sábado, 15 de agosto de 2015

UN CUENTO NORTEAMERICANO /3RA ENTREGA



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Sylvia Applebaum desde pequeña había sido retraída, parca en la conversación, pero apasionada cuando el tema le interesaba; le gustaba la Historia, especialmente los griegos. Los romanos le parecían simplones y degenerados, pero los griegos eran el cenit de lo bello y del intelecto, ambos valores que apreciaba irracionalmente y que la inclinaban a pensar a veces más de la cuenta, y de hecho a deprimirla. Así y todo había fabricado una rígida fortaleza mental que la protegía de la banalidad que la rodeaba, no sólo su familia, sino también sus compañeros de escuela, sus compañeras de ballet, sus compañeros del equipo de ciencias –del que sobresalía―, de sus compañeros de asiento, de almuerzo, de baño, de escaleras, ascensores, ómnibus, calle, sus desconocidos compañeros de distrito, país. Al parecer, cierto odio hacia el mundo, esa misantropía tan adolescente, la demostraba como desprecio hacia sí misma, y una penosa autoestima. No tenía muchos amigos, y cuando hablaba los oyentes procuraban alejarse pues no le entendían nada. Una muchacha con gusto por el arte y la filosofía, en Norteamérica, es un insecto molestoso. Y Sylvia paulatinamente –a pesar de sus cortísimos 15 años― se daba cuenta que era como un mono en el polo norte. Esto pensaba echada en su cama, encerrada, esa noche. Ida.




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