sábado, 3 de junio de 2023

SAPO

 






 El departamento de abajo siempre estuvo vacío. Esto no lo supe hasta ayer, cuando desde mi balcón corroboré o más bien me hice consciente de que sus luces jamás las había visto encendidas. Nadie vive bajo mío. ¿Quién entonces era el señor que alguna vez tocó el timbre para solicitarme si podía bajar de mi balcón al suyo (el del apartamento vacío) mediante una escalera, una maniobra bastante circense para su contextura? Le dije a G. que se parecía a Roberto Nicolini. Y que no quería ver a Roberto Nicolini romperse la cabeza e incluso morir luego de caer por una mala maniobra de escalera y balcones. ¿Era el dueño? ¿O es que Roberto Nicolini quería hacer uso del domicilio como ocurre en las películas coreanas? ¿O sencillamente robar? No tenía cara de ladrón. ¿Existe la cara de ladrón?

Hoy me despertó un rugido de taladro. Hay unos maestros en el piso de abajo, arreglando algo que no puedo detectar desde mi balcón. No crean que por decir esto estoy develando mi faceta de voyeur. Para nada. Ya bastante películas he visto sobre ello. Puedo nombrar especialmente la del decálogo de Kieslowski, del chico que se enamora de su vecina que acaba humillándolo en una escena clásica de impotencia: eyacular en los pantalones. Luego, la de Doble de cuerpo, la peli que me recomendó Rocío. Es increíble cómo Brian de Palma logra ser siniestro sin dejar de ser pop.  

Yo hablaba de que no sabía sino hasta ayer que el apartamento de abajo estaba vacío y que hoy, al parecer, lo preparan para poblarlo. ¿Pero por qué no llamarle departamento? Haré una breve distinción. Departamento proviene de departir, que significa la división de un lugar común. En cambio apartamento conlleva la intención de apartarse. Y es que no me he sentido más que apartado con los fantasmas del piso de abajo y mi vecina con rostro de insistente molestia. El otro día cayeron mis fusibles y le pedí la llave de los medidores. Su cara de orto fue inolvidable.

No soy voyerista, pero he visto a amigos que se desempeñan tranquilamente en esos menesteres cuando la confianza ya es íntima. He notado la marca de los binoculares en el contorno de sus ojos. Después de Heisenberg el oficio de voyeur perdió gran parte de su misterio. Me explico, si según el físico el observador modifica lo observado, entonces la ilusión del voyeur de ver a su objeto de deseo sabiéndose a solas pierde toda la libido; siempre será un espectáculo: ese es el meollo de la película de Palma. (A todo esto Brian Palma suena a obrero de la construcción). La chica a cierta hora hace striptease para el protagonista que se cree envuelto en una trama ajena. Él acaba siendo el observado.

En el sexto decálogo de Kieslowski, en cambio, el voyeur opera como una fuente de poder. Boicotea los encuentros sexuales de su vecina enviando a su domicilio a la emergencia del gas, o haciendo llamadas telefónicas inoportunas. El ojo que la observa sin ella saberlo (¿o lo intuye?) manipula su deseo. Esa sensación es la libidinosa, y no el encuentro sexual posterior, que como dije es un fracaso. El deseo se sostiene a larga distancia, jamás en el cuerpo a cuerpo. En Palma definitivamente es otro el cuerpo con el que contacta, de ahí el título.   

¿A qué viene toda esta reflexión sobre los voyeurs? Claro, ahora que el departamento de abajo será poblado, mi balcón quedará expuesto a su mirada. No he visto rostros, sólo el ruido del taladro. Creo tener problemas de sociabilidad no en el sentido de no hacer contacto, sino de no tener precaución con los que hago, me amigo de cualquiera. Esto me ha llevado a envolverme en círculos de los que luego no puedo salir. Es terrible esta sensación. No puedo creer que a esta altura envidie a los tímidos.

Una tarde salgo en calzoncillos al balcón (estoy suponiendo) y no me percato que alguien de abajo mira. Precisamente me gustaba porque además de estar sus dos metros cuadrados pobladísimos de suculentas y un arbusto de eneldo, nadie te ve a menos que sea el flash de algún automóvil que va a cien de vuelta de la despedida de quien se fuera a otro país. Mi panorámica es eso: casas bajas que bordean el conurbano con Lanús, un corral de bondis y la carretera que te lleva al Aeropuerto de Ezeiza.

Suelo (¿o solía?) salir cada mañana en calzoncillos a fumarme un porro y beber café con leche de almendras. Era mi ritual. ¿Acabará este hábito (como el del monje) y tendré que deshacerme de él, o acabaré siendo cómplice junto a mis vecinos de nuestra mutua observancia? ¿Fumarán porros? ¿Tendrán hijos? Por las proporciones de su balcón supongo esto. ¿Tendrán mascotas? Espero gatos. ¿Discutirán? ¿Y si es solo uno? ¿Escuchará música a todo volumen? ¿Tendrá problemas con eso? ¿Se escucharán mis pasos sobre su techo? ¿Será sapo?

Los sapos, mucho más que los voyeurs, son detestables. No lo digo solo por su etiqueta política (en Chile sapos eran los que entregaban gente a los milicos) sino como censor de la realidad. El sapo siempre ejecuta su maniobra luego de consumados los hechos. Opera tras bambalinas. Recubre de terror moral un evento que distorsiona con saña. Los sapos en las borracheras colectivas son peligrosísimos. Pueden desfigurar la fiesta hasta hacerla parecer una guerra civil.

Tanto o más peligrosos que los parásitos coreanos que al menos lavan la ropa de los hogares que hacen uso, los sapos viven del error ajeno como si se tratara de un fruto en lo alto de su pirámide alimenticia. A veces desforestan personas, poblaciones completas. Quizás los ojos saltones y la lengua larga sean el origen de esta metonimia. Quien se fija demasiado y luego habla demás. ¿Será sapa mi vecina? No lo creo. No toda la gente con cara de orto es sapa. ¿Cómo no apartarme sino departir tanta simpatía siendo extranjero? Tan solo no quiero interrumpir mi ritual matutino, siento que me empuja a escribir el resto del día. Y bueno, todo esto es una suposición.



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