miércoles, 25 de octubre de 2023

CRUZA MORTAL DE DOS PELÍCULAS | Sobre John Wick y Melancolía de Von Trier

 






Los personajes corren hacia la muerte con un raro entusiasmo. Incluso, está todo coreografiado. Una celebración de la muerte por otros medios. Nadie detiene en la disco su baile a pesar de que se estén dando machetazos a su alrededor. La sola imagen de Keanu Revees a tiros con un japonés ciego está sobrecargada de una profunda indiferencia por ella. Quienes la suelen burlar, sea deportista extremo, mercenario o traficante, hablan a la cámara como si no tuviesen interiores, como maniquís vaciados incluso de su plástico, una lisa y llana cáscara que puede articular una frase ingeniosa mientras agoniza. Las caricaturas animadas se enfrentan a la finitud con similar estilo. La mano que el malo atraviesa con un cuchillo parece fabricada con fondant. Son todas unas figuritas de acción olvidadas por algún niño en el arenero. Podrían morir veinte veces y la sangre seguiría siendo mermelada. A toda cabeza se le ha puesto precio previamente, la muerte es un baile. No existe nada más fuera de esta premisa: no morir y matar. Ún-dos-tres ún-dos-tres. Balazo en la jeta para finiquitarlo. Paf. Un lunático podría salir del cine inmediatamente después del minuto cientonoventa a disparar a mansalva creyendo que morir no es Morir, y que los cuerpos son de espuma. Una mampostería de pequeños epitafios despreciables. Es lo que ocurre con los videojuegos en primera persona como Call of Duty, parecen automatizar conductas asesinas. Exagero. ¿Puede que haya algo incluso educativo en la banalización de la muerte que supone John Wick? Una épica literal del yo contra todos. Keanu parece haber sido cancelado del planeta Tierra, y todos le desean la muerte. Lo interesante no es la adversidad, sino su estoicismo. Incluso cuando insulta, no logra las cuotas necesarias de agresividad para salirse del papel zen. Tener a la muerte sentada en el hombro izquierdo es una premisa clásica de cualquier camino marcial y del espíritu. Si bien John Wick exagera, hay algo preciosista en esta perpetua intimidad con la muerte, da aviso de algo elemental, de su inminencia. No son las circunstancias fantásticas las que la acrecientan: caer en la ducha y desnucarse, o ahogarse con el olor a gas son acontecimientos igual de plausibles. Hacia el final, un rezo elemental que a dos voces y en esas circunstancias suena naif: "los que se aferran a la muerte, viven/ los que se aferran a la vida, mueren". 


Se ve a Kirsten Dunst desconcentrada. Si bien es su boda, ya más de tres veces se ha ausentado del salón. Está haciendo dormir a un niño. Está llorando en un carro de golf. Está teniendo sexo con el novato de la empresa. El peso de la novela familiar contribuye así mismo a su depresión desatada. Su papá es un payaso inútil. Su madre, una resentida. Su hermana es Charlotte Gainsbourg. Su jefe, un déspota, porque el jefe siempre opera como uno más de la familia. El novio es el depósito de toda impotencia y a su modo, el papel más triste de la historia. La depresión, en cambio, tiene otro espesor. Si no lo contase de ese modo Von Trier, esa contradicción masoquista de Dunst le podría provocar malestar estomacal al espectador, sería ofrecerle la muerte dosificada con cuentagotas. La dilatación, eso es lo terrible de la depre, que jamás se corte el ligamento de ese chicle. 


En el cielo, en cambio, está la fantasía. 


Se ve a Kirsten Dunst asistida por su hermana, Charlotte Gainsbourg. Si bien está en calidad de invitada, se comporta de manera errática. Confunde el pastel de carne con cenizas y llora frente a su sobrino. Golpea con saña al caballo que monta. Una noche desnuda se broncea bajo el halo de Melancolía, un planeta que se esconde tras el Sol y cuyo impacto otros planetas han sorteado. Los científicos anuncian que esta vez sí se estrellará contra la Tierra, de otro modo no habría película. La ciencia ficción entra en manos de un planeta inventado que bien visto podría tratarse de una metáfora: la melancolía orbita al depresivo y amenaza con acabar con su vida. ¿Si ya todos van a morir, en qué calidad quedan los deseos de muerte de Kirsten Dunst? ¿O es acaso todo esto la sublimación del deseo del depresivo, o sea, que todos mueran con ella?


En ese sentido John Wick es estoico y Kirsten Dunst, narcisista. Hay algo profundamente sabio en las matanzas sangrientas del primero, y esto es que la muerte siempre está más cerca de lo que se prevé, y no es algo que se avecine poco a poco. Actuar como si se fuera a morir al minuto siguiente logra la altura perfecta del ser, su autenticidad. El instrumento de alambres con que Charlotte Gainsbourg mide la cercanía del planeta inventado es la depresión, su mecanismo especulativo. En ese sentido, y aunque sea un cliché, todo es cuestión de tiempo. No sólo la pérdida del mismo, sino evaluar cómo perderlo y de paso perder otro resto más. Aunque quizás también haya algo profundamente sabio en resignarte al impacto y encerrarte en tu tiendita de campaña.            





domingo, 25 de junio de 2023

CONTRADICCIÓN INTERNA DEL DIARIO

 





Henri-Frédéric Amiel, el precursor del género camina por las calles de Ginebra. Su diario íntimo ya da de qué hablar por lo que se especula sobre él, pues no sale a la luz sino póstumamente. Lleva entonces en su bolso un cuaderno parte del voluminoso. Siente que alguien lo sigue, sentimiento que su timidez acrecienta al punto de provocar el delirio paranoide de que quieren robárselo. Se apresura a entrar a una papelería y compra un cuaderno parecido al que lleva. En una calle discreta deja caer el ejemplar vacío, y siente un profundo alivio cuando oye los pasos veloces de su asaltante alejarse de allí. ¿De dónde proviene este recelo en quien precisamente anunció su diario al público? Recuerda al moribundo escritor solicitándole al albacea que no publique su obra. Sabemos luego que éste vive gracias a las retribuciones de la obra del amigo muerto. ¿Acaso esta orden lleva implícita su desobediencia?

¿Cabe la posibilidad que el diarista de hoy esté escribiendo con la imprenta en mente? ¿Qué tan íntimo hay en la escritura diarística con el ineludible rumor de la galería? ¿Puede tratarse entonces de una expiación pública mediante una simulación de privacidad? ¿En qué momento exacto la ficción entró en escena? ¿O siempre estuvo allí? ¿Cuál es el disparador de esa afición por exhibirse? ¿Quién inició eso de publicar sus propios diarios en vida? ¿No que revelarlos al público involucra una agresión a su naturaleza? ¿No que para dicho fin ya había declaraciones o crónicas de sí mismo? ¿Quién permitió que las cámaras hicieran ingreso a su dormitorio? ¿No será acaso la publicación del diario una forma de negar la propia vida? ¿La intimidad de esa vida y que en su origen la constituía? ¿Y si en algún punto uno no esté escribiendo en su diario más que fantasías?

En 1889 André Gide publica el primer volumen de su diario íntimo bajo el título encubierto de "Los cuadernos de André Walter", donde explora su sexualidad y duelos internos. Sin embargo, pronto lo retira de venta y prohíbe su reimpresión. Abrir las tapas de la cama al público implicaba un problema de posicionamiento, si dentro o fuera de su vida, de ahí la reticencia por el nombre propio. Recelo superado de ahí en adelante con la moda de publicar varios tomos en vida, descubriendo eventos ominosos, exhibiendo la herida, detallando su sombra.

El estilo diarístico de hoy tuvo su simiente en el tránsito de la memoria a la confesión en el Medioevo. Ya no bastaba con recordar sino evaluar los sucesos bajo el prisma de la moral en aquel entonces cristiana. Luego, tras la Revolución Francesa, se constituyó como un género en principio burgués por las maniobras desdoblantes que permitía su vasto ocio: no sólo queda espacio para vivir, sino también para dar catastro de ello. Siempre se trató de publicaciones post-mortem, no así las memorias, consideradas una velada en el living de casa, pues la intimidad en ellas está dosificada. La publicación del diario íntimo en vida, por otra parte, involucra un cambio de paradigma. Colocar al individuo en el centro y los eventos fuera de él.

Quizás esa idea fija de ciertas escrituras por evadir el público no sea otra cosa que la expresión de su miedo por Dios, que es a la vez ocultar su profundo deseo por él. Resulta que ahora parezco un evangélico tocando a su puerta, pero el diario como confesión despierta de inmediato la pregunta, ¿ante quién? Uno se confesaba ante Dios por penitencia, pues este ya sabía los pormenores. Era esa puesta en escena un modo de reafirmarlo. ¿Ya sin Dios, ante quién? El público goza hoy de esos atributos. Se escribe lo que desea leer. En este trasunto de falsa objetividad se sintomatiza esa confusión propia del liberalismo entre opinión y discurso objetivo. Esto es lo verdaderamente estimulante del problema. ¿En qué momento el "me duele" comenzó a ser "el dolor"? ¿Cuándo se subvirtió el valor particular por el único?

¿Qué es hoy un diario sino una declaración de principios o un enjuague moral de las propias indecencias? Es casi una errata mostrarse débil en ellos y curioso que muchos estén habitados de certezas, a contrapelo de su carencia de preguntas. “Estoy pésimo”, “días sin comer”. Mi tono no insinúa inteligencia ni reflexividad. “Así, para poder escribir algo, tuve que mentirme: escribo para mí, no para los demás” dice el escritor de El libro vacío. Y quizás allí se encuentre la fórmula de la literatura selfie. Uno se miente constantemente, esgrime una ficción para avanzar. De otro modo se está sujeto a la introspección absoluta, que es acabar como los monjes tibetanos, secos y descascarándose, demostrando su poca simpatía por el materialismo. ¿O quizás hay algo hermoso que no logro detectar en la decrepitud? ¿En la inmovilización colectiva?  

Mentir es querer engañar al otro, y a veces aun diciendo la verdad. Se puede decir lo falso sin mentir, pero también se puede decir la verdad con la intención de engañar, es decir mintiendo. Pero no se miente si se cree en lo que se dice, aun cuando sea falso. Dicho esto, San Agustín parece excluir la mentira a uno mismo y ésta es una cuestión en la que hay que insistir: ¿es posible mentir a sí mismo y todo autoengaño, toda astucia para consigo mismo, merece el nombre de mentira? En el diario no es más importante la espontaneidad sino la simulación. Eso es la pose. La cantidad de ficción necesaria para soportar el lítost, palabra checa intraducible a otros idiomas. Representa un sentimiento que es síntesis de muchos otros: la tristeza, la compasión, los reproches y la nostalgia. En otras palabras, la confrontación con el espejo negro, la evidencia de lo más bajo y deplorable de tu ser ante tus narices, como una autoacusación. Quizás la falta de lítost provoque que muchos diarios actuales luzcan como una bonita e inofensiva ficción, borrando todo rastro de incertidumbre y vacío propio de cualquier vida. 

sábado, 3 de junio de 2023

SAPO

 






 El departamento de abajo siempre estuvo vacío. Esto no lo supe hasta ayer, cuando desde mi balcón corroboré o más bien me hice consciente de que sus luces jamás las había visto encendidas. Nadie vive bajo mío. ¿Quién entonces era el señor que alguna vez tocó el timbre para solicitarme si podía bajar de mi balcón al suyo (el del apartamento vacío) mediante una escalera, una maniobra bastante circense para su contextura? Le dije a G. que se parecía a Roberto Nicolini. Y que no quería ver a Roberto Nicolini romperse la cabeza e incluso morir luego de caer por una mala maniobra de escalera y balcones. ¿Era el dueño? ¿O es que Roberto Nicolini quería hacer uso del domicilio como ocurre en las películas coreanas? ¿O sencillamente robar? No tenía cara de ladrón. ¿Existe la cara de ladrón?

Hoy me despertó un rugido de taladro. Hay unos maestros en el piso de abajo, arreglando algo que no puedo detectar desde mi balcón. No crean que por decir esto estoy develando mi faceta de voyeur. Para nada. Ya bastante películas he visto sobre ello. Puedo nombrar especialmente la del decálogo de Kieslowski, del chico que se enamora de su vecina que acaba humillándolo en una escena clásica de impotencia: eyacular en los pantalones. Luego, la de Doble de cuerpo, la peli que me recomendó Rocío. Es increíble cómo Brian de Palma logra ser siniestro sin dejar de ser pop.  

Yo hablaba de que no sabía sino hasta ayer que el apartamento de abajo estaba vacío y que hoy, al parecer, lo preparan para poblarlo. ¿Pero por qué no llamarle departamento? Haré una breve distinción. Departamento proviene de departir, que significa la división de un lugar común. En cambio apartamento conlleva la intención de apartarse. Y es que no me he sentido más que apartado con los fantasmas del piso de abajo y mi vecina con rostro de insistente molestia. El otro día cayeron mis fusibles y le pedí la llave de los medidores. Su cara de orto fue inolvidable.

No soy voyerista, pero he visto a amigos que se desempeñan tranquilamente en esos menesteres cuando la confianza ya es íntima. He notado la marca de los binoculares en el contorno de sus ojos. Después de Heisenberg el oficio de voyeur perdió gran parte de su misterio. Me explico, si según el físico el observador modifica lo observado, entonces la ilusión del voyeur de ver a su objeto de deseo sabiéndose a solas pierde toda la libido; siempre será un espectáculo: ese es el meollo de la película de Palma. (A todo esto Brian Palma suena a obrero de la construcción). La chica a cierta hora hace striptease para el protagonista que se cree envuelto en una trama ajena. Él acaba siendo el observado.

En el sexto decálogo de Kieslowski, en cambio, el voyeur opera como una fuente de poder. Boicotea los encuentros sexuales de su vecina enviando a su domicilio a la emergencia del gas, o haciendo llamadas telefónicas inoportunas. El ojo que la observa sin ella saberlo (¿o lo intuye?) manipula su deseo. Esa sensación es la libidinosa, y no el encuentro sexual posterior, que como dije es un fracaso. El deseo se sostiene a larga distancia, jamás en el cuerpo a cuerpo. En Palma definitivamente es otro el cuerpo con el que contacta, de ahí el título.   

¿A qué viene toda esta reflexión sobre los voyeurs? Claro, ahora que el departamento de abajo será poblado, mi balcón quedará expuesto a su mirada. No he visto rostros, sólo el ruido del taladro. Creo tener problemas de sociabilidad no en el sentido de no hacer contacto, sino de no tener precaución con los que hago, me amigo de cualquiera. Esto me ha llevado a envolverme en círculos de los que luego no puedo salir. Es terrible esta sensación. No puedo creer que a esta altura envidie a los tímidos.

Una tarde salgo en calzoncillos al balcón (estoy suponiendo) y no me percato que alguien de abajo mira. Precisamente me gustaba porque además de estar sus dos metros cuadrados pobladísimos de suculentas y un arbusto de eneldo, nadie te ve a menos que sea el flash de algún automóvil que va a cien de vuelta de la despedida de quien se fuera a otro país. Mi panorámica es eso: casas bajas que bordean el conurbano con Lanús, un corral de bondis y la carretera que te lleva al Aeropuerto de Ezeiza.

Suelo (¿o solía?) salir cada mañana en calzoncillos a fumarme un porro y beber café con leche de almendras. Era mi ritual. ¿Acabará este hábito (como el del monje) y tendré que deshacerme de él, o acabaré siendo cómplice junto a mis vecinos de nuestra mutua observancia? ¿Fumarán porros? ¿Tendrán hijos? Por las proporciones de su balcón supongo esto. ¿Tendrán mascotas? Espero gatos. ¿Discutirán? ¿Y si es solo uno? ¿Escuchará música a todo volumen? ¿Tendrá problemas con eso? ¿Se escucharán mis pasos sobre su techo? ¿Será sapo?

Los sapos, mucho más que los voyeurs, son detestables. No lo digo solo por su etiqueta política (en Chile sapos eran los que entregaban gente a los milicos) sino como censor de la realidad. El sapo siempre ejecuta su maniobra luego de consumados los hechos. Opera tras bambalinas. Recubre de terror moral un evento que distorsiona con saña. Los sapos en las borracheras colectivas son peligrosísimos. Pueden desfigurar la fiesta hasta hacerla parecer una guerra civil.

Tanto o más peligrosos que los parásitos coreanos que al menos lavan la ropa de los hogares que hacen uso, los sapos viven del error ajeno como si se tratara de un fruto en lo alto de su pirámide alimenticia. A veces desforestan personas, poblaciones completas. Quizás los ojos saltones y la lengua larga sean el origen de esta metonimia. Quien se fija demasiado y luego habla demás. ¿Será sapa mi vecina? No lo creo. No toda la gente con cara de orto es sapa. ¿Cómo no apartarme sino departir tanta simpatía siendo extranjero? Tan solo no quiero interrumpir mi ritual matutino, siento que me empuja a escribir el resto del día. Y bueno, todo esto es una suposición.



viernes, 19 de mayo de 2023

REDUCCIÓN DE ULISES

 





para Marcelo Cohen

que lo leyó antes de partir





 

Da la impresión que hay que pedir permiso antes de hablar del Ulises (1922). El mismo Borges se excusa en un ensayo alusivo: “Confieso no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran”. Por momentos parece el monolito de cierto filisteísmo de avanzada[1]. Otros, una especie de magia negra para los lectores. Uno se encorva al abrir sus páginas, preparándose para entrar con pala y chuzo. La mera idea da pereza y muchos desisten apenas leen guías de lectura o ven tutoriales en youtube. Aquí haré una serie de preguntas. ¿Cómo ahuyentar esa argamasa y leer el Ulises con alegría? ¿Leerlo desde distintos ángulos como se aprecia una escultura? ¿En desorden, cada capítulo a modo de poema o noticia? ¿Totalmente distraído? ¿Caminando por la calle? ¿Cayéndose del sueño? ¿Con la luz apagada?

 

De adolescente siempre me ha interesado el Ulises y la obra de Joyce, en general, porque no la entiendo. Cuando mi hija nació, me propuse leerlo en serio. No sé qué urgencia representaba su nacimiento y leer el Ulises, pero creo que comparten cierto estatus vital (tener un hijo, leer el Ulises…) Para ello, creí sortear la búsqueda de las tantas referencias encriptadas en la obra leyendo antes el James Joyce (1982) de Richard Ellmann, la biografía definitiva. Lo leí con destacadores. 

Hay una anécdota de un par de líneas que aún no olvido. Joyce padre solía jactarse frente a los amigos de su hijo de contar mejor los chistes que él. Les comentaba con sorna que el joven James carecía de gracia para narrarlos. Paradójico si consideramos que ese niño se convertiría luego en uno de los más importantes novelistas del siglo. El padre que humilla al hijo, que le hace bullying por sus incapacidades narrativas, parece una escena demasiado infame a la luz del monolito hiper canonizado que es hoy en día el escritor irlandés.





 

Cuando terminé la biografía de casi mil páginas, convertida en un acordeón de posits de colores, no me quedaban ya energías para continuar con la obra. Acabado Dublineses, leí despistadamente el Retrato del artista adolescente y finalmente el Ulises como los subtítulos de una película y yo  apunto de caer del sueño. Al tercer capítulo me pareció ver un fantasma. Luego, sólo leí por saltos. Aunque siempre vuelva al monólogo de Molly Bloom, de mi aventura joyceana lo que jamás me abandonó fue esa anécdota del libro de Ellmann que aún recuerdo vivamente. Creo que encierra algo crucial para entender la literatura de Joyce. De su relación retorcida con el lenguaje. Del vaciamiento comunicativo de la palabra. De su desintegración final. Seguiré haciendo preguntas. ¿Cómo esta subversión acabó por constituirse en canon? ¿Cómo hizo arte a partir de su ‘defecto’? ¿Es un fracaso o un triunfo?

 

La influencia de Joyce, según un crítico estadunidense, es comparable a la de Shakespeare y Dante. Sólo para darle más perspectiva a su fama e influencia: su apellido se ha adjetivado. Tal como lo ‘kafkiano’ alude al sin sentido existencial de la obra del escritor checo, el epíteto ‘joyceano’ viene a señalar aquel sin sentido que recubre uno mucho más profundo. No todo texto ilegible es ‘joyceano’. Por lo mismo, hay que estar alerta a la clonación de Joyce por parte del mercado, ya que confunde. Más de alguna faja de promoción (que parecen caracterizarse por el cringe) sostienen, por ejemplo, que Andrei Biely es el Joyce ruso; Carlo Emilio Gadda, el Joyce italiano; João Guimarães, el Joyce brasilero; Leopoldo Marechal, el Joyce argentino; Juan Emar, el Joyce chileno y así. (Me encantaría leer, a todo esto, al Joyce nigeriano o puertorriqueño).

 

¿Qué hay de joyceano en estos autores? Pero antes y sólo por sumar preguntas: ¿quiénes son los precursores de Joyce? Lo ‘joyceano’ ya se avizora en autores como su compatriota Laurence Sterne y el francés Denis Diderot, en el sentido de utilizar la potencia narrativa de una anécdota o algún hecho de tiempo banal o doméstico. La gestación de Tristram Shandy o la cabalgata de Jacques y su amo comparten el uso de circunstancias ‘no-literarias’ como excusa para ejecutar la prosa, el verdadero arte. Aunque pensándolo bien, incluso antes que todos Cervantes ya lo había hecho en el Quijote, pero fue Gustave Flaubert quien buscó con mayor propósito hacer del estilo la batería de la novela, confinando a un cuarto plano la ‘narrativa’.

 

Joyce no solo ejecutó este reto sino que además lo llevó a cabo de modo cromático: el uso de diversos estilos le proporciona al Ulises ese estatus de catálogo. Si entendemos el estilo como una particularidad, entonces ¿estos estilos serían parodias? ¿Es el estilo de Joyce la capacidad de manejo de varios estilos? ¿Es la parodia una mera copia? ¿De qué modo se conduce este álbum de parodias? En el Ulises, Joyce utilizó la Odisea de Homero como soporte estructural épico para presentar el encuentro banal de dos desconocidos. Encuentro que se prepara a lo largo de 16 horas en ‘tiempo real’. Su logro es elaborar una odisea cerebral que teatraliza lo inconsciente. Esto quiere decir que no se narra desde la vida física, sino desde la (in)consciencia de sus personajes. La aventura ocurre allí. Por lo tanto, la estructura de la novela se dedica casi exclusivamente a soportar digresiones, o sea, el comportamiento errático y asintáxtico de la mente diurna.

 

Estas digresiones cobran en cada capítulo una consistencia particular. Esta consistencia es la ‘parodia’ o modalidad de la prosa. Hay material indexado sobre esto, el esquema Linati[2] y otros recursos de sencillo acceso en la red. Estos señalan, básicamente, los pies forzados de cada uno de sus 18 capítulos y el estilo o parodia a utilizar. La parodia es un recurso explotado en la novelística desde Cervantes en adelante. “Imitación burlesca de una obra literaria o artística de cualquier clase, de los gestos, manera de hablar o actitudes de alguien, o de cualquier otra cosa”, define María Moliner. La parodia en Joyce, sin embargo, parece abarcar las texturas mismas de la lengua en su momento histórico. Intenta capturarla desde sus usos. Por ello no puede ser solo una voz. Su naturaleza es necesariamente coral. Este quiebre del Uno, constata su organismo fragmentario.

 








Nadie hasta Joyce parodió y viviseccionó el lenguaje hasta hacerlo trizas. Su prosa progresivamente se desfragmenta en un caleidoscopio que se vuelve más y más fino. Y, por lo mismo, incoherente. El trayecto que recorre como escritor de cuatro libros de narrativa señalan los tenores de dicha fragmentación. En un comienzo son los cuentos costumbristas de Dublineses (1914). Sin embargo, un rasgo particular que los atraviesa es la carencia de argumento, la trama es fantasmal. Más que cuentos parecen escenas que impiden entrever una trama mayor. Siempre en Joyce queda la sensación de algo inacabado. Es en estos cuentos que ensaya lo que denominó ‘epifanía’: la inmediatez de una revelación que no ocurre[3].  “Ulises” fue al principio un cuento que formaría parte de este conjunto. Se puede leer Dublineses como una novela por la que se ingresa a la ciudad desde distintos flancos, que serían cada cuento. Lo prefigura en tanto situar la ‘acción’ en su natal Dublín.

 

Luego, en Retrato del artista adolescente (1918) (que armó a partir de otra novela de juventud o bildungsroman inédita, llamada Stephen Hero, escrita entre 1904 y 1906) aparece por primera vez Stephen Dédalus, el alterego de adolescencia de Joyce, coprotagonista del Ulises. En su aspecto formal, ocurre una introspección progresiva del narrador. La voz parece ir ‘entrándose’ de a poco, de cierto modo anticipando el uso central del monólogo interior que predominará en el Ulises. Así mismo, la diversidad de tonos, desde el infantil del principio pasando por el tipo diálogo platónico en el medio, prefiguran su variedad. Hasta aquí, su literatura parece deambular los límites, sin transgredirlos aún.

 

El uso del monólogo interior es quizás la vanguardia más ‘normal’ de todos los quiebres formales del Ulises. Harry Levin en su monografía dice: «su aparición (del monólogo interior) fue recibida como un verdadero descubrimiento científico[4] y su creación se atribuyó a un simbolista francés medio olvidado, Eduardo Dujardin (n. 1861). (...) El innovador se sobrevivió para darnos una prolija definición del estilo que había inventado y que Joyce perfeccionó: “El monólogo interior es en el orden poético, ese lenguaje no oído y no pronunciado, por medio del cual un personaje expresa sus pensamientos más íntimos (los que están más cerca de la subconciencia) anteriores a toda organización lógica, es decir, en su estado original, por medio de frases directas reducidas a un mínimo sintáctico y de manera que den la impresión de reproducir los pensamientos conforme van llegando a la mente.”»

 

Las costuras del Ulises no son anunciadas. El lector debe entrenarse para detectar cuándo el tono cambia. Lo mismo ocurre con Faulkner, por ejemplo. Pues los estilos también son diversos no sólo en los capítulos, sino en un mismo párrafo. El autor no notifica el paso de una descripción del entorno a los pensamientos íntimos del personaje. Por este motivo se acerca más a la experiencia visual de quien ve películas, que a una experiencia propiamente lectora. Como Levin señala: “su relación con la novela normal es la del cine con el teatro”. Joyce da por hecho algunas convenciones cinematográficas, para ello utiliza una especie de elipsis del sentido. Se requiere otra modalidad de lectura para adentrarse en él.

 

Para transitar de la forma al contenido: si bien su uso plástico de la prosa es central, también lo es su condición de libro estigmatizado por la censura y el diagnóstico psiquiátrico. Fue considerado pornográfico por mencionar el acto de cagar y aludir a la menstruación y llevado a juicio, lo que entorpeció su difusión. Pero una de las lecturas más interesantes es la que hace Carl Jung, por entonces médico de cabecera de su hija Lucía, a quien diagnostica con esquizofrenia. Después de leer el Ulises, el psiquiatra escribe un breve ensayo sobre su experiencia. Sentencia que el lector ha sido pasado por alto y que se aburre “hasta arrancarle lágrimas, debido a su mezcla delirante de lo ‘psíquico-subjetivo’ con la realidad objetiva, sus (…) neologismos, sus citas fragmentarias, sus asociaciones motoras de sonidos y palabras (…), una atrofia del sentimiento, [es] fácil advertir la analogía con el estado mental de la esquizofrenia”[5].

 

De la mano de las mismas interpretaciones genealógicas, un crítico estadunidense deja de lado la Odisea como soporte épico. Su verdadera épica, sostiene, está en un problema netamente shakesperiano: la posibilidad, mediante el apadrinamiento del propio padre, de ser uno mismo su padre. Una manera elegante de matarlo: hacerlo desaparecer mediante una trama genealógica enrevesada por la cual uno mismo se engendra. El crítico estadunidense ve en esta doble aparición del alter ego (Dédalus y Leopold Bloom, el Joyce adulto) una manera de sintetizar al padre, de digerirlo. Bloom no ve en Dédalus a un hijo y éste tampoco a un padre en él. Se ve que pugna en Joyce el conflicto con el padre y la manera de no ejecutar ese conflicto, sino bordearlo hasta su disolución en abstracto.



 




Retomo la escena de la humillación de los chistes: el padre defiende una manera ortodoxa de contar (por lo tanto, una manera de leer) a la que Joyce no reacciona con una crítica dirigida, ni un producto literario que desencadene el conflicto personal con John Joyce. No se rebela. Más bien, el mandato es ‘narrar sin contar’. El chiste de Joyce no tiene remate y así lo sostiene hasta su última obra, en la que ya no se observa por ningún lado algún afán comunicativo. El caso del Finnegans Wake (1939) es paradigmático. Joyce entiende la literatura como aquella que se ocupa de lo banal (pues el periodismo se centra en lo excepcional), por ello, en su último libro la cotidianidad se muda a ese fragmento del día que el Ulises no cubre en sus 16 horas, es decir, las horas de sueño. Siendo tan ordinario el acto de dormir, urgía abordarlo cavando una profunda zanja con el surrealismo, pues Joyce lo detestaba, al igual que al psicoanálisis.

 

La lectura de época y contextual del Ulises, que hasta hace no tantos años (ya cumplió cien) fue tratada de pornógrafa (o de miseria pornográfica como acusó Bernard Shaw, al evidenciar la inmundicia moral e idiosincrática del dublinés) es extraña considerando que Joyce salió de Irlanda muy joven y volvió sólo poco antes de su muerte. Su vida la hizo en el exilio. En este sentido, el Ulises se construyó a partir de la memoria. Ellman en su biografía menciona las ocasiones en que consultó vía postal a amigos que aún se encontraban en la ciudad, sobre las longitudes de las bermas o cuántos árboles había entre un edificio y otro. Este alejamiento sin desviar su vista del origen[6] también señala algo de la anécdota de los chistes. La relación padre e hijo estuvo cruzada de rencillas, enfermiza por lo competitiva. Al fracasar el padre, la vida doméstica se torna arisca, fría. Todo está en otro lugar, todo es secreto; como si en palabras de W. B. Yeats después de conocer a Joyce en una desafortunada velada éste tuviera el cráneo cercado y nada pudiera penetrar en él.

 

Se citan en un restaurante. Yeats más que nada le molesta la excesiva (casi maniática) educación de Joyce. Una cordialidad mecánica, insistente, desmedida. Una amabilidad molesta, cuyo origen sugiero es su personalidad esquizoide. Joyce carece de empatía, por lo tanto sobreactúa su falta, por temor a parecer irrespetuoso. Su relación en el otro opera casi exclusivamente como espejo. Una relación traumática con el espejo. Cada personaje que se le acercaba encontraba en él algo de androide, de extraterrestre. Hugh Kenner en Los comediantes estoicos (1962) se refiere a este ensimismamiento en la cultura irlandesa vaticinado e inaugurado por Swift y el propio Sterne cuya estela luego perpetuaron Flann O ́Brien y el propio Beckett.

 

(…) sacan partido de la naturaleza antisocial de la literatura, del hecho de que el escritor no está hablando, no está bebiendo, ni tiene a su lado a nadie que lo aliente y no alienta a nadie, sino que existe lejos, encerrado en un cuarto poniendo palabra tras palabra….

 

 

Lacan dedica un seminario entero a la figura de Joyce como ejemplo sui generis del psicótico cuya esquizofrenia no se desata porque su escritura lo mantiene cuerdo. Señala en su seminario 23, titulado El Sínthome, que Joyce parecía tener el cuerpo separado de sus sentidos y conciencia. Para ejemplificarlo elige un fragmento del Retrato del artista adolescente donde relata las vejaciones que sufriera alguna vez en su paso por un colegio jesuita: “Heron (el antihéroe) y otros le dan una zumba de batazos a Stephen Heroe (sic), o Dédalus, el alter ego joven de Joyce. Al reflexionar en ello luego, Dédalus reacciona con una rara sensación de pasividad, de indiferencia consigo. Dice que la cosa le resbala, como si, en sus propias palabras, se desprendiera nada más que ‘la cáscara de una fruta madura.’ Todo tiene relación con una epidermis reciclable. No siente nada.” Llegado este punto, vale citar el fragmento que Borges escogió del Ulises para su Antología de la literatura fantástica (1940): “¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.” 

 

Hay entonces: suciedad, fragmentación, banalidad, desaparición. Aspectos propios del panorama post-moderno. La basura en contraposición a la ruina, la fragmentación como multiplicidad de pequeñeces, la banalidad del sujeto a caballo sobre el lomo del capitalismo, la desaparición como destino humano. La baja calidad, la producción en serie, lo inconsciente, la ausencia. Su obra narrativa total hace paralelismos con el espíritu del Ulises mismo. Dublineses es el amanecer y el Finnegans la noche. En Dublineses recorremos las modulaciones del niño, del adulto y finalmente, del hombre público. Es la infancia de su obra. Luego, el Retrato, cubre la adolescencia y el Ulises, la madurez. Finnegans Wake es la disolución del lenguaje ante la muerte. Se ve que su obra nos  recuerda a las matrioshkas o las cajitas chinas. Una dentro de otra, calzando como un guante.

 

José Kozer en su texto Cómo leer a Ezra Pound señala: “Leamos, saltándonos descaradamente lo que no entendemos: leer poesía no es entender sino acceder por la misteriosa vía del desconocimiento al conocimiento intuido de un texto.” Esta cita la robé de otro texto, Cómo no leer a Shakespeare de Martín Gambarotta, donde sentencia: “y escribir en verso es lo más cercano a ponerse a hablar solo. Se piensa en verso. Se delira en verso. Se venera en verso. Por las venas corren versos.” Leer el Ulises es como acercarse a un borracho en la calle a escuchar sus balbuceos y delirios. Porque eso es la literatura según Deleuze, ‘hacer a la lengua delirar’.

 

Titulé este texto “Reducción de Ulises” en tres sentidos. Un primer sentido es gastronómico. Se le dice ‘reducción’ a aquella cocción lenta que logra condensar el sabor. Quise hacer un panorama y entregar algunas herramientas para podar el boscaje del Ulises. Un segundo sentido: en Chile los policías utilizan una jerga particular, ‘reducir’ para ellos significa tomar preso al delincuente. Atrapar al criminal y esposarlo. La relación escandalosa de Joyce con su contexto es central para entender su valor. Los juicios por obscenidad que mencioné nos alumbran el contexto de producción del Ulises. Es importante esto (su calidad subversiva) pues de otro modo toda su potencia y lenguaje queda encorsetado por la lectura formateada de la academia.

 

Tercer sentido y aunado a lo anterior: la reducción de su tamaño, gesto tanto sacrílego como de alcance. Hay que reducir el tamaño de Joyce al del bolsillo del lector. Del retrato enmarcado en oro a la portabilidad de una foto carnet. Anthony Burgess en Re Joyce (1965) habla de este acercamiento mamífero a la obra de su compatriota irlandés y de paso sentencia los propósitos de su libro que tienen parentela con los del presente texto:

 

“Mi libro no pretende erudición, solo un deseo de ayudar al lector promedio que quiere conocer el trabajo de Joyce pero ha sido asustado por los profesores. La apariencia de dificultad es parte de la gran broma de Joyce; las profundidades siempre se expresan en términos de Dublín;  los héroes de Joyce son hombres humildes. Si alguna vez hubo un escritor para la gente, Joyce fue ese escritor.”

 

 




[1] https://elpais.com/cultura/2018/03/09/babelia/1520596545_999884.html

[2] https://kripkit.com/esquema-linati/

[3] Según el filósofo español Ernesto Castro, la epifanía joyceana se diferencia de la proustiana en su centro espacial y no temporal. La revelación en Joyce no se produce en la remembranza, sino en una ‘presencia’ en un sitio específico.

[4] Es interesante pensar este ‘descubrimiento’ como antesala a ese otro que hizo Freud unos años después: ‘lo inconsciente’.

[5] En otra carta dirigida a Patricia Hutchins, escritora inglesa, Jung concluye: “Joyce puede pensar y hablar de ese modo a voluntad y fue, además, capaz de estimular ese estado con sus fuerzas creativas, algo que, por otro lado, explica por qué él no cayó al otro lado de la divisoria. Pero su hija sí cayó porque no era un genio como su padre sino una simple víctima de su enfermedad.”

[6] “en la medida misma en que te alejan/ extienden la frontera de tu reino”, escribió Lihn.