde la gente va a pagar la luz y cuyos valores se mantienen muy lejos
de ahí? El tema de los saqueos es extrañísimo. Los militares y la policía
procuran evadirlos. Pero no sólo eso, en ese “dejar hacer” hay una voluntad
oscura e irracional que es fácil de adjudicar a los mal bautizados “lumpen”.
Qué se van a ir a robar a un hotel, por ejemplo. O a un banco, cuando los
cajeros automáticos quedan con su caja interior intacta. Las estrategias del
montaje en estos tiempos son escenificaciones débiles y muy fáciles de
evidenciar. Su veracidad está por verse.
*
Bordeo el Santa
Lucía. Bajo el sol los soldados se ven como cosplays ridículos del Call of
Duty. El MAC está grafiteado entero. Mejor readymade no podía haber. Me echo
bajo un arbolito y abro una lata. Todo luce normal y en paz. De pronto una tanqueta
con milicos montados en su techo acelera por la calle hacia el poniente. De
improviso toda la gente que aparentaba cierta normalidad se pone a blasfemar y
a gritarles: “milicos culiaos”, “váyanse a sus cuarteles”, “asesinos”. Dan
ganas de abrazarlos a todos. En la represión está el descontrol. Yo, de hecho,
bebiendo mi cerveza tranquilo estoy ya infringiendo la ley. La desconfianza y
la represión generan Monstruos. Llega la muchachada. Leemos poemas con un
altavoz. Hay gente de a pie que se acerca. Un borracho con un pan con mortadela
en una mano y una lata arrugada en la otra nos cuenta su versión de los hechos.
Termina con un “este es mi país”, pegándose en el pecho, aludiendo a la
cantidad de inmigrantes que han llegado a Santiago a “quitarle la pega”. Alguno
de nosotros le dice que el país es de otra gente, la misma que lo tiene todo
cagado. Pero se aleja sin escuchar, arengando a solas y levantando su lata con
cerveza tibia. Es triste el espectáculo de alguna gente pobre, que también
sufre de cierta desconexión con lo atingente y se amarra a frases hechas y
leitmotivs. Gente solitaria, que necesita de sociedad. La televisión nacional y
el lavado de imagen que llevan a cabo día a día es en gran medida la
responsable. Te saquean el cerebro de ideas propias y la llenan de morbo. En
cuanto a lo ocurrido, su proceder no ha distado mucho de lo que hacían en
Dictadura. Le faltó pasarse de tuerca sólo un poco más para bautizar con algún
nombre pomposo y alharaco al movimiento, pero aún así les quedó un resto para
poner el mismo conteo digital en reversa del año nuevo para anunciar el toque
de queda. Por contraste se nota su infinita perversión. Lo que no previeron fue
que esta vez todo Santiago era un set de televisión y todos los manifestantes,
periodistas. El abuso era imposible de blanquear, su servicio comunitario pasó
a ser prescindible.
*
Me encuentro con Ana
y enfilamos a Plaza Italia. No sé cuántas veces ya he escuchado fragmentos de
La Ciudad de Gonzalo Millán, el hit del momento. De los balcones de algunos departamentos
se avistan parlantes con canciones de Quilapayún o Inti Illimani a todo
volumen. Los nostálgicos de siempre abajo se congregan a corear. Nos sumergimos
en la masa. Preparamos las pañoletas preocupándonos de humedecer con agua y
bicarbonato la zona de la boca y nariz. Nos desplazamos entre la gente, muchos
en bicicleta. Comerciantes venden agua y cerveza. Otros ofrecen limón. El olor
a lacrimógena es vasto. Nos posicionamos en el frontis del GAM. Es imposible
avanzar, la repre hace lo suyo en la desembocadura a Plaza Italia. Veo a padres
cargando a sus hijos a horcajadas sobre sus hombros. Niños con banderines y
pailas, bailando y saltando. Lo único que no cuadra en ese paisaje es el carro
lanza agua y el humo de las lacrimógenas al fondo. El clásico ritmo del
cacerolazo ahora lo percuten a palma abierta en las planchas de cholguán que
resguardan la extensión del centro cultural cuya construcción fue congelada en
el presente gobierno por tratarse de cultura, su última prioridad. El ambiente
es celebratorio, hay trompetistas, caras pintadas, los drones nos sobrevuelan.
Todo hasta que el carro avanza amenazante y se produce la estampida. La gente
corre desbocada, los padres con sus hijos, los ciclistas, las señoras, incluso
un inválido en silla de ruedas. Algunos advierten que ya está, que no corran
más. Este ir y venir como del mar que no se detiene ocurre al menos unas cinco
veces más. Un tipo con corte militar nos advierte que no corramos hacia la
plazuela con el monumento a Carabineros. Señala un lugar en altura. Me asusto y
cojo a Ana de la mano y la llevo al otro lado de la calle. Me imagino un
infiltrado avisando de una balacera. No sé. Ya nada me sorprendería. Decidimos
caminar por el Forestal y bordear plaza Italia por el costado junto al río. Es
imposible avanzar. Son ya más de las seis de la tarde. La gente llora y se
refriega con su manga los ojos. Es peor. El químico de las lacrimógenas penetra
el tejido. Cruzamos el puente Pío Nono.
*
Del otro lado nos
topamos con un homeless en estado de shock. Tenía un postonazo en la sien y la
ropa estilando. Un par de enfermeros de la marcha lo asisten. Grita: “no, los
milicos no, los milicos no.” Hacemos dedo en Av Santa María. Nos lleva un
camión de carga ligera. Nos bajamos frente al Costanera Center. Está rodeado de
chanchas de pacos como si se tratara del castillo del emperador. Los ecos de
las cacerolas aún se escuchan. El toque de queda comienza en media hora. Los
muertos son más. Los heridos son más. Los desaparecidos.