miércoles, 30 de mayo de 2018

EL BAÑO/ 1 poema de gary snyder











EL BAÑO/ gary snyder



lavo a kai[1] en el sauna,

un fanal de parafina sobre una caja
tras la mampara del baño
ilumina el borde de una estufa de hierro
y la palangana sobre el cerámico

vapor y gotas de agua
acicalan el dintel de roca

kai está de pie en agua tibia,
lleva jabón en todo lo suave de sus muslos y el vientre
«¡gary, no jabonees mi pelo!»
―su miedo al picor en los ojos―

la mano jabonosa que palpa
globos y curvas del cuerpo
abajo hasta su entrepierna

hace cosquillas en el escroto, en su pequeño ano,
y su pene se enhiesta
cuando recojo el prepucio para lavarlo

ríe y salta, me abraza,
me acuclillo, desnudo también
¿será este nuestro cuerpo?

suda y jadea la piedra caliente al vapor de la caldera
baldes de madera salpican agua a las tablas de cedro
el fanal de parafina titila al viento de los pinares
sierra bosque cimeras noche―

al abrir la puerta, masa[2] deja que penetre el aire fresco
con su aliento dulce y profundo
coge a kai y lo inclina con cuidado sobre su rodilla
cae su cabello largo que le cubre hombro, pechos y barriga

lava rauda y prolija el cabello de kai
quien se molesta y gimotea―

el cuerpo de mi mujer, el valle sinuoso de su columna
el espacio entre sus muslos al que me aproximo
y el arco curvado de su vulva que cubro y sostengo por detrás
una cosquilla jabonosa          la mano que sostiene el grial

las puertas del éxtasis
que se abren hacia espejos
que giran en un mundo de úteros en úteros, en anillos,
donde comienza la música,
¿es éste nuestro cuerpo?

el lugar escondido de la semilla
las venas enredadas a las costillas
trepan hasta donde se junta leche
para desembocar en un pezón
―se acopla a nuestra boca―

la leche que absorbe nuestro cuerpo
nos atraviesa de chispas de luz;
el hijo, el padre, comparten el placer de la madre

eso suaviza la flor del asombroso
loto abierto como una compuerta
que cojo y beso

kai se ríe en el pecho de su madre
del que es destetado ahora que nos lavamos el uno al otro,
éste nuestro cuerpo

el saco del escroto de kai posado en su ingle
la semilla escondida aún, que migró de nosotros a él
en ondas similares a las que jugara recién
con el pecho de mara, su nodriza
o yo en ella
o él que emerge
éste es nuestro cuerpo:

limpios y enjuagados y aún sudados
nos tendemos en el escaño de secoya roja[3]

nuestros corazones palpitan suaves
al fuego lento de la estufa de hierro
el aroma del cedro

y luego nos volteamos, nos reímos de lo tocado que vamos,
hablamos sobre la leña y que gen[4] despertará pronto,
de cómo traerlo para bañarlo también

estos pequeños que aman a su madre
que ama al hombre, que pasa a sus hijos
a otras mujeres

una nube en el cielo. los pinares cimbreantes
el gorgoteo del agua en la pradera cenagosa
éste es nuestro cuerpo

un fuego dentro, el agua hierve en la estufa
suspiramos y nos movemos del escaño
envolvemos los bebés en toallas y salimos

noche negra y todas las estrellas

vertemos agua fría en espalda y muslos
entramos en la casa,
de pie junto al fuego emanamos vapor
kai se acurruca en la badana
gen se mantiene erguido y llora

«¡bao, bao ,bao, bao, bao!»

este es nuestro cuerpo.
nuestra silueta en posición de loto la dibuja el fuego
bebemos agua fría
los abrazamos, besamos sus barrigas

reímos sobre la tierra monumental
recién salidos del baño











(versión de seba 10)



[1] hijo mayor de snyder
[2] pareja de gary snyder
[3] o secoya californiana
[4] hijo menor de snyder

martes, 15 de mayo de 2018

HIGOS/ 1 poema de d.h.lawrence











la forma correcta de comerse un higo, en sociedad,
es dividirlo en cuatro, sosteniéndolo por la base,
y abrirlo, de modo que sea una flor de cuatro pétalos
pesados; brillante, rosada, húmeda, encerada flor.

entonces tiras la piel
que es como un cáliz de cuatro vértices,
luego de haberle sorbido la pulpa con los labios.

pero de hacerlo de forma vulgar
basta acercar tu boca a la grieta y arrancar la carne de un mordisco.

toda fruta tiene su secreto.

y el higo, a su modo, guarda el suyo.
si lo ves germinar, sientes al instante su simbolismo:
aparenta ser macho,
pero si lo examinas mejor, concuerdas con los romanos, es hembra.

los italianos vulgarmente dicen que es el sexo femenino;
el fruto del higo: la fisura, la vulva,
la uretra húmeda que va hacia el centro.

envuelto,
enrollado,
la floración hacia el centro del útero fibroso;
y sólo un orificio

el higo, la herradura, la flor de calabaza.
símbolos

había una flor que crecía hacia adentro, vientre uterino;
ahora hay una fruta como un útero maduro.

siempre fue un secreto.
así es como debería ser, lo femenino está oculto.

nunca hubo nada en lo alto ni desplegado en una rama
como otras flores con su revelación de pétalos;
duraznos rosáceos y platinados,
verdes vasos venecianos de nísperos y serbas,
llanas copas de vino en tallos cortos y abultados
saludan abiertamente al cielo:
¡aquí está la espina en flor! ¡aquí está su enunciado!
la rosácea valiente y aventurera.

plegada sobre sí misma, su secreto indecible,
la savia lechosa, savia que cuaja y hace ricotta,
savia que huele extraña en tus dedos, que ni los chivos saborearían;
envuelta sobre sí misma, cautiva como una mujer mahometana.
su desnudez entre paredes, su floración para siempre invisible.
sólo una pequeña abertura de entrada, y ésta sin luz tras el velo;
higo, fruto del misterio femenino, cubierto e interno,
fruta mediterránea con su desnudez escondida,
donde todo ocurre fuera de los dominios del ojo,
floración y fertilización, y fructificación.

en la intimidad de ti mismo, ese ojo nunca verá
hasta que estés lo suficientemente maduro, y caigas
y te revientes para derramar tu fantasma.

hasta que chorree la gota de madurez,
y el año termine.

el higo guardó su secreto lo suficiente,
es cuando explota, y ves a través de su fisura el escarlata.
el higo está listo, el año terminó.

así es como el higo muere,
muestra su carmesí a través de la grieta púrpura
como una herida, expone a la luz su secreto
como una prostituta, el higo maduro devela su tabú.

así también es como las mujeres mueren.

el año cayó de lo maduro.
el año de las mujeres.
el año de las mujeres cayó de lo maduro.
el secreto se desnudó
y se viene la putrefacción.
de lo maduro cayó el año de las mujeres.

cuando eva tuvo conciencia de estar desnuda
tejió de una vez un taparrabos de hojas de la higuera,
e hizo lo mismo para el hombre.
había estado desnuda todos los días pasados.
y no fue hasta la irrupción del fruto
del manzano de las ideas puras,
que tuvo recién conciencia de su desnudez.

entendió el hecho y rápidamente tejió hojas de higuera,
desde entonces las mujeres se dedican al tejido.
aunque ahora tejan para adornar los higos reventados, y no para cubrirlos.
tienen más que nunca conciencia de su desnudez,
y no nos dejarán olvidarla.

ahora, el secreto
se ablandan los labios húmedos y rojos, la risa
esa mueca frente al señor que mira con indignación

entonces ¡buen señor! llora a las mujeres.
hemos guardado nuestro secreto lo suficiente.
somos un higo maduro.
vamos a estallar en afirmación.

se olvidan que los higos maduros no duran
los higos maduros no aguardan

higos blancos como la miel del norte, higos negros de interior escarlata, del sur.
los higos maduros no duran, no aguantan ningún clima.
entonces, ¿qué pasa cuando las mujeres de todo el mundo se han reventado, se han abierto?
¿los higos maduros durarán?






(versión mía)

lunes, 14 de mayo de 2018

NÍSPEROS Y SERBAS/ 1 poema de d.h. lawrence










te amo, podrida,
deliciosa podredumbre.

me encanta succionarte de tus pieles
tan parda y suave y blanda,
tan morbosa, al decir de los italianos.

qué raro, poderoso, nostálgico sabor
expulsa tu caída en las etapas de la putrefacción:
secuencia dentro de otra secuencia.

con gusto a vino moscatel de syracusa
o al vulgar marsala.

aunque la palabra marsala suene pomposa
en el sigiloso oeste

¿qué es?
¿qué es, en la uva que se vuelve pasa,
en el níspero, en la serba,
en el pellejo pardo y mórbido,
en los excrementos del otoño,
lo que nos evoca a los dioses blancos?

dioses desnudos como nueces blancas.
con la extraña y media siniestra fragancia de la carne
como si sudaran,
empapadas de misterio.

serbas, nísperos de coronas muertas.

digo, maravillosas son las experiencias infernales
órficas, delicadas
dionisos del inframundo.

un beso y el espasmo intenso del adiós,
el orgasmo de la ruptura,
luego el húmedo camino a solas, hasta la próxima curva.
y allí, otra compañía, otra despedida, otra desunión,
otro lamento más aislado,
otro envenenamiento por soledad, entre las hojas caídas y escarchadas.

bajo por las extraños senderos del infierno, cada vez más solo,
las fibras del corazón se separan una tras otra
y así y todo, el alma sigue, a pies descalzos, cada vez más encarnada, más real
como una llama refulgente que empalidece
en una oscuridad que se hace más honda
cada vez más exquisita, más destilada

entonces, el alma destilada del infierno
en los exóticos alambiques de nísperos y serbas.
el hedor exquisito de la despedida.
         jamque vale!
orfeo y los senderos sinuosos y callados del infierno, cubiertos de hojas.

cada alma parte de su propio aislamiento,
la más rara de todas las raras compañías
y la mejor

nísperos, serbas
más que dulces
flujos del otoño
succionadas sus vejigas vacías
y sorbidas, quizás, con un trago de marsala
la uva cae y divaga por el cielo
acopla su música a la tuya,
adiós órfico, y adiós, y adiós
y el ego sum de dionisos
el sono io de la embriaguez perfecta
intoxicado en la última soledad.








(versión mía)

sábado, 12 de mayo de 2018

GRANADA/ 1 poema de d.h. lawrence






tú me dices que estoy equivocado
¿quién eres? ¿quién es alguien para decirme que estoy equivocado?
no estoy equivocado.

en siracusa, la roca se mostró por la crueldad de las griegas,
sin duda olvidaste los árboles de granada en flor,
¡oh, tan rojos, y tantos!

mientras que en la apática venecia,
ciudad verde y resbaladiza
cuyos perros son viejos y tienen los ojos antiguos,
en el denso follaje del jardín interior,
granadas como piedra verde brillante
y mordaces, con púas y una corona.
oh, corona astillosa de metal verde 
¡creciendo aún!

ahora en toscana,
granadas para calentar tus manos en ellas;
y coronas, exquisitas, generosas e inclinadas
sobre la ceja izquierda

y, si te atreves, ¡la fisura!

¿quieres decirme que no verás ninguna fisura?
¿prefieres mirar el lado plano?
por todo eso, el sol poniente está abierto.
el final se topa con el principio:
rosy, tierna, brilla dentro de la fisura.

¿quieres decirme que no debería haber fisura?
¿ni brillantes, compactas gotas de amanecer?
¿quieres decir que está mal, la piel filmada en oro, la cáscara que se muestra rota?

por mi parte, prefiero que mi corazón se rompa.
es hermoso, 
un amanecer caleidoscópico 
visto desde la grieta.



(versión mía)

sábado, 5 de mayo de 2018

HARUMI WATANABE HACE DORMIR A SU HIJO JOSÉ/ 1 artículo sobre josé watanabe



Todas las noches, José Watanabe se iba a dormir con la misma pintura colgada sobre la cabecera de su cama: un paisaje de montañas que su padre, Harumi Watanabe, había pintado años atrás y que él conservaba con afecto.

Harumi era un hombre que el poeta idealizó toda la vida. Era un fantasma que vino de lejos, uno de los tantos japoneses que llegaron al Perú en las oleadas migrantes de entre 1899 y 1923. Él lo hizo en 1919, se supone que a Lima, aunque luego se trasladó al norte (un movimiento común en la época). Se casó con la peruana Paula Varas, se asentaron en la pequeña Laredo, distrito de Trujillo, y pese a la pobreza tuvieron 13 hijos (dos murieron cuando apenas tenían meses de nacidos). Dormían apiñados en unas pocas camas y se turnaban los zapatos, según solía contar José; hasta que en un giro que parece sacado de la más inverosímil ficción, ganaron el premio mayor de la lotería. A partir de allí sus condiciones de vida mejoraron parcialmente.

Todo esto, a rasgos generales, es lo que se sabe de la formación de la familia Watanabe Varas. Aun así, la figura de Harumi siguió siendo misteriosa: hablaba japonés, dominaba el francés y aprendía rápido el español, pero callaba en los tres idiomas. Un mutismo que compensaba con su afición por la pintura, trazando paisajes del Japón de sus recuerdos, de un pasado sobre el que nunca hablaba. Esa sensibilidad artística solo era compartida con José, su hijo predilecto, el único con el que podía entregarse al ocio mirando las nubes o escuchando el río. “Hay mucho de leyenda en las historias sobre mi abuelo –dice la ilustradora Issa Watanabe, hija del poeta–. Y siempre había que dudar sobre todo lo que nos contaba mi papá”. José llega incluso a atribuirle un haiku apócrifo a su padre en su poemario “El huso de la palabra”: “Entre la niebla / toco el esfumado bote. / Luego me embarco”. Pero la escasa información que se tiene de Harumi tiene mucho de invención, como si se tratara de una mitología construida con paciencia y complicidad entre padre e hijo.

Harumi murió en 1960, cuando José tenía solo 15 años, por lo que este último quiso en varias ocasiones rastrear su pasado familiar: se interesó tanto en la historia de la migración nipona al Perú, que en 1999 editó un libro sobre el tema: “La memoria del ojo”. Para ese proceso visitó constantemente los registros de la Asociación Peruano-Japonesa, sumergiéndose en fotografías, relatos y vidas ajenas. Sobre el origen de Harumi, sin embargo, no tuvo éxito.
Hasta su muerte en el 2007, el poeta nunca llegó a conocer todo lo que habría querido sobre su padre.



Los hallazgos, sin embargo, llegan en formas inesperadas. El año pasado, durante una visita al Japón, la artista visual Maya Watanabe –otra de las hijas de José– fue contactada por unos reporteros de la cadena de televisión pública NHK, la más importante del país. Tal vez atraídos por la curiosa hibridación peruano-japonesa del poeta, se ofrecieron a ayudarla en la búsqueda de sus antepasados, con la condición de que todo sería editado y transmitido a través de la señal abierta. La propuesta, además de insólita, parecía justa. Y tampoco había mucho que perder.

El resultado es una joya de la excentricidad: un informe televisivo con musicalización melodramática, letras estridentes y un conductor que luce como sacado de un sketch cómico. Aunque poco tenga que ver con la estética diáfana y sosegada de la cultura japonesa, y más bien se acerque a la extravagancia de un 'reality', el programa sigue ciertamente un patrón bastante reconocible de la TV local. Al margen de esos coqueteos con el ‘kitsch’, su investigación fue tan exhaustiva como sorprendente. “Viajar con el equipo de la NHK abrió muchas puertas y me permitió acceder a documentos que habría sido muy complicado conseguir de otra forma”, explica Maya.

La búsqueda se sustentó, sobre todo, en los registros familiares oficiales que rigen en Japón y que se denominan koseki. Se trata del documento de su tipo más antiguo del mundo, utilizado desde hace más de 1.000 años, en el que se vuelcan todos los acontecimientos que marcan la vida del japonés promedio: nacimientos, matrimonios, divorcios, incidentes policiales, defunciones, entre otros. Un padrón minucioso que representa bien a una sociedad obsesionada con el orden.

Lo cierto es que el instrumento los llevó a un primer descubrimiento: que el verdadero apellido de Harumi era Hasegawa, pues recién recibió el de Watanabe cuando tenía 20 años, al ser adoptado por su nueva familia. Y es que en Japón era muy popular (hasta no hace demasiados años) que las familias heredaran sus bienes solo a su primogénito varón, de modo que los demás hijos podían ser acogidos por otras familias que, por ejemplo, solo tenían hijas mujeres. Un esquema paternalista, pero sumamente enraizado y respetado.

Fue así como, por la fuerza de la tradición, su biografía dio un vuelco total: pasó de llamarse Harumi Hasegawa a ser Harumi Watanabe en 1916, y se mudó de su natal Iwakuni a Takahashi para convivir con su nueva familia. No era un desplazamiento extraño por entonces, pero quizá sacudido por un impulso rebelde, Harumi no aguantó ni tres años con esa nueva vida y a los 23 decidió cruzar el Pacífico. El drástico cambio de entorno familiar –probablemente impuesto y seguramente doloroso– lo motivó a zarpar hacia el Perú, un destino igual de distinto e incierto, pero que al menos respondía a su voluntad.

Lo más sorprendente no queda allí. Los efectos sonoros de suspenso en el reportaje de la NHK y la gesticulación exagerada de su conductor en realidad se justifican con cada descubrimiento realizado. Al escalar en el árbol genealógico de los Hasegawa, se reveló que no fueron una familia cualquiera, sino una compuesta por samuráis, que además sirvieron a los Kikkawa, un poderoso clan asentado en Iwakuni, su localidad de origen. Al pertenecer a las clases superiores, también se encargaban de cuestiones relacionadas a la política y el manejo de gobierno de su ciudad.

A esa estirpe guerrera y de élite se suma otro detalle que explicaría el talento especial para las artes de un migrante como Harumi Watanabe –o Harumi Hasegawa, para ser precisos–: tanto su padre, Tomonozuke Hasegawa, como su abuelo, Juzan Hasegawa, fueron también poetas muy reconocidos en su época, instruidos en la literatura y la cultura japonesas, y encargados de darle clases a la familia Kikkawa. Es decir, poseedores de la misma inclinación por los versos que, sin saberlo, cultivaría 150 años después y a 16.000 kilómetros de distancia su nieto y bisnieto José Watanabe: el vate nikkei, el guardián del hielo.



Por la importancia y el prestigio de los poetas Hasegawa, en el Museo de Iwakuni se atesoran unos kakemonos, rollos de papel con poemas a mano –la bellísima caligrafía es un arte aparte en Japón–, escritos por los propios Tomonozuke y Juzan. Del primero se guardan unos versos escritos en chino antiguo (una muestra de erudición en la época), mientras de Juzan se encontraron algunos poemas cortos como este:

Como nacido de una fragante semilla,  
un cerezo silvestre florece  
del nombre de un hombre valiente.

También en excelente estado de conservación se encontró un texto de valor especial, uno que Juzan debe de haber escrito muy cerca de su fallecimiento, pues existe una vieja tradición japonesa que manda a los samuráis preparar unos versos para enfrentar la muerte. Dice así:

Confía en que el mundo después de la muerte será un lugar agradable  
como a la sombra de una montaña llena de flores y hojas coloreadas.

El trazo fino de la tinta, perennizado sobre un papel de asombrosa resistencia aunque parezca a punto de deshacerse, guarda una sensación demasiado antigua y poderosa. Provoca creer que fueron escritos con la certeza de la posteridad, confiando en la poesía como una misteriosa herencia que se traspasa por el espíritu o la sangre.

La señal regional de NHK Okayama transmitió a fines del año pasado este reportaje sobre la hija de un poeta peruano-japonés en busca de sus orígenes. Son 30 minutos que allá pueden haber pasado desapercibidos o tomados como anecdóticos, o en el mejor de los casos generado interés en algún televidente y otorgado un nuevo lector a nuestro poeta. Quién sabe.

Por este lado del mundo, en cambio, la revelación tiene mayor relevancia histórica y es especialmente conmovedora. “Mi padre vino desde tan lejos / cruzó los mares, / caminó / y se inventó caminos”, escribió Watanabe Varas en “Álbum de familia”, su primer poemario. No quedan dudas de que, de haber llegado a conocer esos vaivenes de su pasado, habría sido muy feliz.

Se habría ido a dormir, como todas las noches, con el mismo cuadro encima, pero sintiendo que ya conocía ese paisaje de montañas.





*Aparecido en el periódico peruano "El Comercio" el 20 de diciembre de 2017. Escrito por Juan Carlos Fangacio.