miércoles, 23 de octubre de 2019

Y LA GENTE SÓLO MUERE EN LOS SUPERMERCADOS








Hace cinco días comenzó la revuelta, con multitudes escolares invadiendo las estaciones. Se reunían en los alrededores y dada cierta señal acudían en masas vibrantes, como locomotoras, a penetrar las catacumbas del metro. Allá abajo, los guardias de seguridad se rendían ante tamaña proeza de la ciencia política. Una multitud de adolescentes desobedeciendo la ley, estampidas que arrasaban con toda membrana que distinguía el costo de un lado del otro. No siendo propiedad privada, pues el metro se supone es estatal, en la revuelta se insiste en la profanación, en primera instancia, de los lugares públicos. Una suerte de autodestrucción, diría el oficialismo. Plazas, calles, patrimonio, etc. En eso se escudan las autoridades y en eso insisten, como un disco rayado o loop eterno y demencial. Ahora, los escolares dieron el ritmo, el de la evasión del torniquete. La membrana. Y fue la sutileza terrible de esta profanación la que dio origen a todo. De las entrañas de nuestra ciudad surgió la lozanía del movimiento, su cara más audaz. Luego fue cosa de congregar a la gente en las calles. El mismo metro, al cerrar sus puertas, lo logró. En hora punta, la gente que no pudo circular más allá abajo (pensemos en un infarto, la arteria que se taponea) sale en busca de otras opciones, que a su vez por la demanda así mismo infartan. Quedó la gente de a pie. Improvisaron una marcha o se sumaron involuntarios a una manifestación. Santiago era un éxodo. Esa misma noche declararon estado de excepción. Y al día siguiente soltaron a los militares de sus cuarteles. Los perros, a base de doko espolvoreado con cocaína, salían a hacer de las suyas. La perversión militar no es un defecto solucionable, sino que es parte del alma de la milicia. Es inherente. Es el cuarto día y mañana voy al campo de batalla. Plaza Italia. Qué extraño que sea Italia, aunque no tanto. Los Carabineros son de origen italiano. Carabinieri. Quizás allí haya una analogía. Como lo es la analogía que nos convoca, la del rizoma que brota, lo que nace en un subterráneo.   



DIA 22

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En la mañana digiero flatulencias y un café. No duermo bien hace dos días. Los helicópteros me tienen hecho un zombie. Hablé por Facebook en la madrugada con Claudia Umaña, activista social. Me compartió videos. Me dijo que tiene miedo, que no puede creer lo que está ocurriendo. Es 22 de octubre, día 4 de movilizaciones. Ayer hemos ido con mi hija y Ana a Plaza Ñuñoa a manifestarnos. El cacerolazo fue tronante, estridente, pero desmanes no hubo, ¿por qué? Porque nadie provocó. Los pacos estuvieron a más de cinco cuadras alrededor de nuestro perímetro. ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? ¿La represión o la violencia? Sin provocación no hay desmanes. Es sencillo. La manifestación de la plaza Ñuñoa fue hermosa. Familias completas gritando y atizándole a sus sartenes, ollas, vociferando consignas, manifestándose en paz. Ahora, quisiera hacer un contrapunto. Es obvio que por una situación socioeconómica y por imagen, la policía no reprime este tipo de comunas, para concentrarse el contingente en las comunas más pobres, donde hacen lo que se les plazca. Se han reportado balazos al cuerpo, uso desproporcionado de la fuerza, mujeres desnudadas y manoseadas, y todo esto fuera de toque de queda. Ya van 18 muertos declarados y cientos de heridos por el accionar de las fuerzas represivas. Dicen que los cuerpos se calcinaron. Eso dicen. Pues para el gobierno sólo hay muertos en los supermercados saqueados. Raro. Ya se viralizó el video del milico con cara de cerdo aludiendo que su trabajo es “salir a güeviar”, como si la cosa fuera jugar al Call of Duty, mientras su propia madre, quizás, en ese mismo instante cacerolea en alguna comuna pobre de Santiago. Esto más allá de lo sintomático de una sociedad desclasada, sin conciencia, es el delirio, la esquizofrenia. Ese, entre otros videos, muestra, evidencia la locura de las FF.AA. y de la policía. De eso me empapé la madrugada completa, con los helicópteros surcando nuestras cabezas, sapeando nuestras calles, cizañeando en nuestros techos. La indigestión tiene sus motivos.

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Tengo que asistir a mis labores aunque me señale la jefa que saldremos antes de la hora de almuerzo, por lo que no es necesario llevar colación. Me meto a la ducha (empatizo con la gente que tiene el agua cortada en estos momentos, qué desagradable todo). Olvido el día que es. No es ni lunes, ni martes, ni miércoles, ningún día. Es un agujero en el tiempo. Un hoyo negro que se traga todo. Ahora, ya en la calle, la incertidumbre. Corto camino por Bremen hasta Tobalaba donde se supone pasa la 412 o la 418 dirección Alameda. No estoy ni dos minutos en el paradero cuando pasa una muchacha en una Pathfinder y nos ofrece a mí y a otras dos personas llevarnos. Una señora de unos sesenta años se va en el asiento de copiloto, yo y un jubilado que aún trabaja, en los asientos traseros. Al parecer tiene varios hijos, pues no me queda más que sentarme en la silla de bebé. Vamos ya por el tercer semáforo cuando la conductora, de un rubio platinado, toca el gran tema: “yo soy de familia de esfuerzo, mis papás se sacaron la cresta para educarme”. Todo bien, los pasajeros improvisados asentimos. “A mi emprendimiento no le hace nada bien esto”. Y sigue con un monólogo clase mediero que se ve interrumpido repentinamente por un “deberían darles con un palo a esos delincuentes, no sé de dónde salen, debajo de las piedras, no sé, es una invasión”. Mucho antes de que saliera a la luz, la tipa dice exactamente lo mismo que Cecilia Morel, la primera dama, en un audio filtrado de Whatsapp, seguramente compartido por alguna “mala” amiga de su grupo con el que va a tomar tecito al Tavelli en sus largas jornadas de ocio. La idea de una invasión extraterrestre no tiene nada de descabellado si pensamos en la profunda desconexión de las capas altas, de las minorías ricas de la Sociedad con la misma. Ese no-saber-qué-ocurre demuestra su lugar no solo privilegiado, sino blindado a las desgracias comunes. Ya vamos por el penúltimo semáforo. Yo guardo religioso silencio. En cualquier caso está haciendo una labor solidaria, no me voy a poner a discutir de política en su propio vehículo. Ya bordeando el cruce en el que Providencia se convierte en Apoquindo nos suelta que su emprendimiento es un Jardín Infantil en Las Condes, que su padre es dueño de un restaurant en Apoquindo y su marido se desempeña en algo con un nombre extrañísimo que yo interpreté como astronauta de la NASA o algo así. Tiene 5 hijos. No sé cuál es la manía de los cuicos de maquillar su cuiquez y de hacerse los simpáticos cuando no viene al caso. En el chiquero se avergüenzan de su posición. En fin, me bajé de la Pathfinder con un “gracias”. Cruzo para atisbar la situación en Thayer Ojeda. Le pregunto a un transeúnte si es que el metro está abierto. Me contesta que no tiene idea y me señala que le pregunte a un paco de las FF.EE. que resguarda una esquina, con el misil apuntando a sus botines. Con un solo gesto de asco le digo que no, y sigo mi camino. La estación está plagada de pacos. Pago mi pasaje ni siquiera por civilidad, sino simplemente porque no quiero mi piel amoratada, ni perder un diente, en una triste rabieta policial en una estación de metro. En el vagón la gente parece colgar abatida de las manillas, en los asientos dormitan, las bolsas notorias bajos sus ojos que a su vez han perdido el brillo. Se huele la incertidumbre. Los helicópteros y la guerra inexistente poblaron sus sueños, pesadillas e insomnios.   
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En mi mochila cuidé de traer ropa de calle (prestar ropa en la calle ha sido la tónica). Pantalones grises, zapatillas negras, y para cambio una polera de mangas largas gris también. Utilizar la mímesis de la urbe, el gris del pavimento, el gris de los muros. Estrategias pedestres que quizás en algo ayuden. Llego a mi trabajo, en la librería Universitaria de la Casa Central de la Universidad de Chile. Mis compañeros se muestran acongojados. La jefa nos reúne a todos en la librería misma. Y da inicio a una especie de catastro emocional. Tengo compañeros de derecha, no muchos, pero que escucharon con mucha cautela todo. Cuando viene mi turno y al aludir a la pésima idea del presidente de haber sacado a los milicos a la calle, uno de ellos me dice que está bien, que alguien tiene que detener a los delincuentes. Me salgo de mis cabales. Le digo que su opinión es absurda. El resto calma los ánimos. Sí, me sulfuro y no es la forma de contestar, pero algo me hierve en las entrañas, y no sólo por el panorama anormal ante nosotros (hermoso para mí, toda revuelta es hermosa y terrible) sino porque dichas medidas habían afectado directamente a mi familia, desde el día uno. Pero para qué ser tan jactancioso con tus malas noticias.

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A mi hermano lo habían lumeado y agredido cuatro días atrás, antes de declararse el estado de excepción, el viernes en la noche, en Villa Alemana, unos pacos de civil, ¿por qué? Porque fue a socorrer a un baleado. En la comisaría a mi familia no tenían idea qué decirles, unos que estaba saqueando, otros que había acuchillado a un carabinero, otro que estaba destruyendo la calle. Pasó la noche de pie, moreteado y con la incertidumbre propia de la guerra. A su novia la zamarrearon y no hicieron mucho más pues a uno de los uniformados lo conocía. Se supo luego que a muchas mujeres las manosearon y agredieron sexualmente en este tipo de procedimientos. La cosa está a un nivel miserable. Mentirosos, usureros, violentos, descerebrados. Y mientras mi hermano constataba lesiones para hacer la debida denuncia a la mañana siguiente, el ministro del Interior, el sátrapa de Chadwick, mentía de cara al país, negando a los infiltrados.

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La reunión culmina con cierta tensión. Se oyen masas proliferar consignas en el patio interior de la Universidad. Están en reunión triestamental, planeando qué hacer. Habla la presidenta de la Confederación con una voz grave y profunda. Los aplausos son ensordecedores. La jefa dice que ya no más, que nos vayamos a nuestras casas. Espero hasta el final y me cambio en el baño mi uniforme por el atuendo mimético gris. Y salgo a la calle. Lo primero que veo es un camión de militares. Voy a la botillería de la vuelta y compro algo para comer y cerveza. Quedamos un grupo de juntarnos en el parque Forestal. Enfilo por Alameda. Me topo con la marcha de los funcionarios de la Salud. Van hacia la Moneda. Muchas pancartas aludiendo a gente que murió esperando un tratamiento, o que perdió miembros por negligencias administrativas y los altos costos de los medicamentos. Veo una sucursal de Enel completamente saqueada. ¿Pero qué van a ir a saquear a ese lugar donde la gente va a pagar la luz y cuyos valores se mantienen muy lejos de ahí? El tema de los saqueos es extrañísimo. Los militares y la policía procuran evadirlos. Pero no sólo eso, en ese “dejar hacer” hay una voluntad oscura e irracional que es fácil de adjudicar a los mal bautizados “lumpen”. Qué se van a ir a robar a un hotel, por ejemplo. O a un banco, cuando los cajeros automáticos quedan con su caja interior intacta. Las estrategias del montaje en estos tiempos son escenificaciones débiles y muy fáciles de evidenciar. Su veracidad está por verse.  

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Bordeo el Santa Lucía. Bajo el sol los soldados se ven como cosplays ridículos del Call of Duty. El MAC está grafiteado entero. Mejor readymade no podía haber. Me echo bajo un arbolito y abro una lata. Todo luce normal y en paz. De pronto una tanqueta con milicos montados en su techo acelera por la calle hacia el poniente. De improviso toda la gente que aparentaba cierta normalidad se pone a blasfemar y a gritarles: “milicos culiaos”, “váyanse a sus cuarteles”, “asesinos”. Dan ganas de abrazarlos a todos. En la represión está el descontrol. Yo, de hecho, bebiendo mi cerveza tranquilo estoy ya infringiendo la ley. La desconfianza y la represión generan Monstruos. Llega la muchachada. Leemos poemas con un altavoz. Hay gente de a pie que se acerca. Un borracho con un pan con mortadela en una mano y una lata arrugada en la otra nos cuenta su versión de los hechos. Termina con un “este es mi país”, pegándose en el pecho, aludiendo a la cantidad de inmigrantes que han llegado a Santiago a “quitarle la pega”. Alguno de nosotros le dice que el país es de otra gente, la misma que lo tiene todo cagado. Pero se aleja sin escuchar, arengando a solas y levantando su lata con cerveza tibia. Es triste el espectáculo de alguna gente pobre, que también sufre de cierta desconexión con lo atingente y se amarra a frases hechas y leitmotivs. Gente solitaria, que necesita de sociedad. La televisión nacional y el lavado de imagen que llevan a cabo día a día es en gran medida la responsable. Te saquean el cerebro de ideas propias y la llenan de morbo. En cuanto a lo ocurrido, su proceder no ha distado mucho de lo que hacían en Dictadura. Le faltó pasarse de tuerca sólo un poco más para bautizar con algún nombre pomposo y alharaco al movimiento, pero aún así les quedó un resto para poner el mismo conteo digital en reversa del año nuevo para anunciar el toque de queda. Por contraste se nota su infinita perversión. Lo que no previeron fue que esta vez todo Santiago era un set de televisión y todos los manifestantes, periodistas. El abuso era imposible de blanquear, su servicio comunitario pasó a ser prescindible.

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Me encuentro con Ana y enfilamos a Plaza Italia. No sé cuántas veces ya he escuchado fragmentos de La Ciudad de Gonzalo Millán, el hit del momento. De los balcones de algunos departamentos se avistan parlantes con canciones de Quilapayún o Inti Illimani a todo volumen. Los nostálgicos de siempre abajo se congregan a corear. Nos sumergimos en la masa. Preparamos las pañoletas preocupándonos de humedecer con agua y bicarbonato la zona de la boca y nariz. Nos desplazamos entre la gente, muchos en bicicleta. Comerciantes venden agua y cerveza. Otros ofrecen limón. El olor a lacrimógena es vasto. Nos posicionamos en el frontis del GAM. Es imposible avanzar, la repre hace lo suyo en la desembocadura a Plaza Italia. Veo a padres cargando a sus hijos a horcajadas sobre sus hombros. Niños con banderines y pailas, bailando y saltando. Lo único que no cuadra en ese paisaje es el carro lanza agua y el humo de las lacrimógenas al fondo. El clásico ritmo del cacerolazo ahora lo percuten a palma abierta en las planchas de cholguán que resguardan la extensión del centro cultural cuya construcción fue congelada en el presente gobierno por tratarse de cultura, su última prioridad. El ambiente es celebratorio, hay trompetistas, caras pintadas, los drones nos sobrevuelan. Todo hasta que el carro avanza amenazante y se produce la estampida. La gente corre desbocada, los padres con sus hijos, los ciclistas, las señoras, incluso un inválido en silla de ruedas. Algunos advierten que ya está, que no corran más. Este ir y venir como del mar que no se detiene ocurre al menos unas cinco veces más. Un tipo con corte militar nos advierte que no corramos hacia la plazuela con el monumento a Carabineros. Señala un lugar en altura. Me asusto y cojo a Ana de la mano y la llevo al otro lado de la calle. Me imagino un infiltrado avisando de una balacera. No sé. Ya nada me sorprendería. Decidimos caminar por el Forestal y bordear plaza Italia por el costado junto al río. Es imposible avanzar. Son ya más de las seis de la tarde. La gente llora y se refriega con su manga los ojos. Es peor. El químico de las lacrimógenas penetra el tejido. Cruzamos el puente Pío Nono.  

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Del otro lado nos topamos con un homeless en estado de shock. Tenía un postonazo en la sien y la ropa estilando. Un par de enfermeros de la marcha lo asisten. Grita: “no, los milicos no, los milicos no.” Hacemos dedo en Av Santa María. Nos lleva un camión de carga ligera. Nos bajamos frente al Costanera Center. Está rodeado de chanchas de pacos como si se tratara del castillo del emperador. Los ecos de las cacerolas aún se escuchan. El toque de queda comienza en media hora. Los muertos son más. Los heridos son más. Los desaparecidos.