miércoles, 21 de noviembre de 2018

A LA LARGA TODOS SON POETAS PERUANOS/ 1 poem








el gran vaso
se resbala de mi puño
y arde mi piel,
no logro mantenerme en pie
mi cabeza da vueltas
me tambaleo

algo así dice arjuna
en el bhagavadgit
el anacoreta
se desnuda y baila ebrio
solo, por la madrugada

qué pena que afuera
den el cariño que aquí no
el claustro, el apartheid

muy chileno eso
se la hicieron a la mistral
a jorge gonzález
a todos los monjes

no pueden prenderle velas
a un santo que no esté en ruinas

el anacoreta
edita poemas en facebook
y baila desnudo

suele beber cerveza
por las mañanas

los amaneceres
o los atardeceres
a la hora de la oración

pues a la larga todos son
unos poetas católicos

eso es de irlandés:
también, beber
cerveza tibia
por la mañana

que deleuze sea curado
es lo que más le gusta
de su filosofía

el anacoreta
puede suicidarse en paz

terrible de yang
y tamásico

el anacoreta
bebe cerveza
como si bebiera
agua de mar

lunes, 1 de octubre de 2018

LA LOTERÍA/ 1 relato de shirley jackson










La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.
Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.
Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería -igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween- era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.
El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.
Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.
Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y se dejaba allí el resto del año.
Había que atender muchos detalles antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.
En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.
-Me había olvidado por completo de qué día era -le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se echaron a reír por lo bajo-. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña -prosiguió la señora Hutchinson-, y entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la vista; entonces recordé que estábamos a veintisiete y vine corriendo.
Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix respondió:
-De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.
La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en tono jovial:
-Pensaba que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.
-No querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? -respondió la señora Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de la mujer.
-Muy bien -anunció sobriamente el señor Summers-, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?
-Dunbar -dijeron varias voces-. Dunbar, Dunbar.
El señor Summers consultó la lista.
-Clyde Dunbar -comentó-. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?
-Yo, supongo -respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.
-La esposa saca la papeleta por el marido -anunció el señor Summers, y añadió-: ¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?
Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora Dunbar.
-Horace no ha cumplido aún los dieciséis -explicó la mujer con tristeza-. Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.
-De acuerdo -asintió el señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y luego preguntó-: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?
Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la multitud.
-Aquí estoy -dijo-. Voy a jugar por mi madre y por mí.
El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».
-Bien -dijo el señor Summers-, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?
-Aquí estoy -dijo una voz, y el señor Summers asintió.
Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.
-¿Todos preparados? -preguntó-. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?
Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, este alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers. «Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.
-Allen -llamó el señor Summers-. Anderson... Bentham.
-Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente -comentó la señora Delacroix a la señora Graves en las filas traseras-. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.
-Desde luego, el tiempo pasa volando -asintió la señora Graves.
-Clark... Delacroix...
-Allá va mi marido -comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la caja.
-Dunbar -llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres exclamaba: «Animo, Janey», y otra decía: «Allá va».
-Ahora nos toca a nosotros -anunció la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.
-Harburt... Hutchinson...
-Vamos allá, Bill -dijo la señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.
-Jones...
-Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería -comentó el señor Adams al viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:
-Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre -añadió, irritado-. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.
-En algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería -apuntó la señora Adams.
-Eso no traerá más que problemas -insistió el viejo Warner, testarudo-. Hatajo de jóvenes estúpidos.
-Martin... -Bobby Martin vio avanzar a su padre.- Overdyke... Percy...
-Ojalá se den prisa -murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor-. Ojalá acaben pronto.
-Ya casi han terminado -dijo el muchacho.
-Prepárate para ir corriendo a informar a tu padre -le indicó su madre.
El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.
-Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería -proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud-. Setenta y siete loterías.
-Watson... -el muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso, muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.
-Zanini...
Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta, murmuró:
-Muy bien, amigos.
Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:
-Quién es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?
Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:
-Es Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.
-Ve a decírselo a tu padre -ordenó la señora Dunbar a su hijo mayor.
Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:
-¡No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!
-Tienes que aceptar la suerte, Tessie -le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:
-Todos hemos tenido las mismas oportunidades.
-Vamos, Tessie, cierra el pico! -intervino Bill Hutchinson.
-Bueno -anunció, acto seguido, el señor Summers-. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco más para terminar a tiempo.
Consultó su siguiente lista y añadió:
-Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?
-Están Don y Eva -exclamó la señora Hutchinson con un chillido-. ¡Ellos también deberían participar!
-Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie -replicó el señor Summers con suavidad-. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.
-No ha sido justo -insistió Tessie.
-Me temo que no -respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo-. Mi hija juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.
-Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya -declaró el señor Summers a modo de explicación-. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?
-Sí -respondió Bill Hutchinson.
-Cuántos chicos tienes, Bill? -preguntó oficialmente el señor Summers.
-Tres -declaró Bill Hutchinson-. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.
-Muy bien, pues -asintió el señor Summers-. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?
El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.
-Entonces, ponlas en la caja -le indicó el señor Summers-. Coge la de Bill y colócala dentro.
-Creo que deberíamos empezar otra vez -comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible-. Les digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo han visto.
El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.
-Escúchenme todos! -seguía diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.
-¿Preparado, Bill? -inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su esposa e hijos.
-Recuerden -continuó el director del sorteo-: Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.
El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.
-Saca un papel de la caja, Davy -le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita-. Saca solo un papel -insistió el señor Summers-. Harry, ocúpate tú de guardarlo.
El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.
-Ahora, Nancy -anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado-. Bill, hijo -dijo el señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su papeleta-. Tessie...
La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.
-Bill… -dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de sacarla con el último de los papeles.
Los espectadores habían quedado en silencio.
-Espero que no sea Nancy -cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.
-Antes, las cosas no eran así -comentó abiertamente el viejo Warner-. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.
-Muy bien -dijo el señor Summers-. Abran las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.
El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.
-Tessie... -indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.
-Es Tessie -anunció el señor Summers en un susurro-. Muéstranos su papel, Bill.
Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.
-Bien, amigos -proclamó el señor Summers-, démonos prisa en terminar.
Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.
-Vamos -le dijo-. Date prisa.
La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:
-No puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.
Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.
-¡No es justo! -exclamó.
Una piedra la golpeó en la sien.
-¡Vamos, vamos, todo el mundo! -gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la señora Graves a su lado.
-¡No es justo! ¡No hay derecho! -siguió exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó sobre ella.




"The Lottery",
The New Yorker, Estados Unidos, 1948

martes, 18 de septiembre de 2018

ELOGIO DEL REFRENAMIENTO/ 1 ensayo de josé watanabe





        Los hijos de los inmigrantes japoneses escuchamos en nuestra infancia que algún día toda la familia iría a Japón. Era un sueño poco convincente, aun para nuestros padres. El sueño se fue diluyendo y la cultura del entorno nos fue dando a nosotros, sus hijos, una identidad que terminaría siendo irrenunciable. Hoy somos un nuevo grupo de mestizos que forma parte insoslayable del complejo tejido social del Perú.
        Mi padre llegó en 1916. Era un hombre alto y magro. Nunca pude imaginarlo trabajando como agricultor en los latifundios azucareros de la costa peruana, adonde empezaron a llegar los inmigrantes desde 1899. Siempre estaba sosegado. Parecía que todos sus actos tenían un impecable anclaje interior. Esa contención natural fue el aspecto que más le aprecié, el que más me impresionaba. Mis hermanos y yo terminamos por controlar nuestras expansiones ante él. Nunca nos lo pidió, pero de alguna manera supimos que siempre esperaba de nosotros un comportamiento más discreto, más recogido de maneras. No es que hayamos reprimido nuestros modos expresivos, sino que aprendimos a no hacer inútiles aspavientos. Su actitud serena parecía decirnos que hay un orden natural que no requiere comentarios agregados e innecesarios a nuestros actos. Pecho adentro pueden estar las tragedias, las intensidades, los abismos, pero éstos no deben expresarse con largos ademanes.
        Hay ocasiones en que le atribuyo a mi padre algunas de mis reacciones, pero creo que su actitud modifica especialmente mi conducta en circunstancias críticas. Ante la adversidad extrema, me viene a veces una pulsión recóndita que me señala una responsabilidad: sé como tu padre.


        En 1986, en un hospital de Alemania, después de escuchar un diagnóstico terrible, sentí la infinita tentación de descomponerme, de gritar mi angustia e impotencia. Vino entonces a mí un íntimo reproche y me sentí "la única impureza en ese cuarto aséptico". Años después, sobreviviente ya, convertí esa frase en un verso y la continué con otras líneas:

Mas no patetices. Eres hijo de. No dramatices.
El japonés
se acabó "picado por el cáncer más bravo que las águilas",
sin dinero para morfina, pero con qué elegancia, escuchando
con qué elegancia
las notas mesuradas primero y luego como mil precipitándose
del kotó
de La Hora Radial de la Colonia Japonesa.

        Esta conducta de imperturbable serenidad ante una situación límite compuso desde muy antiguo el modo de ser de nuestros padres. Ellos crecieron escuchando historias de samurais que luego nos repitieron. Las enseñanzas implícitas en los argumentos abundaban en la dignidad ante las situaciones límites y, particularmente, ante la muerte. Abrevio aquí una de esas historias que mi padre contaba: dos samurais antiguos habían acordado combatir juntos para defenderse mutuamente las espaldas. En una batalla, uno de ellos fue flechado en un ojo por los arqueros del bando contrario. El herido se dejó caer cerca de un árbol mientras su compañero dejaba la espada para auxiliarlo. Se dispuso a poner su zapatilla en el lado sano del rostro de su amigo para fijarlo y tirar de la flecha. El herido lo detuvo con un gesto y le susurró: "Nadie, ni tú, mi honorable amigo, puede poner su zapatilla en mi cara". Enseguida le indicó que lo ayudara a recostarse en el árbol para esperar, con majestad, la muerte.
        Buscar una muerte digna y no dejar el cadáver en una posición vergonzosa es parte del espíritu del Bushido, aquel conjunto de normas éticas con que los samurais gobernaron durante siete siglos el Japón. Con el tiempo, las normas también pasaron a determinar la conducta de la sociedad civil. El Bushido nunca fue escrito pero estaba en el espíritu de todos los japoneses y se transmitía de modo consuetudinario.
        Sospecho que la influencia de mi padre también está en la contención de lenguaje que me place practicar. Sé que es imposible explicar convincentemente por qué un poeta escribe como escribe, pero estoy convencido de que el fraseo poético nace de nuestro modo de ser, no de los estilos literarios. Podemos abrirnos a todos los ideales de poesía, pero se decanta en nosotros el que coincide con nuestra personalidad y se procesa con nuestra biografía. Percepciones poéticas y lenguaje acaso sean anteriores a nuestro primer y ya lejano poema.
        Chikamatsu, el gran dramaturgo de bunraku, a comienzos del siglo XVIII dijo: "Cantar los versos con la voz preñada de lágrimas, no es mi estilo. Considero que el pathos es enteramente una cuestión de refrenamiento. Cuando todas las partes de un drama están controladas por el refrenamiento, el efecto es más conmovedor".
        Creo que mi padre nunca conoció a Chikamatsu, pero lo imagino haciéndole una suave venia de aceptación, especialmente cuando ejercía uno de sus varios oficios, el de restaurador de vírgenes y santos caseros, aquellas estatuillas que la gente velaba en las repisas de sus salas o dormitorios. Antes de ser arrastrado por la aventura hasta el Perú, mi padre había sido un joven estudiante en una escuela de arte de Okayama. Era budista, pero ponía el más devoto empeño en resanar las imágenes católicas. Nunca tuvo reclamos, excepto con los Cristos. Su fe sosegada y sin dramatismos lo llevaba a pintarle a los Crucificados sólo una herida discreta en el costado. Entonces sus clientes le exigían las huellas de la pasión, la sangre estridente de la tragedia.
        Mi padre era lector de haikus, que no están lejos de la poética de Chikamatsu. En medio de los pollos y patos del corral de mi casa, me traducía, entre grandes pausas reflexivas, esos breves poemas que entonces yo no entendía claramente. Ese fue el primer lenguaje poético que conocí. El haiku es un ejercicio de pudor frente al propio descubrimiento de la belleza. El poeta Shoogui dijo:

Lirios del valle
pensad que se halla de viaje
el que os mira.

        Shoogui no quería que los lirios se percataran de su presencia porque, al estar allí, se sometía al riesgo de tener que escribir el poema. Teóricamente, el haijin, o escritor de haikus, preferiría no tener que escribir su hallazgo poético. Desearía que todos los hombres estén junto a él y que todos, unánimemente, tengan la misma instantánea percepción. Pero está solo. Entonces, sin afectaciones y del modo más notarial posible, intenta provocar o reproducir en el lector la experiencia que a él le fue revelada.
        Cuando hablo de la actitud de refrenamiento de mi padre, siento que no le hago justicia a mi madre. Ella era peruana, hija de braceros de un enclave azucarero. Los japoneses venían sin pareja y cuando deseaban constituir una familia recurrían al matrimonio por poder. Previamente, los retratos de los varones en Perú y de las casaderas en Japón, embellecidos por los retoques fotográficos, cruzaban el océano en busca de una concertación conyugal. Mi padre fue uno de los pocos que no siguió esa tendencia endogámica de "importar" una esposa.
        Mi madre había heredado de sus orígenes andinos la impronta de templanza que lucía en todas sus actitudes. Pero su contención tenía un matiz de dureza o de aire áspero. Yo admiraba sus frases. Eran bellas. Estaban relacionadas con cosas cotidianas que de pronto alcanzaban la densidad de lecciones morales a veces despiadadas. Muchas de sus frases, pronunciadas como sorpresivos azuzamientos o estímulos para remontar nuestras debilidades, han terminado imponiéndose en mis poemas. Nunca terminaré de agradecerle a mi madre su ayuda para sobrevivir con dignidad: "la olla de barro se hace más dura en el fuego", sentenciaba desde su altura de jueza o matrona.

sábado, 18 de agosto de 2018

GU CHENG/ 1 ensayo de eliot weinberger










En 1987 Gu Cheng escribió: “El poeta es justo como el cazador de la fábula que hace la siesta junto a un árbol, a la espera de que las liebres corran de cabeza contra el tronco y se partan el cráneo. Después de esperar largo tiempo el poeta descubre que él mismo es la liebre”. Estas palabras resultaron proféticas, y seis años después, su colisión terrible y sórdida contra el árbol casi suprimió lo que hubo antes. Sus poemas, de modo inevitable e injusto, se leyeron como reminiscencias de su muerte.
Hijo de un distinguido poeta y oficial del ejército, Gu Gong, nació en 1956 en Pekín. A los doce años de edad escribió un poema de dos versos que a la postre se convirtió en lema de la nueva poesía no oficial:

Hasta con ojos oscuros, un don de la
noche oscura
Busco la luz que deslumbra

En 1969 la Revolución Cultural envió a su familia al desierto de sal de la provincia Shandong para arrear cerdos. Los habitantes de la localidad hablaban un dialecto que Gu Cheng no podía entender y a causa de su aislamiento quedó ensimismado en el mundo natural: “La voz de la naturaleza se hizo lenguaje en mi corazón. Fue la felicidad”. Su libro favorito eran las decimonónicas anotaciones y dibujos entomológicos de Jean-Henri Fabre; coleccionó insectos y observó aves; escribió poemas en la arena con una ramita, poemas con títulos como “La florecilla sin nombre” o “El sueño de la nube blanca”. Al igual que John Clare, encontraba poemas en los campos y los redactaba. Tiempo después afirmó: “Oí un sonido misterioso en la naturaleza. El sonido se hizo poesía en mi vida”. Escribió que su “primera vivencia de la naturaleza de la poesía” fue una gota de lluvia. Su infancia fue una visión del paraíso de la que nunca se recobró.
           Volvió a Pekín en 1974 y trabajó en una fábrica. Escribió con frenesí, incluso –al igual que Charles Olson– en las paredes de su habitación. Detestaba la ciudad: “esas cajitas llenas de luz, los crisoles en los que se funde la antigua humanidad”. Se tenía a sí mismo por un insecto vivo “prendido a un tablón con patas bailoteantes”. Pero se alineó con un grupo de poetas –Bei Dao, Duo Duo, Yang Lian, Mang Ke, Shu Ting, y otros– casi todos siete o diez años mayores que él, los cuales crearon la primera revista china en samizdat, Jintian (Hoy). La expresión literaria del nuevo movimiento Muros de la Democracia –de hecho, su primer “número” fue una serie de carteles furtivamente fijados en los muros de Pekín– había rechazado el realismo socialista y su épica de héroes revolucionarios y cosechas gloriosas, para escribir poemas en primera persona, introspectivos e imagistas.
            Uno de los primeros poemas de Gu Cheng,

El cielo es gris
El camino es gris
Los edificios son grises
La lluvia es gris
En este diseminado gris muerto
Caminan dos niños
Uno es rojo intenso
Otro es verde claro


fue calificado por un crítico oficial de menglong y la palabra acabó por etiquetar a todo el grupo. Menglong significa literalmente “brumoso”, pero sin las connotaciones sentimentales y efímeras que tiene en inglés: una traducción menos literal y más precisa sería “oscuro”. Bei Dao propone que sean conocidos como grupo Hoy, pero infortunadamente el nombre Poetas Brumosos ha quedado para la posteridad. Como Gu Cheng afirmó en aquel entonces: “No es brumoso en absoluto. De hecho, algunas cosas están quedando más claras”.
Se convirtieron en la conciencia de la generación y en sus estrellas pop. Bei Dao fue su John Lennon cerebral y Gu Cheng su Bob Dylan, su poète maudit lírico. Leyeron poemas en estadios repletos de jóvenes y tuvieron divertidas aventuras y astracanadas directamente de A Hard Day's Night, huyendo de multitud de exaltados que los adoraban.
La burocracia no sabía qué hacer con ellos. Sus obras fueron prohibidas y se les condenó en las campañas Contra la Contaminación Espiritual y Contra el Liberalismo Burgués. En una acción quizás sin precedente literario, el padre de Gu Cheng, Gu Gong, escribió un ensayo que comienza así: “Me veo cada vez menos capaz de entender la poesía de mi hijo. Me está irritando cada vez más.” Un ensayo lleno de frases como “cuanto más leo más me enfado”, “me enfureció”, “me decepcionó y deprimió”, el artículo al concluir procura, por fin, una reconciliación a regañadientes: “bien, debemos intentar comprender a esta nueva generación…”.
La obra de Gu Cheng dio un delirante salto desde la lírica con El expediente de Bulin , el primero de sus poemas seriales, en 1981 . Centrado en una figura guasona, Bulin, como el rey Mono de la novela clásica china, Viaje al oeste –Gu Cheng mismo había nacido en el año del mono– es un conjunto de cuentos de hadas bobos y delirantes canciones de cuna que parecen escritas por un niño que hubiera comido hongos alucinógenos por equivocación. Aunque Bulin no se parecía a nada escrito con anterioridad en chino –y acaso en ningún otro idioma– Gu Cheng nunca lo consideró su obra definitiva. Ésta habría de llegar unos años más tarde.
En 1983 se casó con Xie Ye, una bonita estudiante de poesía que había conocido en un tren. El día de la boda le dijo: “Suicidémonos juntos”. Ella era vivaz y práctica, él se perdía en ensoñaciones y a menudo en la melancolía. La persuadió de que abandonara la universidad para que fueran inseparables.
En 1985 tuvo una revelación. Antes había “intentado ser hombre”, pero se había dado cuenta de que el mundo era una ilusión, había aprendido a dejar atrás su identidad para vivir una suerte de existencia sombría. Antes había escrito “poesía lírica sobre todo”, pero había “descubierto un fenómeno extraño y único: las palabras mismas se comportaban como gotas de mercurio esparcidas que se desplazan en todas direcciones”. Tituló una de sus series Mercurio líquido . Escribió: “cualquier palabra puede ser tan hermosa como el agua, siempre que esté libre de trabas”.
En una entrevista con su traductor al inglés afirmó: “Creía en aquel entonces que lo importante del lenguaje era no cambiar su forma, nunca cuestionar la manera en que se usa: no se trataba de coger ese trozo de madera y hacer un tablón… Lo importante era darle un golpe: se convierte en vidrio; dárselo de nuevo y se vuelve bronce; de nuevo, y agua. Cambios en la textura del lenguaje”. En uno de sus poemas de Mercurio líquido podemos leer:

Di di da
Peces delicados
Danzan en el aire
Di di da di da
Los peces traen árboles al aire
Di di da
Los peces traen árboles al
Aire
Patas arriba color de óxido en el
Aire

Lo extraordinario es que Gu Cheng desconocía buena parte de la modernidad occidental – los pocos poetas que conocía y admiraba en traducción eran Lorca, Tagore, Elytis y Paz– pero había recreado buena parte de la historia literaria del siglo xx . Del imagismo y simbolismo de sus primeros poemas había pasado por el dadaísmo o uno de los futurismos. Al final aterrizó en un rincón del surrealismo completamente propio. Se puede afirmar con alguna certidumbre que Gu Cheng es el poeta más radical en dos mil quinientos años de poesía china escrita.
En 1988 Gu Cheng y Xie Ye se mudaron a Nueva Zelanda. Al principio disfrutó de un puesto de profesor de chino hablado en la Universidad de Auckland. Se sentaba en silencio mirando fijamente a los alumnos a la espera de que comenzaran a hablar, y ellos a su vez esperaban a que él iniciara la conversación. Pronto dejaron de asistir a clase y, cuando se descubrió el hecho, Gu Cheng fue despedido.
La pareja se trasladó a una casa ruinosa en Waiheke, una pequeña isla de la Bahía de Auckland. Gu Cheng intentó con ello recobrar el paraíso de su infancia. Recogían crustáceos, raíces y moras; elaboraban toscas vasijas y rollitos primavera que intentaban vender en el mercado de la localidad; tuvieron un hijo al que llamaron Mu'er (Oreja de Madera) por el hongo que crece en la madera podrida, muy común en la cocina china. Xie Yie mecanografiaba y editaba todos sus manuscritos y él le pagaba con billetes de juguete que pintaba de oro y plata. Se rehusó a hablar inglés o cualquier otro idioma, pues, explicaba, “si un chino aprende otro idioma perderá la noción de la existencia de su ser, de su identidad”. Arruinó lo cacerolas de la cocina haciendo vaciados de plomo con sus huellas. Siempre se le veía llevando un alto sombrero cilíndrico hecho con la pernera de un vaquero.
Esto era más o menos lo que yo sabía de Gu Cheng, y lo que se sabía en general, cuando lo conocí en 1992 . Aquel año residió en Berlín con una beca y estaba de visita en Nueva York con otros cuatro poetas del grupo Hoy.
La primera noche Gu Cheng, Xie Ye y yo fuimos a un restaurante del barrio chino. Al sentarnos, mi primera pregunta, previsiblemente, fue acerca del sombrero. Me respondió que siempre lo llevaba para que ninguno de sus pensamientos pudiera escapársele de la cabeza. Xie Ye afirmó que siempre dormía con él a fin de no perder los sueños.
Gu Cheng cogió el menú y eligió un plato. Xie Ye estaba sorprendida. Nunca antes había pedido algo en un restaurante, pues prefería comer lo que le servían. Ella colocó una grabadora en la mesa para registrar nuestra conversación. Me dijo que todo lo que Gu Cheng dijera debía conservarse.

Hablamos durante horas, pero entendí poco. Cada tema de inmediato se desviaba hacia una disquisición sobre las fuerzas cósmicas: la Revolución cultural era como el caos que precede a la creación en la mitología china, antes de que las cosas se separaran en yin y en yang, y la Plaza Tiananmen representaba su continuado desequilibrio; Mao Tse Tung era, de un modo que yo no alcanzaba a comprender, la encarnación de wuwuwei, la no no-acción taoista. Xie Ye, que traducía, lo miraba embelesada siempre y ambos irradiaban una inocente ternura. Me pareció que con Gu Cheng estaba en presencia de uno de aquellos chiflados sabios montañeses de la tradición china.
En algún momento de la velada Gu Cheng se dirigió al baño, y en cuanto se perdió de vista, Xie Ye se volvió hacia mí sonriente y dijo: “Ojalá se muera”. Me explicó que en Nueva Zelanda la había obligado a dar en crianza a su hijo a una pareja maorí, pues Cheng exigía su atención indivisa y quería ser el único hombre en casa. Añadió: “No puedo recuperar a mi niño a menos que muera”. Me había reunido por primera vez con ellos hacía unas cuantas horas.
Sus penalidades privadas muy pronto se hicieron de sensacionalista conocimiento público. Antes de volver a Nueva Zelanda Gu Cheng se había enamorado de una estudiante – aunque aún no se había involucrado con ella–, Ying'er. La correspondencia continuó y a Xi Yie se le ocurrió la maquinación de que si invitaba a Ying'er a la isla de Waiheke, podría reemplazarla, abandonar a Gu Cheng y reunirse con su hijo. Pagó el billete de Ying'er. Gu Cheng, con todo, quería vivir como el héroe de El sueño del aposento rojo ( La historia de la piedra ), como el príncipe del “Reino de las Hijas”, rodeado de mujeres en un jardín de placeres alejado del mundo. Ying'er, por su parte, aunque se hizo amante de Gu Cheng, estaba horrorizada por sus condiciones de vida. Transcurrido un año de complicado acuerdo, Gu Cheng y Xie Ye fueron a Berlín a fin de ganar algo de dinero para reparar la casa. Se suponía que Ying'er iba a esperarlos, pero desapareció con un instructor de artes marciales mucho mayor que ella.
En Berlín compuso uno de los libros más extraños jamás escritos: Ying'er, un relato vagamente narrativo, con largos pasajes de pormenores físicos, sobre su relación y rompimiento. Es obsesivo y alucinado, narcisista y compasivo consigo mismo, preciso e incoherente, ramplón y aterrador: en suma, más un documento que una obra literaria que resulta ya imposible leer con mera distancia estética. Gu Cheng dictaba el libro a una grabadora y Xie Ye lo transcribía, añadiendo algunos capítulos y párrafos propios a la historia. Mientras mecanografiaba el manuscrito Xie Ye comenzó a ver a otro hombre.
Al mismo tiempo, él estaba escribiendo algunos de sus mejores poemas, sobre todo la última serie, Ciudad (Cheng), una evocación panorámica y simultaneísta del Pekín que detestaba y había perdido. (Bajo los castaños en un parque aquel verano, se oyó a Gu Cheng murmurar una y otra vez “¿Cómo será China hoy?”) El poema era autobiográfico en aspectos nada evidentes. El título era el Cheng de su nombre, y en un recital presentó el poema refiriéndose a “los aterradores viajes en autobús que cruzan Pekín, cuando el conductor vocifera: ‘Próxima parada, Ciudad Prohibida (Gugong)', pues suena como ‘Próxima parada, Gu Gong', mi padre”. (“La familia –había escrito– es donde comienza la destrucción”.) Sus esporádicos pasajes violentos se leen ahora como augurios. Pero, sobre todo, su collage de viñetas se pretendían ilusiones que a sí mismas se borraban en un mundo ilusorio. “En mi poesía –había escrito– la ciudad desaparece y lo que aparece en su lugar es un campo para apacentar”. A su modo es la versión taoista del lema que los situacionistas habían escrito en los Muros de la Democracia del París de 1968: “Bajo la acera, la playa”.
Según todos los testimonios Gu Cheng se había vuelto cada vez más megalómano y violento. Se había tomado las parábolas de Chuang Tzu literalmente y las había convertido en una suerte de “todo está le permitido” al superhombre nietzscheano. En un discurso en Francfort señaló: “al que sigue el Tao le está permitido matar, suicidarse y de hecho hacer cualquier cosa, pues en realidad está ocupado en no hacer nada”. Durante una entrevista le preguntaron acerca del budismo y contestó: “El budismo es para los que no saben. Sí ya sabes, entonces ya no existe”. “Pero –añadió de modo distintivo– todo es tuyo”. Pasaba casi todo el tiempo dormido y sostenía que aquello era su verdadero trabajo: “Sólo me doy cuenta de la frialdad del corazón humano cuando despierto”. Declaró que compraría un arma, intentó estrangular a Xie Ye y terminó en un hospital psiquiátrico; fue dado de alta unos días más tarde cuando ella se negó a denunciarlo y aceptó responsabilizarse de él.
Volvieron a Nueva Zelanda vía Tahití, donde visitaron la tumba de Paul Gaugin y llegaron a la isla de Waiheke el 24 de septiembre de 1993, en su trigésimo séptimo cumpleaños. El 8 de octubre Gu Cheng asesinó a Xie Ye y luego se ahorcó.
Ying'er se publicó en China unas semanas más tarde y la historia se volvió una sensación para cultos y no tanto. En Nueva Zelanda se consideró un ejemplo extremo de violencia doméstica, pero en China se le tuvo por símbolo de la desolación espiritual de la generación que había madurado en la Revolución cultural, o de la vida martirizada del exilio, o del artista, o de la opresión varonil en China, o de la trágica vida de la musa. Parece que todos los que alguna vez los conocieron participaron con un libro o artículo, algunos de los cuales calificaron a Gu Cheng de monstruo y otros afirmaron que Xie Ye lo había convertido en uno. La madre de Gu Cheng recordó que los problemas habían comenzado cuando en la infancia él se había precipitado desde una ventana y había sufrido una lesión cerebral. Ying'er misma escribió un libro titulado Acongojada en Waiheke, con prólogo de un ex novio para demostrar que Gu Cheng no había sido el único hombre que había conocido. Incluso hubo una película ñoña, El Poeta, con una hermosa y desnuda aspirante japonesa en el papel de Ying'er. Gu Cheng y Xie Ye se habían convertido en el Ted Hughes y la Sylvia Plath chinos.
En una de sus últimas cartas escribió: “Si lees mi libro sabrás que estoy completamente loco. Sólo mis manos son normales”.
Escribió: “Cuando recorro el camino de mi imaginación, entre el cielo y la tierra sólo estoy yo y una especie de césped verde claro”.

Escribió: “Lo más profundo de mí nunca ha tenido más de ocho años”.