viernes, 19 de mayo de 2023

REDUCCIÓN DE ULISES

 





para Marcelo Cohen

que lo leyó antes de partir





 

Da la impresión que hay que pedir permiso antes de hablar del Ulises (1922). El mismo Borges se excusa en un ensayo alusivo: “Confieso no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran”. Por momentos parece el monolito de cierto filisteísmo de avanzada[1]. Otros, una especie de magia negra para los lectores. Uno se encorva al abrir sus páginas, preparándose para entrar con pala y chuzo. La mera idea da pereza y muchos desisten apenas leen guías de lectura o ven tutoriales en youtube. Aquí haré una serie de preguntas. ¿Cómo ahuyentar esa argamasa y leer el Ulises con alegría? ¿Leerlo desde distintos ángulos como se aprecia una escultura? ¿En desorden, cada capítulo a modo de poema o noticia? ¿Totalmente distraído? ¿Caminando por la calle? ¿Cayéndose del sueño? ¿Con la luz apagada?

 

De adolescente siempre me ha interesado el Ulises y la obra de Joyce, en general, porque no la entiendo. Cuando mi hija nació, me propuse leerlo en serio. No sé qué urgencia representaba su nacimiento y leer el Ulises, pero creo que comparten cierto estatus vital (tener un hijo, leer el Ulises…) Para ello, creí sortear la búsqueda de las tantas referencias encriptadas en la obra leyendo antes el James Joyce (1982) de Richard Ellmann, la biografía definitiva. Lo leí con destacadores. 

Hay una anécdota de un par de líneas que aún no olvido. Joyce padre solía jactarse frente a los amigos de su hijo de contar mejor los chistes que él. Les comentaba con sorna que el joven James carecía de gracia para narrarlos. Paradójico si consideramos que ese niño se convertiría luego en uno de los más importantes novelistas del siglo. El padre que humilla al hijo, que le hace bullying por sus incapacidades narrativas, parece una escena demasiado infame a la luz del monolito hiper canonizado que es hoy en día el escritor irlandés.





 

Cuando terminé la biografía de casi mil páginas, convertida en un acordeón de posits de colores, no me quedaban ya energías para continuar con la obra. Acabado Dublineses, leí despistadamente el Retrato del artista adolescente y finalmente el Ulises como los subtítulos de una película y yo  apunto de caer del sueño. Al tercer capítulo me pareció ver un fantasma. Luego, sólo leí por saltos. Aunque siempre vuelva al monólogo de Molly Bloom, de mi aventura joyceana lo que jamás me abandonó fue esa anécdota del libro de Ellmann que aún recuerdo vivamente. Creo que encierra algo crucial para entender la literatura de Joyce. De su relación retorcida con el lenguaje. Del vaciamiento comunicativo de la palabra. De su desintegración final. Seguiré haciendo preguntas. ¿Cómo esta subversión acabó por constituirse en canon? ¿Cómo hizo arte a partir de su ‘defecto’? ¿Es un fracaso o un triunfo?

 

La influencia de Joyce, según un crítico estadunidense, es comparable a la de Shakespeare y Dante. Sólo para darle más perspectiva a su fama e influencia: su apellido se ha adjetivado. Tal como lo ‘kafkiano’ alude al sin sentido existencial de la obra del escritor checo, el epíteto ‘joyceano’ viene a señalar aquel sin sentido que recubre uno mucho más profundo. No todo texto ilegible es ‘joyceano’. Por lo mismo, hay que estar alerta a la clonación de Joyce por parte del mercado, ya que confunde. Más de alguna faja de promoción (que parecen caracterizarse por el cringe) sostienen, por ejemplo, que Andrei Biely es el Joyce ruso; Carlo Emilio Gadda, el Joyce italiano; João Guimarães, el Joyce brasilero; Leopoldo Marechal, el Joyce argentino; Juan Emar, el Joyce chileno y así. (Me encantaría leer, a todo esto, al Joyce nigeriano o puertorriqueño).

 

¿Qué hay de joyceano en estos autores? Pero antes y sólo por sumar preguntas: ¿quiénes son los precursores de Joyce? Lo ‘joyceano’ ya se avizora en autores como su compatriota Laurence Sterne y el francés Denis Diderot, en el sentido de utilizar la potencia narrativa de una anécdota o algún hecho de tiempo banal o doméstico. La gestación de Tristram Shandy o la cabalgata de Jacques y su amo comparten el uso de circunstancias ‘no-literarias’ como excusa para ejecutar la prosa, el verdadero arte. Aunque pensándolo bien, incluso antes que todos Cervantes ya lo había hecho en el Quijote, pero fue Gustave Flaubert quien buscó con mayor propósito hacer del estilo la batería de la novela, confinando a un cuarto plano la ‘narrativa’.

 

Joyce no solo ejecutó este reto sino que además lo llevó a cabo de modo cromático: el uso de diversos estilos le proporciona al Ulises ese estatus de catálogo. Si entendemos el estilo como una particularidad, entonces ¿estos estilos serían parodias? ¿Es el estilo de Joyce la capacidad de manejo de varios estilos? ¿Es la parodia una mera copia? ¿De qué modo se conduce este álbum de parodias? En el Ulises, Joyce utilizó la Odisea de Homero como soporte estructural épico para presentar el encuentro banal de dos desconocidos. Encuentro que se prepara a lo largo de 16 horas en ‘tiempo real’. Su logro es elaborar una odisea cerebral que teatraliza lo inconsciente. Esto quiere decir que no se narra desde la vida física, sino desde la (in)consciencia de sus personajes. La aventura ocurre allí. Por lo tanto, la estructura de la novela se dedica casi exclusivamente a soportar digresiones, o sea, el comportamiento errático y asintáxtico de la mente diurna.

 

Estas digresiones cobran en cada capítulo una consistencia particular. Esta consistencia es la ‘parodia’ o modalidad de la prosa. Hay material indexado sobre esto, el esquema Linati[2] y otros recursos de sencillo acceso en la red. Estos señalan, básicamente, los pies forzados de cada uno de sus 18 capítulos y el estilo o parodia a utilizar. La parodia es un recurso explotado en la novelística desde Cervantes en adelante. “Imitación burlesca de una obra literaria o artística de cualquier clase, de los gestos, manera de hablar o actitudes de alguien, o de cualquier otra cosa”, define María Moliner. La parodia en Joyce, sin embargo, parece abarcar las texturas mismas de la lengua en su momento histórico. Intenta capturarla desde sus usos. Por ello no puede ser solo una voz. Su naturaleza es necesariamente coral. Este quiebre del Uno, constata su organismo fragmentario.

 








Nadie hasta Joyce parodió y viviseccionó el lenguaje hasta hacerlo trizas. Su prosa progresivamente se desfragmenta en un caleidoscopio que se vuelve más y más fino. Y, por lo mismo, incoherente. El trayecto que recorre como escritor de cuatro libros de narrativa señalan los tenores de dicha fragmentación. En un comienzo son los cuentos costumbristas de Dublineses (1914). Sin embargo, un rasgo particular que los atraviesa es la carencia de argumento, la trama es fantasmal. Más que cuentos parecen escenas que impiden entrever una trama mayor. Siempre en Joyce queda la sensación de algo inacabado. Es en estos cuentos que ensaya lo que denominó ‘epifanía’: la inmediatez de una revelación que no ocurre[3].  “Ulises” fue al principio un cuento que formaría parte de este conjunto. Se puede leer Dublineses como una novela por la que se ingresa a la ciudad desde distintos flancos, que serían cada cuento. Lo prefigura en tanto situar la ‘acción’ en su natal Dublín.

 

Luego, en Retrato del artista adolescente (1918) (que armó a partir de otra novela de juventud o bildungsroman inédita, llamada Stephen Hero, escrita entre 1904 y 1906) aparece por primera vez Stephen Dédalus, el alterego de adolescencia de Joyce, coprotagonista del Ulises. En su aspecto formal, ocurre una introspección progresiva del narrador. La voz parece ir ‘entrándose’ de a poco, de cierto modo anticipando el uso central del monólogo interior que predominará en el Ulises. Así mismo, la diversidad de tonos, desde el infantil del principio pasando por el tipo diálogo platónico en el medio, prefiguran su variedad. Hasta aquí, su literatura parece deambular los límites, sin transgredirlos aún.

 

El uso del monólogo interior es quizás la vanguardia más ‘normal’ de todos los quiebres formales del Ulises. Harry Levin en su monografía dice: «su aparición (del monólogo interior) fue recibida como un verdadero descubrimiento científico[4] y su creación se atribuyó a un simbolista francés medio olvidado, Eduardo Dujardin (n. 1861). (...) El innovador se sobrevivió para darnos una prolija definición del estilo que había inventado y que Joyce perfeccionó: “El monólogo interior es en el orden poético, ese lenguaje no oído y no pronunciado, por medio del cual un personaje expresa sus pensamientos más íntimos (los que están más cerca de la subconciencia) anteriores a toda organización lógica, es decir, en su estado original, por medio de frases directas reducidas a un mínimo sintáctico y de manera que den la impresión de reproducir los pensamientos conforme van llegando a la mente.”»

 

Las costuras del Ulises no son anunciadas. El lector debe entrenarse para detectar cuándo el tono cambia. Lo mismo ocurre con Faulkner, por ejemplo. Pues los estilos también son diversos no sólo en los capítulos, sino en un mismo párrafo. El autor no notifica el paso de una descripción del entorno a los pensamientos íntimos del personaje. Por este motivo se acerca más a la experiencia visual de quien ve películas, que a una experiencia propiamente lectora. Como Levin señala: “su relación con la novela normal es la del cine con el teatro”. Joyce da por hecho algunas convenciones cinematográficas, para ello utiliza una especie de elipsis del sentido. Se requiere otra modalidad de lectura para adentrarse en él.

 

Para transitar de la forma al contenido: si bien su uso plástico de la prosa es central, también lo es su condición de libro estigmatizado por la censura y el diagnóstico psiquiátrico. Fue considerado pornográfico por mencionar el acto de cagar y aludir a la menstruación y llevado a juicio, lo que entorpeció su difusión. Pero una de las lecturas más interesantes es la que hace Carl Jung, por entonces médico de cabecera de su hija Lucía, a quien diagnostica con esquizofrenia. Después de leer el Ulises, el psiquiatra escribe un breve ensayo sobre su experiencia. Sentencia que el lector ha sido pasado por alto y que se aburre “hasta arrancarle lágrimas, debido a su mezcla delirante de lo ‘psíquico-subjetivo’ con la realidad objetiva, sus (…) neologismos, sus citas fragmentarias, sus asociaciones motoras de sonidos y palabras (…), una atrofia del sentimiento, [es] fácil advertir la analogía con el estado mental de la esquizofrenia”[5].

 

De la mano de las mismas interpretaciones genealógicas, un crítico estadunidense deja de lado la Odisea como soporte épico. Su verdadera épica, sostiene, está en un problema netamente shakesperiano: la posibilidad, mediante el apadrinamiento del propio padre, de ser uno mismo su padre. Una manera elegante de matarlo: hacerlo desaparecer mediante una trama genealógica enrevesada por la cual uno mismo se engendra. El crítico estadunidense ve en esta doble aparición del alter ego (Dédalus y Leopold Bloom, el Joyce adulto) una manera de sintetizar al padre, de digerirlo. Bloom no ve en Dédalus a un hijo y éste tampoco a un padre en él. Se ve que pugna en Joyce el conflicto con el padre y la manera de no ejecutar ese conflicto, sino bordearlo hasta su disolución en abstracto.



 




Retomo la escena de la humillación de los chistes: el padre defiende una manera ortodoxa de contar (por lo tanto, una manera de leer) a la que Joyce no reacciona con una crítica dirigida, ni un producto literario que desencadene el conflicto personal con John Joyce. No se rebela. Más bien, el mandato es ‘narrar sin contar’. El chiste de Joyce no tiene remate y así lo sostiene hasta su última obra, en la que ya no se observa por ningún lado algún afán comunicativo. El caso del Finnegans Wake (1939) es paradigmático. Joyce entiende la literatura como aquella que se ocupa de lo banal (pues el periodismo se centra en lo excepcional), por ello, en su último libro la cotidianidad se muda a ese fragmento del día que el Ulises no cubre en sus 16 horas, es decir, las horas de sueño. Siendo tan ordinario el acto de dormir, urgía abordarlo cavando una profunda zanja con el surrealismo, pues Joyce lo detestaba, al igual que al psicoanálisis.

 

La lectura de época y contextual del Ulises, que hasta hace no tantos años (ya cumplió cien) fue tratada de pornógrafa (o de miseria pornográfica como acusó Bernard Shaw, al evidenciar la inmundicia moral e idiosincrática del dublinés) es extraña considerando que Joyce salió de Irlanda muy joven y volvió sólo poco antes de su muerte. Su vida la hizo en el exilio. En este sentido, el Ulises se construyó a partir de la memoria. Ellman en su biografía menciona las ocasiones en que consultó vía postal a amigos que aún se encontraban en la ciudad, sobre las longitudes de las bermas o cuántos árboles había entre un edificio y otro. Este alejamiento sin desviar su vista del origen[6] también señala algo de la anécdota de los chistes. La relación padre e hijo estuvo cruzada de rencillas, enfermiza por lo competitiva. Al fracasar el padre, la vida doméstica se torna arisca, fría. Todo está en otro lugar, todo es secreto; como si en palabras de W. B. Yeats después de conocer a Joyce en una desafortunada velada éste tuviera el cráneo cercado y nada pudiera penetrar en él.

 

Se citan en un restaurante. Yeats más que nada le molesta la excesiva (casi maniática) educación de Joyce. Una cordialidad mecánica, insistente, desmedida. Una amabilidad molesta, cuyo origen sugiero es su personalidad esquizoide. Joyce carece de empatía, por lo tanto sobreactúa su falta, por temor a parecer irrespetuoso. Su relación en el otro opera casi exclusivamente como espejo. Una relación traumática con el espejo. Cada personaje que se le acercaba encontraba en él algo de androide, de extraterrestre. Hugh Kenner en Los comediantes estoicos (1962) se refiere a este ensimismamiento en la cultura irlandesa vaticinado e inaugurado por Swift y el propio Sterne cuya estela luego perpetuaron Flann O ́Brien y el propio Beckett.

 

(…) sacan partido de la naturaleza antisocial de la literatura, del hecho de que el escritor no está hablando, no está bebiendo, ni tiene a su lado a nadie que lo aliente y no alienta a nadie, sino que existe lejos, encerrado en un cuarto poniendo palabra tras palabra….

 

 

Lacan dedica un seminario entero a la figura de Joyce como ejemplo sui generis del psicótico cuya esquizofrenia no se desata porque su escritura lo mantiene cuerdo. Señala en su seminario 23, titulado El Sínthome, que Joyce parecía tener el cuerpo separado de sus sentidos y conciencia. Para ejemplificarlo elige un fragmento del Retrato del artista adolescente donde relata las vejaciones que sufriera alguna vez en su paso por un colegio jesuita: “Heron (el antihéroe) y otros le dan una zumba de batazos a Stephen Heroe (sic), o Dédalus, el alter ego joven de Joyce. Al reflexionar en ello luego, Dédalus reacciona con una rara sensación de pasividad, de indiferencia consigo. Dice que la cosa le resbala, como si, en sus propias palabras, se desprendiera nada más que ‘la cáscara de una fruta madura.’ Todo tiene relación con una epidermis reciclable. No siente nada.” Llegado este punto, vale citar el fragmento que Borges escogió del Ulises para su Antología de la literatura fantástica (1940): “¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.” 

 

Hay entonces: suciedad, fragmentación, banalidad, desaparición. Aspectos propios del panorama post-moderno. La basura en contraposición a la ruina, la fragmentación como multiplicidad de pequeñeces, la banalidad del sujeto a caballo sobre el lomo del capitalismo, la desaparición como destino humano. La baja calidad, la producción en serie, lo inconsciente, la ausencia. Su obra narrativa total hace paralelismos con el espíritu del Ulises mismo. Dublineses es el amanecer y el Finnegans la noche. En Dublineses recorremos las modulaciones del niño, del adulto y finalmente, del hombre público. Es la infancia de su obra. Luego, el Retrato, cubre la adolescencia y el Ulises, la madurez. Finnegans Wake es la disolución del lenguaje ante la muerte. Se ve que su obra nos  recuerda a las matrioshkas o las cajitas chinas. Una dentro de otra, calzando como un guante.

 

José Kozer en su texto Cómo leer a Ezra Pound señala: “Leamos, saltándonos descaradamente lo que no entendemos: leer poesía no es entender sino acceder por la misteriosa vía del desconocimiento al conocimiento intuido de un texto.” Esta cita la robé de otro texto, Cómo no leer a Shakespeare de Martín Gambarotta, donde sentencia: “y escribir en verso es lo más cercano a ponerse a hablar solo. Se piensa en verso. Se delira en verso. Se venera en verso. Por las venas corren versos.” Leer el Ulises es como acercarse a un borracho en la calle a escuchar sus balbuceos y delirios. Porque eso es la literatura según Deleuze, ‘hacer a la lengua delirar’.

 

Titulé este texto “Reducción de Ulises” en tres sentidos. Un primer sentido es gastronómico. Se le dice ‘reducción’ a aquella cocción lenta que logra condensar el sabor. Quise hacer un panorama y entregar algunas herramientas para podar el boscaje del Ulises. Un segundo sentido: en Chile los policías utilizan una jerga particular, ‘reducir’ para ellos significa tomar preso al delincuente. Atrapar al criminal y esposarlo. La relación escandalosa de Joyce con su contexto es central para entender su valor. Los juicios por obscenidad que mencioné nos alumbran el contexto de producción del Ulises. Es importante esto (su calidad subversiva) pues de otro modo toda su potencia y lenguaje queda encorsetado por la lectura formateada de la academia.

 

Tercer sentido y aunado a lo anterior: la reducción de su tamaño, gesto tanto sacrílego como de alcance. Hay que reducir el tamaño de Joyce al del bolsillo del lector. Del retrato enmarcado en oro a la portabilidad de una foto carnet. Anthony Burgess en Re Joyce (1965) habla de este acercamiento mamífero a la obra de su compatriota irlandés y de paso sentencia los propósitos de su libro que tienen parentela con los del presente texto:

 

“Mi libro no pretende erudición, solo un deseo de ayudar al lector promedio que quiere conocer el trabajo de Joyce pero ha sido asustado por los profesores. La apariencia de dificultad es parte de la gran broma de Joyce; las profundidades siempre se expresan en términos de Dublín;  los héroes de Joyce son hombres humildes. Si alguna vez hubo un escritor para la gente, Joyce fue ese escritor.”

 

 




[1] https://elpais.com/cultura/2018/03/09/babelia/1520596545_999884.html

[2] https://kripkit.com/esquema-linati/

[3] Según el filósofo español Ernesto Castro, la epifanía joyceana se diferencia de la proustiana en su centro espacial y no temporal. La revelación en Joyce no se produce en la remembranza, sino en una ‘presencia’ en un sitio específico.

[4] Es interesante pensar este ‘descubrimiento’ como antesala a ese otro que hizo Freud unos años después: ‘lo inconsciente’.

[5] En otra carta dirigida a Patricia Hutchins, escritora inglesa, Jung concluye: “Joyce puede pensar y hablar de ese modo a voluntad y fue, además, capaz de estimular ese estado con sus fuerzas creativas, algo que, por otro lado, explica por qué él no cayó al otro lado de la divisoria. Pero su hija sí cayó porque no era un genio como su padre sino una simple víctima de su enfermedad.”

[6] “en la medida misma en que te alejan/ extienden la frontera de tu reino”, escribió Lihn.