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Sylvia
Applebaum desde pequeña había sido retraída, parca en la conversación, pero
apasionada cuando el tema le interesaba; le gustaba la Historia, especialmente
los griegos. Los romanos le parecían simplones y degenerados, pero los griegos
eran el cenit de lo bello y del intelecto, ambos valores que apreciaba
irracionalmente y que la inclinaban a pensar a veces más de la cuenta, y de
hecho a deprimirla. Así y todo había fabricado una rígida fortaleza mental que
la protegía de la banalidad que la rodeaba, no sólo su familia, sino también sus
compañeros de escuela, sus compañeras de ballet, sus compañeros del equipo de ciencias
–del que sobresalía―, de sus compañeros de asiento, de almuerzo, de baño, de
escaleras, ascensores, ómnibus, calle, sus desconocidos compañeros de distrito,
país. Al parecer, cierto odio hacia el mundo, esa misantropía tan adolescente,
la demostraba como desprecio hacia sí misma, y una penosa autoestima. No tenía
muchos amigos, y cuando hablaba los oyentes procuraban alejarse pues no le
entendían nada. Una muchacha con gusto por el arte y la filosofía, en
Norteamérica, es un insecto molestoso. Y Sylvia paulatinamente –a pesar de sus cortísimos
15 años― se daba cuenta que era como un mono en el polo norte. Esto pensaba
echada en su cama, encerrada, esa noche. Ida.
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