jueves, 17 de julio de 2025

LA TORRE DE ALTA TENSIÓN/ reescritura del cuento "El árbol" de María Luisa Bombal / Parte 1

 







La bajista se levanta, escupe por asco y se desconcentra un instante con la mirada fija en las vigas y la luminaria colgante. El recinto está en penumbras, y poco a poco una tonalidad magenta se enciende como una brasa. El sonido de la uñeta raspando la cuerda más gruesa intenta convertirse en una frase musical, extraña, sin armonía, deliberadamente sucia.



“Kim Gordon, quizás”, piensa Brígida. No requiere partituras, es más, ni siquiera sabe leerlas. “Va Kim Gordon o Kim Deal, es una Kim, de eso estoy segura”. Toda la música que conoce no la archiva en su mente, evita ver los títulos de las canciones, los nombres de las bandas o cualquier señal que las identifique. Se contenta sólo con escuchar. De niña le pidió a su padre un bajo, y éste le contestó, “¿y por qué no la guitarra, hija?” Sus hermanos, en cambio, ya contaban con sendos equipos de amplificación, guitarras de todo tipo, pedaleras, pero su espíritu al ejecutar sus instrumentos era inerme, descolorido, sin gracia. Ella había abandonado el colegio antes de tercero medio. Su razón era sencilla, las palabras y los números le parecían una arrogancia de parte de la especie, pues lo único sagrado, a su parecer, era el sonido. La leve y suave existencia de una vibración que no tiene más ambición que acontecer y perderse de inmediato. Aunque por otra parte, su repetición en otros contextos, a partir de su lectura en el pentagrama, tenía para ella más la consistencia de un viaje que de un registro propiamente tal. Su familia, por momentos, la creía retardada.



Brígida era la menor de cuatro hermanos, todos varones, todos de un carácter indócil, algo megalómanos, todos narcisistas. El padre, o llamémosle definitivamente “el patriarca”, al nacer su última hija sintió una desazón tan honda que la consideró, a la fuerza, un varón incompleto. El epíteto de retardada vino de él. “No haré más, es inútil. Que haga lo que quiera, si no quiere estudiar que no estudie. Si le gusta sentarse a un costado de la lavadora a descifrar ritmos, o pegar la oreja en los troncos para encontrar armonías raras, allá ella. Si quiere un bajo, que trabaje y se lo compre de su bolsillo.” Brígida se lo tomó con calma, el veneno de las palabras no hacían efecto en ella, y por lo mismo parecía a veces tener el corazón vacío, o estar hueca.



¡Qué alegría es estar hueca! ¡Qué cantidad de música podría circular dentro de una! ¡Qué felicidad desconocer la técnica, el canon, la influencia!



Y es Nirvana, sin saberlo del todo, la que la lleva como una canoa hacia un vórtice en el que convergen distintos afluentes. Viste de negro, sinónimo de noche, lleva paraguas para el sol, y telarañas en las costuras de su falda recién rescatada del fondo de su closet.



- Estás cada día más pálida Brígida. Ayer vi a tu novio, a tu ex digo. Llevaba el pelo verde.



Pero Brígida eructa y se ríe. Sigue como en un carrusel, o como siendo absorbida tiernamente por el ciclón del desagüe al son de la música de Nirvana, sin saberlo.



Véanla ahora a sus dieciocho, pelo rapado, su tez de nieve, sus ojos como dos hoyos negros que gravitaban en busca de vibraciones poco usuales. Su boca era un anfiteatro derruido, los dientes chuecos parecían espectadores en pleno baile. No sonreía, pero expulsaba una risa bucólica, con la consistencia de la primavera. Su cuerpo era tan leve que parecía no caminar, sino deslizarse; le tenía pánico a las huellas.



¿En qué pensaba sentada al borde de la piscina? En sonidos, no había pensamiento. “Es tan rara como atractiva”, decían algunos. Pero ella, en vez de entender el significado de las palabras, centraba su atención en cómo las pronunciaban. Y es curioso que las palabras más agresivas, las que directamente la denostaban, sonaran hermosas, con la justa medida de vibración caótica y nitidez.



Sus hermanos ya se habían casado. A ella poco le interesaba, mucho más interés le provocaba el sonido épico de las pianolas en las ceremonias, o el crepitar del arroz en las escaleras de la iglesia.



¡Nirvana! Ahora baja la escalera de un salto, corre por el pasadizo, abre la puerta y se cuelga del cuello de Elba, una de las amigas artistas de su padre. Desde muy niña tuvo simpatía por esta mujer extravagante, y particularmente por el rechinar de sus dientes cuando aseveraba algo, tan segura de sí misma, tan clara. Cuando pequeña la elevaba en brazos como a un ave de presa, para de pronto descenderla hasta casi rozar el piso con su panza. Siempre creyó que así oían los ángeles sobre las nubes densas de invierno. Ya entonces Elba tenía el pelo absolutamente cano, como un monte nevado. “Eres un pentagrama -le decía Elba- eres un pentagrama en el que toda música es posible”.



Fue cuando en una especie de pacto de silencio familiar, Brígida se fue a vivir con Elba (veinte años mayor) con el pretexto de ingresar a una escuela de música que jamás existió. El padre de Brígida ya tenía la excusa perfecta para mantener lejos a esa criatura tan rara, de la que sentía vergüenza haber engendrado de sus gónadas. Un detalle no menor: la madre de Brígida murió al parirla.



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