miércoles, 28 de diciembre de 2016

ENSAYO VII/ Capítulo de "Los Matrias"






Ni un millar de los más sutiles silogismos de mi padre podría haber dicho más en favor del celibato.

Laurence Sterne






Un mes antes de arribar a Nueva York dando por terminada su labor diplomática en Odessa, Sergei Pitoniev le envía una última a carta al Camarero. En ella le descubre uno de los autores que desde allí en adelante lo acompañará hasta su muerte, nunca menguando el regocijo que le despertara aquella primera lectura. La parte de la carta en que le hace el hallazgo dice así:

Leyendo a Boris Pilniak me he acordado de ti, sobre todo a raíz de los últimos textos que me has enviado y que, sin intención de ser desmesurado, los considero espléndidos. Espero pues que, de no conocerlo, le eches un vistazo; me parece haber visto unos cuantos títulos en la New York Public Library de la Quinta Avenida. Hay un texto extrañísimo que Pilniak publicó poco después de salida su novela The Naked Year, llamado Materials for a Novel, en el que, como podrás imaginarte a partir del título, lleva al límite los procedimientos comunes de escritura novelesca: uso de fragmentos extraídos de fuentes muy diversas; eliminación aparente de la trama y abolición de la cronología; aparición y desaparición de personajes sin explicación alguna.
Pilniak, en sus términos, describía ese trabajo como una creación de «asociaciones de paralelos y antítesis, donde el tiempo como la historia es un constante estado del ser, una unidad que hace simultáneos todos los acontecimientos y experiencias»[i]. Pocos años después escribió un texto excepcional, en la misma línea, que tituló, no sin sutil ironía, A Story about how Stories are Written, que haciendo gala de un estilo primoroso, reflexiona subterráneamente sobre la literatura rusa y la manufactura de los relatos. Es interesante la conexión que hace entre la literatura y el cortejo, poniéndolos no al mismo nivel cultural, sino en el mismo estricto orden estético.
Es entendible que a primeras se piense que el texto es meramente ensayístico, pero siendo fieles al título, en efecto, es un cuento, un relato bastante tradicional sobre alguien que narra un relato —a lo Conrad: una narración dentro de otra narración— que trata sobre una muchacha rusa que se enamora de un militar y escritor japonés en plena ocupación del ejército imperial de la Rusia Oriental. Los japoneses fracasan, como se sabe, y son expulsados por los revolucionarios. Atada la muchacha a un compromiso de matrimonio, emigra a la ciudad japonesa de Suruga, de donde el escritor es oriundo y en donde vive su familia. Provista de una especie de testamento que su enamorado le entregara antes de volver a la guerra, llega a la casa de su prometido con la esperanza de que aquel documento acredite su bienvenida en la familia. Así ocurre. Se casan y viven en el país nipón a la espera de que a ella se le conceda la vuelta a su país. El trámite de repatriación se demora, en tanto él se convierte en un escritor famoso. Ella, siempre ajena a los asuntos literarios de su marido, goza de los favores y ventajas propios de la esposa de un escritor de renombre, pero así y todo se mantiene ignorante respecto al tema de la tan aclamada novela. El narrador, mientras se bebe una cerveza con un compatriota ruso —quien, a propósito, es de hecho el que le refiere toda la historia antes descrita— nos revela que acaba de conocer en Tokio, precisamente, a un importante escritor de ese país, quien hubo alcanzado la fama con una novela en la que describía a una mujer europea. El lector da por hecho de que se trata de la muchacha rusa.[ii]

Y más abajo remata con grandilocuencia:

La literatura es un cortejo. Piensa en ello. A mí me ha abierto un mundo de posibilidades de escritura.


PD: Hay una antología buenísima de Emil Vodek sobre el formalismo ruso. Te recomiendo echarle un vistazo. Aparece, a mi parecer, lo esencial sobre el tema.


Pues se dirige sin preámbulos a la Public Library de la Quinta Avenida. El arrobo lo tiene hecho un muchacho. Está empezando a escribir el capítulo sobre el desastre de la Gran Guerra, y no puede parar de tomar notas de lo que sea. Parece una amapola al viento tempestuoso de la primavera, soltando sus hojas con gracia, dejándose llevar por los acontecimientos, por sus más vertiginosas imaginaciones. El capítulo es un relato cruzado, la voz de ella y de él, caóticamente anudadas, obedeciendo no a un orden temporal de los hechos, sino a las distintas intensidades de lo vivido. Lo que para ella ha sido el tronar de bombas en las callejas, para él ha sido el llanto de sus hijas oído desde su habitación. Lo que él cree es una admonición histórica, para ella es el fin del mundo. En los límites de la muerte, sin embargo, el único recuerdo de cada uno es la vida del otro.
Trabaja todo el capítulo en un lapso de cuatro días de ardua escritura, en el salón de lecturas de la biblioteca. Sobre el mesón, además de su cuaderno y su bolígrafo, está un volumen de relatos de Boris Pilniak y la antología recomendada por Pitoniev. Estos dos libros, aunque parezcan fuera de lugar, son la fuente de la que bebe el Camarero para inspirarse en la escritura de aquellas escenas tan macabras como emotivas.
Con esta parte del trabajo finiquitado, sólo queda por terminar —según el plan maestro de la novela— tres capítulos más y un epílogo. Decide descansar un momento del trance que implica escribir incesantemente. Visita a Treepine en su nuevo departamento de soltero, a la vuelta de su casa, en la misma Quinta Avenida. Da por hecho la entropía de ese lugar como fuera del tiempo: Treepine no sale de su frustración. Su novela sobre las barbas parlantes no avanza ni en lo más mínimo, y cada párrafo que escribe —le comenta— carece a tal punto de gracia, que me corren las lágrimas cuando los releo. El Camarero lo oye gimotear a lo largo de una hora, hasta que se aburre de mantener su forzada empatía y arma un canuto del tamaño del dedo gordo de un pie. En pleno viaje psicotrópico, el Camarero le comenta acerca de su descubrimiento, motivado por Pitoniev, del autor ruso que le ha roto la mollera. Treepine contesta con monosílabos, quizás por la tristeza o adormilado por la marihuana. En un momento de pleno y profundo silencio, le consulta al Camarero por algo que no le ha quedado muy claro.
—¿De qué me hablabas?
—Ah, de Materials for a Novel, pendejo.
Treepine se sumerge en sus pensamientos un momento más sin hacer caso del improperio del Camarero.
—¿Crees que pueda…?
El Camarero entiende de inmediato la intención, y le contesta con una pregunta.
—¿Cuánto llevas escrito?
—Unas ochenta páginas, máximo.
—Es suficiente.
Se levantan maquinalmente de sus sofás, y se sientan en el suelo a releer y analizar los desparpajos de papeles que Treepine hace llamar su novela. La idea, en apariencia mediocre y poco elegante, consiste en coger estos fragmentos y ensayar sobre ellos la historia de un autor (Treepine le bautiza infantilmente como Penman) que intenta escribir una novela que no logra terminar. Deciden describir los desaires existenciales de Mr. Penman, intercalando los fragmentos de la novela inacabada sobre las barbas parlantes. Es una buena idea; buena para alguien que ya no tiene fuerzas para seguir forzando una trama mal definida, muerta desde el nacimiento. El Camarero se entusiasma de tal forma que escribe algunos apuntes que luego Treepine incluye textuales. No por ello le exige créditos en su obra; le dice que podría armar incluso un libro con fragmentos ajenos, plagiados, y que así y todo la verdadera artesanía —y, en fin, autoría— del asunto será siempre la labor del montajista. Como en las películas: ni guionistas ni camarógrafos determinan la obra, a pesar de formar parte de ella. El verdadero creador es quien monta las escenas. El Camarero le cita a Treepine in extenso algunas partes de Towards a Theory of Montage de Einsentein, como para aclarar aún más su postura.
Hilarantemente Treepine la termina en menos de dos semanas. La llama, con una falta de originalidad modélica (al decir del Camarero), Materials for a Novel about Talking Beards[iii]. Oliphant y Samsa la demandan de inmediato como un título excelente para su colección de textos contemporáneos, TXT. Se publica así, un mes después, en el n°7 de dicha colección. El número exacerba el ánimo de Treepine, quien además de estar soltero, cada vez se vuelve más supersticioso. En la tapa figura un detalle minúsculo de la frondosa barba de Tolstoi, un microscópico fragmento de una pintura del famoso retratista ruso Iliá Repin, de tal escala que no se logra dilucidar a simple vista que se trate de una barba. El libro se presenta con un prólogo de Robert Silverberg, un octogenario escritor de ciencia-ficción, autor de culto de las cloacas de la literatura. El prólogo comienza con una mala leche memorable:

¿QUIEN ES TREEPINE? ¿QUÉ ES TREEPINE?

El apellido Treepine no figura en la guía de teléfonos de Manhattan de 2004, la más moderna que poseo. Yo no esperaba hallar el nombre de James Treepine, en la guía de Manhattan porque sé que recibe su correspondencia en un suburbio de Miami Beach. Pero no había ningún Treepine en la guía, y esto me pareció significativo porque durante mucho tiempo he creído que cualquier nombre humano se puede encontrar en la guía de Manhattan. Por lo tanto, Treepine es un apellido insólito. (No se encuentran Treepines en las guías de teléfonos de la región de San Francisco, donde vivo, y sospecho que tampoco en las guías de los suburbios de Washington. Nada se encuentra sub Treepine en la Encyclopaedia Britannica, excepto una referencia a Treepine Heath, en Essex, donde, según mi edición de 1910, las condiciones son excepcionalmente favorables para el cultivo de fresas, frambuesas y grosellas. Un nombre insólito, Treepine).
Y también un escritor insólito.[v]

Este mes acaba sin muchas novedades, descontando el destranco de Treepine, a quien al fin puede verse tranquilo y disfrutando de su corriente carrera de editor y director de revistas de tercera categoría. En cuanto al Camarero, se ha propuesto hasta principios del año venidero terminar de una vez Centripetal Valleys. A novel, como se repite en su cabeza.




[i]Parte del presente texto está contenido textual, con pequeñas modificaciones, en el prólogo de Sergio Pitol a su traducción de Pedro, su Majestad Emperador de Boris Pilniak. 2008. Universidad Veracruzana: México

[ii]Los títulos mencionados en español son: El año desnudo, Materiales para una Novela y Un cuento sobre cómo se escriben los cuentos.

[iii]Materiales para una Novela sobre Barbas Parlantes.

[v]Primer párrafo del prólogo de Robert Silverberg al volumen de relatos de ciencia-ficción WarmWorlds and Otherwise de James Tiptree Jr., 1975

lunes, 24 de octubre de 2016

LA FAMILIA KOROLENKO/ 1 monólogo extraído de "Los Años de la Demolición"





IV



Yo creo —Öschla no, jamás lo creerá así—
que uno de los nazis nos salvó. Fue un gesto imperceptible.
Lo único que logro recordar, como lánguido fulgor,
es su cara de payaso: la nariz pronunciada de un rojo irritado,
—alcohólico, tal vez—; los surcos de su frente y mejillas,
hondísimos, como verdaderas trincheras; sus ojos cristales, 
de un verde empantanado; las cejas cortas, pero tupidas y,
a pesar del casquete musgoso, su prominente calvicie.
Recuerdo que su nombre era Heinrich, o Hollenritz.
Fue al único que escuché reír con real intensidad,
sin resquemor. Lo que me produjo a la vez reconocimiento
y terror. Una risa demoniaca y delicada. Un payaso maltratado.













Nota: "Los años de la demolición" es una obra ya acabada. Espera su oportunidad de publicación. No puedo aventurarme a descubrir de lo que trata, o si se trata de un poemario más que de una novela, o vice. Prontamente estará en vuestras manos. 

sábado, 22 de octubre de 2016

EVERYTHING BUT THE POLICEMAN/ La Séptima Función del Lenguaje, la nueva novela de Laurent Binet

           





            
            


           Las conexiones de la baja con la alta cultura, de lo popular con lo docto; o aquel afán borgeano de hacer de un cuento policial como lo es La Muerte y la Brújula a la vez una muestra, ensayística quizás, de diversos saberes místico judíos, es de lo que trata la nueva novela de Laurent Binet, La Séptima Función del Lenguaje, publicada en Francia el 2015, y recién traducida en España este 2016. Sin denostar con pomposidades, los ejemplos que acabo de dar, y especialmente aquella fórmula pop + docto, se muestran de una manera soberbia en la que, a mi parecer, será la novela fundacional de un nuevo género: el policial-académico. ¿De qué estoy hablando? Escuchen a grandes rasgos de lo que trata esta locura: Roland Barthes es atropellado la tarde del 25 de marzo de 1980. Su cuerpo se la pasa en la morgue días sin ser reclamado. Sus más cercanos estaban acostumbrados a las desapariciones sin señales del semiólogo, por lo que la noticia se demoró en darse a conocer. Sin embargo, quizás un poco antes (como intuyendo un eventual siniestro) o un poco después, los servicios secretos franceses sospecharon de un atentado, de que Roland Barthes fue asesinado. Es así que Bayard, un policía con tendencias fascistoides, se hace cargo de la investigación, apoyándose en las pesquisas que irá recogiendo Simon Herzog, un joven profesor, ayudante en la Sorbona, de tendencias diametralmente opuestas a las de su compañero de peripecias y que se transforma así en la fuente de reflexiones de la novela. De esta dupla se bifurca una trama policial de lo que sería una especie de conspiración internacional uno de cuyos objetivos era Barthes, y por otra la eterna discusión acerca de las funciones del lenguaje que se han ido llevando a cabo desde la fundación de la escuela estructuralista francesa.  
        Los cortejos que han tenido los escritores “serios” a lo largo del siglo XX con el género, como Gombrowicz que quiso que su Cosmos se cimentara sobre una intriga policial que diera pie a reflexiones en torno a un dilema metafísico ―las banales formas de la muerte; o Fernando Pessoa en el Banquero Anarquista; encuentran en la novela de Binet su ícono, la discreta forma de un género que durante décadas pugnó por darse a conocer.
       Dejo aquí, para vuestro deleite depredador, el primer capítulo de esta novela que espero, llegue antes de navidad a Chile, no por tener intenciones de regalarla, sino porque después de las fiestas me quedo sin plata hasta quizás qué meses.







1



         La vida no es una novela. Al menos eso es lo que a ustedes les gustaría creer. Roland Barthes sube una vez más por la rue de Bièvre. El mayor crítico literario del siglo xx tiene sobrados motivos para estar angustiado en grado sumo. Su madre, con quien mantenía unas relaciones muy proustianas, ha muerto. Y su curso en el Collège de France, titulado «La preparación de la novela»,ha resultado un fracaso del que difícilmente puede sustraerse: durante todo el año ha estado hablándoles a sus alumnos de haikus japoneses, de fotografía, de significantes y significados, de divertimentos pascalianos, de camareros de café, de batas guateadas o del número de asientos en el anfiteatro, de todo menos de novela. Y va para tres años así. Sabe irremediablemente que el propio curso no es más que una maniobra dilatoria para aplazar el momento de empezar una obra verdaderamente literaria, es decir, una que haga justicia al escritor hipersensible que está aletargado en él y que, en opinión de todo el mundo, ha empezado a dar brotes con su Fragmentos de un discurso amoroso, considerada ya la biblia de los menores de veinticinco años. De Sainte-Beuve a Proust, ya toca cambiar y ocupar el sitio que le corresponde en el panteón de los escritores. Mamá ha muerto: se ha cerrado el círculo que se abrió con El grado cero de la escritura. La hora ha llegado.
La política, sí, sí, ya se verá. No se puede decir que sea muy maoísta, después de su viaje a China. Por otra parte, no es eso lo que se espera de él.
Chateaubriand, La Rochefoucauld, Brecht, Racine, Robbe-Grillet, Michelet, Mamá. El amor de un chico.
        Me pregunto si ya habría entonces algún «Vieux Campeur» en el barrio.
             Dentro de un cuarto de hora estará muerto.

Estoy seguro de que el papeo era bueno en la rue des Blancs-Manteaux. Imagino que se come bien en casa de esa gente. En Mitologías, Roland Barthes descifra los mitos contemporáneos erigidos por la burguesía a la mayor gloria de sí misma y, gracias a ese libro, él se convirtió en alguien verdaderamente famoso; así que, de alguna manera y en resumidas cuentas, es a la burguesía a la que deberá su fortuna. Pero se trataba de la pequeña burguesía. La gran burguesía que se pone al servicio del pueblo es un caso muy particular que merece ser analizado. Habrá que escribir un artículo al respecto. ¿Esta noche? ¿Por qué no ahora mismo? No, antes tiene que seleccionar sus diapos.
         Roland Barthes aprieta el paso sin percatarse de nada de cuanto lo rodea, y eso que es un observador nato, cuyo oficio consiste en observar y analizar y cuya vida se la ha pasado por entero rastreando signos. No hay duda de que no ve ni los árboles, ni las aceras, ni los escaparates, ni los coches del boulevard Saint-Germain, que se conoce de memoria. Ya no está en Japón. No siente la mordedura del frío. Apenas si oye los ruidos de la calle. Aquello parece la alegoría de la caverna pero al revés: el mundo de las ideas en que él está encerrado oscurece su percepción del mundo sensorial. A su alrededor, no ve más que sombras.
         Las razones que acabo de evocar para explicar la actitud desasosegada de Roland Barthes están todas refrendadas por la Historia, pero tengo ganas de contarles lo que realmente sucedió. Aquel día, si él tiene la cabeza en la Luna, no solo es debido a su madre muerta, ni a su incapacidad de escribir una novela, ni incluso a la desafección creciente y, a su juicio, irremediable por parte de los chicos. No digo que no piense en todo esto, no tengo ninguna duda sobre la calidad de sus neurosis obsesivas. Pero hoy hay otra cosa añadida. En la mirada ausente del hombre inmerso en sus pensamientos, un transeúnte atento sabría reconocer ese estado que Barthes creía no volver a experimentar nunca más: la excitación. No es por su madre, ni por los chicos, ni por su novela fantasma. Es la libido sciendi, la sed de saber, y con ella, reactivada, la orgullosa perspectiva de revolucionar el conocimiento humano y, quizá, cambiar el mundo. ¿Acaso cuando cruza la rue des Écoles, Barthes se siente como Einstein cuando pensaba en su teoría? Lo único cierto es que él no camina muy atento. Le quedan unas decenas de metros hasta llegar a su despacho cuando de pronto rebota contra una camioneta. Su cuerpo produce el sonido sordo, característico, horrible, de la carne que choca contra la chapa y rueda por la calzada como una muñeca de trapo. Los transeúntes se sobresaltan. Esa tarde del 25 de febrero de 1980 no pueden saber lo que acaba de ocurrir delante de sus ojos, y no es de extrañar, pues hasta el día de hoy la gente todavía lo desconoce.






jueves, 13 de octubre de 2016

PIRQUE











Vamos por la carretera,
de Pirque a Puente Alto. El conductor

va muy ebrio, y su mina, una mujer mayor,
va a su lado dormitando.

Veo entre ambos asientos el resplandor móvil
de las luces vinientes, quizás nos volquemos.

Veo
árboles deteriorados,
reptando desde la tierra al cielo.

Veo
una mujer
llorando
con un cigarrillo
paseando a su niño.

Veo un libro lleno
de estrellas sobre el capó,
una luz que escruta el continuo venir de los vehículos.

Veo una cueva, un leve río que se mueve en línea recta,
hacia las cloacas del poniente.

(Imagino que no existe la imaginación, quizás,
pues toda imagen retorna desde su prúrito de píxeles.)

Ya en el vagón de vuelta a casa,
veo un niño que vende agua mineral
por los vagones del metro. Tiento
a pensar que está solo






martes, 27 de septiembre de 2016

UNA CARTA A LA SEÑORA Z/ de Kazimierz Brandys


No todo está dicho, y si es que ha sido dicho, pues ni nos hemos enterado. ¡Cuánta literatura aún sin traducir, y nosotros contentándonos con lo que nos ofrecen nuestras sagradas editoriales españolas! Bueno, con este escándalo retomo mi blog. 
Antes de ayer volví a leer algunos textos contenidos en la antología recopilada por el maestro Pitol y editada por la editorial mexicana Era, titulada Antología del Cuento Polaco Contemporáneo. Quien alguna vez tenga la oportunidad de tener esta recopilación en sus manos notará que en su índice de autores aparecen una cantidad de nombres desconocidísimos e impronunciables que te hacen desanimarte, no sé si por un aire esnobista de quien cree tener el mapa literario más o menos demarcado, pues ninguno de ellos ha sido citado, si quiera nombrado por otros autores. Hay una gran excepción por supuesto, y ese es Gombrowicz, pero qué más, el resto es oscuro. En fin, yo los comencé a leer casi sólo por el hecho de haber sido traducidos por Pitol, y como es de esperar, empecé por Gombrowicz; y fijense que con el correr de las páginas de los demás cuentos, me fui dando cuenta que Gombrowicz había sido el que me había causado menos embeleso, el que me había dejado con los ánimos más calmos, pues el resto, el resto había sido deslumbrante. Uno de aquellos cuentos desternillantes ya lo he publicado en este blog: Icaro de Jaroslaw Iwaszkiewicz, que partiendo por la descripción del cuadro homónimo de Brueghel pasa a la descripción del rapto de un muchacho por parte de la Gestapo y desemboca en la reflexión acerca de la indiferencia del testigo y la banalidad del mal. Una maravilla de la forma. Ahora que releí una de las Cartas a la señora Z, de Brandys, que contiene la antología, me di cuenta de la originalidad y excentricidad que concentra la literatura polaca, hecho que sólo es comparable a la literatura italiana de entre guerras y a la irlandesa, ambas reconocidas literaturas experimentales y excéntricas. Si es que le presentaran este texto a cualquier lector poco sutil como cuento, se reirían de ustedes y los tratarían de ignorantes. Las Cartas... son eso, cartas que el protagonista, ¿el mismo Brandys?, envía a una tal señora Z. De lo que hablan estas cartas es la maravilla: no hay géneros, o como diría Javier Cercas, es el género degenerado.








KAZIMIERZ BRANDYS:
CARTAS A LA SEÑORA Z


        Cuando viajo no me comporto según las reglas. No trato de conocer el país, ni de acercarme a la población, ni tampoco de hablar con los campesinos. También he renunciado a resolver el enigma que constituye la juventud de acá. Recientemente y por las mismas razones, rehusé ir al cabaret "Stodala". Me habían explicado que una juventud enigmática bailaba allí y que aquello valía la pena de ser visto. No iré. Que esa juventud siga enigmática, pero sin mí. Yo también en una época, fui enigmático y nadie vino a verme bailar. ¿Tendrá que existir siempre un establo hacia el cual nos empujen para hacernos descubrir la vida? Hace apenas siete años, el enigmático era el campesino; hoy el enigma es la juventud. Hace poco se pasmaban con las siegas en el campo, hoy se pasman con el rock-and-roll. Soy un hombre maduro y estoy satisfecho de impresiones.
        De manera que cuando viajo, simplemente paseo, me hago el bobo, deambulo. Ante la idea de tener que escribir un artículo se me erizan los pelos. No discierno los problemas, ni sé llegar a conclusiones, ni tengo curiosidades profesionales. La literatura no es un oficio; ella conduce, más bien, al oficio. Es un vicio asociado a la ambición y no se ha inventado hasta el presente nada más espantoso que esta asociación. Por separado ambas cosas son, mal que bien, soportables. Por ejemplo, se puede ser morfinómano y tener al mismo tiempo ambición en materia de construcción de máquinas; pero ser un intoxicado y tener la ambición en y de su misma intoxicación. A este infierno se le llama la creación artística.
        Sus resultados parece que tienen una significación para el mundo. Se ha escrito ya mucho sobre este tema pero hasta el momento nada exacto. En arte todo es incertidumbre y ausencia de reglas; no se puede saber a qué atenerse. Hasta reiteraciones tales como la unidad de forma y contenido no están garantizadas. En el zapato, por ejemplo, esta unidad se obtiene debido a que el contenido del zapato es el pie y la forma del zapato es también el pie, pero dudo mucho que esta fórmula sea válida para Shakespeare.
        Además, existe otra serie de cuestiones dudosas. Supongamos, señora, que usted escribe una novela y que después de dos o tres meses de trabajo, está satisfecha con ella, pero sucede que aparece un artículo en que alguien demuestra que la novela, en tanto que género literario llega a su fin, he aquí que usted no ha acabado aún de escribir su novela cuando esta termina por sí misma. ¿Qué hacer? Evidentemente que no se lo dirán y le quedará, al respecto, una incertidumbre mortal. Nada hay que pueda verificarse en esto, ni existe criterio alguno. El éxito resulta a veces el laurel que corona la mediocridad y el desastre, el destino del genio. ¿El tormento creador? Los grafómanos sufren igualmente. Parece ser que Dostoievski escribía con rapidez y facilidad. ¿Tener algo propio que decir? Cada cual está convencido de tener algo personal que decir. Casi todos mis amigos que no son escritores están convencidos de que no lo han sido, simplemente, por falta de tiempo. Por ello, su actitud para con los escritores está llena de complejos y de desconfianza. Sucede de otro modo si lo que usted quiere hacer es tocar el violonchelo. Esto exige estudios, ejercicios, dominio de la técnica, sin hablar de que es necesario saber sus notas. Pero ¿escribir? Todo el mundo escribe: las liceístas de diez y siete años obtienen hoy día renombre mundial porque han escrito su vida, bajo el pupitre, durante las lecciones de matemáticas. Un poco de tiempo y un poco de audacia. De semejantes principios han nacido las más grandes obras maestras. Y cada cual, leyéndolas en su cama, piensa para sí: "Mientras yo iba a la oficina, este escribió lo que yo siento desde hace tiempo y no le agregó más que un poco de fantasía". Después el lector bosteza y deja el libro a un lado, justo cuando el autor describe una escena genial, que le costó más de un mes escribir, y declara al día siguiente en su oficina que aquello "vale la pena de leerse". De tal modo, la literatura se convierte en el patrimonio de la Nación, es decir, que cada uno se considera como un propietario, porque en el fondo de su alma se siente, hasta cierto punto, estafado por hallar su verdad consignada por otro. Los escritores lo saben; de ahí, estimo yo, su sentimiento de estar en deuda con la sociedad. Chejov, en la cúspide de su gloria, hablaba en sus cartas de una idea que lo atormentaba después de la publicación de cada una de sus obras: le parecía cometer un abuso de confianza, una estafa con respecto a los demás hombres. Este es, por lo demás, un ejemplo excepcional de sensibilidad moral. Chejov se sentía literalmente responsable del mal, era un escritor triste, un escritor culpable. Detestaba la injusticia tanto como otros detestan a sus enemigos. (Una vez fue con un amigo a cazar y regresó con una liebre muerta. Chejov parecía deprimido, no habló, ni almorzó ese día y tuvo un acceso de fiebre. Al día siguiente, con voz de ultratumba dijo a su mujer: "Dos viejos imbéciles fueron al bosque y mataron una criatura indefensa"). Suprimirle al escritor el derecho a sentirse culpable, ahogar en él la inquietud y la responsabilidad, es dar pruebas, para con él, de la peor mezquindad de alma. Por desgracia estas pruebas de mezquindad se dan a menudo. La novela más importante de Chejov es, para mí, La Sala número 6. ¿La recuerda? Es la historia de un médico en una ciudad rusa, en una sala de hospital donde están internados tres enfermos mentales: un intelectual sumido en una discusión con Dios y la conciencia, un empleado poseído por la manía enfermiza de las condecoraciones y un campesino en estado semi-animal, embarrados en sus propios excrementos. Un guardián-soldado los golpea a todos con su bastón. Esa historia no es difícil de penetrar: La Sala número 6 es la Rusia zarista. El médico, que es hombre honesto y preocupado, no llega a encontrar la paz; el horror de esta sala lo fascina. Tiene largas conversaciones con el intelectual y discute con él sobre la libertad y sobre el alma y se esfuerza por socorrer a los otros dos enfermos. Pero todo en vano. No gana más que hacerse sospechoso, las gentes se apartan de él y la sala número 6 se le convierte en una realidad que impone su ley; fuera de ella, lo demás pierde toda significación. En fin, sucede lo que tenía que suceder: lo meten en el establecimiento y se convierte en el cuarto enfermo de la sala número 6 y el celador lo apalea.
        Esta es una de las metáforas más poderosas de la literatura, dentro de las metáforas realistas. La reducción ha sido lograda aquí por los medios más ordinarios; el símbolo expresado mediante una situación simple y concreta de la vida real. Esto es lo que me deslumbra en los grandes escritores realistas, esta capacidad para mostrar, con naturalidad, el todo por medio de una de sus partes, el proceso por medio del suceso, el fenómeno en el hecho. Existe un tipo de literatura que rechaza esta capacidad como inútil y convencional. Entonces se produce un estallido, un desgarramiento de la dimensión visible de la realidad; la imaginación normativa no se realiza en este tipo de literatura mediante la construcción de los hechos, sino a la inversa, la construcción imaginaria se convierte en hecho normativo. Estas dos maneras de ver la realidad han chocado siempre, las separa desde hace largo tiempo una antipatía recíproca. En nuestro país creo que se anuncia un conflicto agudo entre ambas. Pero no hay motivos para arrancarse los vestidos, de desesperación. Es bueno y conveniente que así sea. Tienen derecho a la paciencia aquellos para quienes el socialismo significa una maduración progresiva de las masas hacia la comprensión del arte abstracto. La manera realista de ver el mundo está enraizada en el hombre, pero no menos fuerte es la necesidad que siente de romper las fronteras de la realidad objetiva. A la pregunta: "¿Qué significa esto?" —que es una de las cuestiones más importantes del arte— puede contestarse construyendo una respuesta que parta de una situación histórica concreta, o puede crearse también una sustancia que no exista más que subjetivamente. Es esta, sin duda, una de las divisiones esenciales de la cultura: lo que está en mí debe ser expresado por medio de lo que está fuera de mí y lo qué está fuera de mí debe ser destruido, a fin de que yo pueda expresar lo que está en mí.
        Estas dos actitudes o maneras de ver las cosas son legítimas y creadoras. Ambas subordinan la realidad, le confieren significación moral y filosófica. Cada una destruiría de buen grado a la otra, pero en arte hay lugar para las dos.
       
        Quizás hoy le resulte aburrido, señora. La moral, la actitud del artista, son ya entre nosotros nociones desvalorizadas; para que suceda esto ha sido suficiente año y medio. ¿Qué necesidad tenemos de charlar sobre estética en una época en que los mecanismos pueden dotarse de reflejos morales y en que basta al hombre la medida de su cuello y de sus zapatos, su dirección y la fecha de su nacimiento? Entramos en la etapa del divertimiento, de distraer la atención. Los periódicos reclaman distracciones para el pueblo; atrás la moral. Atracciones antes de dormir, esta es la palabra de orden de los protagonistas del laicismo. El film, la televisión, la radio y los muñequitos. Nadie en su sano juicio podría menospreciar estos nuevos instrumentos de acción sobre las masas. La pantalla, el altoparlante y los dibujos animados alcanzarán a educar más a los hombres que las novelas moralizantes. Le llamo la atención, señora, sobre el hecho de que la narración, dicho de otro modo, la novela, tenía antaño una función puramente recreativa, a través de su moraleja sentimental. Solamente; más tarde se introducen en el asunto la filosofía, la sicología, los estudios de costumbre y de moral. Observamos hoy en día producirse, de cierta manera, el fenómeno a la inversa, es decir, el film se apropia de la intriga novelesca, las ciencias exactas, de la filosofía, la sociología contemporánea se apropia de la sicología y del estudio de las costumbres. Tres potencias se reparten la novela. ¿Quedará, en definitiva, algo de ella?
        A determinada hora de la noche, toda Verona se reúne frente a los aparatos de televisión. Lo mismo sucede en Perusa, en Ravena, en Udine, en Padua o en Asís. Los bares, las tabernas y los cafés se transforman, a esa hora, en hogares donde los vecinos hacen vida de familia junto al televisor que ocupa el lugar que tenían el torno o la chimenea. Se colocan las sillas en filas; las primeras las ocupan los niños y las abuelas, las de atrás, los padres, amigos y parientes. Comienza así la hora de los hechizos. El patrón y los camareros del lugar se convierten en estatuas de piedra detrás del mostrador. Si en esos momentos entra un huésped casual, se sienta inmediatamente en la última fila de las sillas, o bien, acodado al mostrador, mira la pantalla, como un sonámbulo. Los niños sorben helados, los viejos dormitan y las jovencitas, arrobadas, se dejan tomar el talle por los muchachos. Lo mismo sucede en Roma, a la misma hora, en el gran café "Doney", en la vía Vittorio Véneto, con la única diferencia, poco más o menos, de que el público que asiste está mejor vestido. Las abuelas aquí están vestidas con estolas de pieles, tienen los cabellos azulados y las uñas laqueadas color de plata. Pero el hechizo actúa de manera idéntica. Millones de espectadores, durante dos o tres horas se inmovilizan delante del televisor, en esta especie de embriaguez. Es este un estado agradable que reúne la vacuidad del pensamiento, una concentración mental libre de todo esfuerzo y una emoción desprovista de todo riesgo. Con solo hacer girar un botón, el fastidio se disipa y se deja de pensar en la vejez y en la muerte. Los deseos insatisfechos y las diferencias sociales encuentran una compensación en la pantalla móvil y cambiante del televisor, donde todo sucede para todos.
        Así es como se ejerce hoy día la acción sobre las masas. El televisor es como la barraca de feria donde el pueblo acude a ver todas las maravillas del mundo. Alrededor de esta caja y su cristal mágico, se crean nuevas costumbres. El vulgo contemporáneo es ingenuo y confiado, se le puede educar a condición de que no tenga conciencia de ello: la "biblia para iletrados" debe ser accesible. Actualmente los gobiernos aprecian en su justo valor el poder y el alcance de esta acción. El Papa se presenta por televisión, los jefes de gobierno de las grandes potencias conceden entrevistas televisadas y los oradores de la T.V. son dictadores de la opinión. A esto hay que añadir, señora, los millares de revistas ilustradas, los westerns, y las novelas policiales, las emisiones, los films, los sketchs... y después pregúntese usted si la literatura, en el mundo de hoy, es necesaria a fin de cuentas.
        La Sala número 6 era leída hace cincuenta años por la inteligencia rusa; hoy, en forma de emisión televisada o de guión cinematográfico, conmovería a la sociedad entera. El guión de La girada es de buena literatura, el film que se realizó tiene todos los caracteres de una obra maestra y no veo nada que lo coloque por debajo de Un corazón sencillo, de Flaubert, por ejemplo. Ante nuestros ojos está produciéndose un fenómeno de conquista de cierto tipo de literatura por la nueva técnica de emisión artística. Si la construcción de los hechos, el diálogo y las situaciones encuentran hoy día en la pantalla un órgano de elocuencia mayor que en la letra impresa; si una concepción filosófica se expresa con más precisión, en la ecuación de Einstein que a través del monólogo interior del personaje novelesco; si los nuevos fenómenos sociosicológicos son el objeto de las investigaciones y las pruebas científicas, entonces me pregunto: ¿Qué debe ser hoy día el libro, la obra literaria escrita en prosa y publicada impresa? ¿Existe aún, fuera del film y de la televisión, fuera de la revista y de la información sensacional, fuera de las ciencias exactas y del análisis sociológico, un ramo donde el escritor pueda hablar sin que su palabra implique una repetición de lo dicho en otros ramos, es decir, que pueda hablar como personalidad soberana y autónoma y no como un auxiliar?
        "Escribo hoy para veinte amigos; mis libros caen como dentro de un pozo; yo no sé quién los lee; y no soy capaz de escribir sobre lo que no siento o tengo que decir. Tengo la sensación de ser un maniático en harapos, pronto en la calle los chiquillos me señalarán con el dedo". Oirá, señora, esta confidencia o una parecida en boca de más de un escritor contemporáneo, quien en vez de ceder sabiamente ante las necesidades de las masas, se obstina en juzgar al mundo visible.
        En casa de mis amigos romanos, polacos de origen, hallé en la biblioteca algunos libros que me son familiares, entre ellos El extranjero, de Camus. Comprimido allí entre dos novelas de Moravia y una publicación histórica, editada en Varsovia o Cracovia y amarillenta por el tiempo. Me recordó, de inmediato, una noche en el hotel, hace justamente diez años, cuando leí por primera vez este libro que no es ni una novela, ni un cuento, ni un ensayo, ni un panfleto, pero que cautiva desde las primeras páginas por la potencia simple, concentrada, del pensamiento moral que lo informa. Se lee hasta el final, de un tirón, con el corazón oprimido. Se le vive como un cataclismo. En esta historia de un pequeño empleado que ha matado a un árabe, hay una intriga, hasta hay una trama sentimental, y hay filosofía y sicología, pero el sentido, la significación de este libro brota de su forma, de una forma tremenda dentro de su subjetivismo impersonal, de ese "yo" que es testigo y narrador de su propia catástrofe. Se podría sacar de este libro una adaptación para el cinematógrafo o la televisión. Varios millones de espectadores verían así el "esqueleto" de lo que es. El título, por sí solo, El extranjero, testimonia ya una conformidad entre la manera como son vistos los problemas humanos actuales y ciertas tesis de la sociología contemporánea. Pero el choque que provoca la lectura de estas cien páginas, solamente puede producirlo un escritor. El hombre que quiere decir la verdad sobre sí mismo, es un extraño para los demás hombres, no hay lazos de unión entre ellos. Los reflejos más simples, los sentidos y la facultad de observación, eso es todo; la total verdad sobre el hombre. El hombre es una criatura solitaria y parecida a las demás criaturas cuanto más extraña a las mismas; condenada a su vista, a su oído y a su tacto, encerrada en su fisiología. Ningún hombre existe socialmente hasta que no realiza un acto que pida ser juzgado socialmente. La interioridad del hombre está libre de sentimientos morales. Solo un acto que infrinja el orden del sistema establecido, coloca al hombre a la cruda luz de la ley. El mundo atomizado de existencias cobardes, cuyos lazos mutuos son únicamente la vecindad, se transforma entonces en una máquina de justicia que coloca al hombre ante la necesidad de elegir entre la mentira o la muerte.
        A través de este librito se vislumbran las peores experiencias. No se trata de genocidio, ni de crimen político, ni de fascismo, ni de guerra; pero el mundo que presenta es un mundo devastado y desierto, y el hombre una criatura con las entrañas bombardeadas. Camus ha develado el gran abismo en que se hunde la humanidad, el remolino surgido en el lugar de los conceptos y los valores en bancarrota. En El extranjero es la sociedad la que aparece definitivamente comprometida a los ojos del hombre; es la puesta al desnudo de las normas en vigor, al contacto con la verdad y el destino individuales. Aquí se ha dado un doloroso corte de bisturí al separarse la falta de la justicia. El hombre que ha matado debe ser condenado, pero su falta no tiene nada en común con el veredicto social; se juzga a otro y por otra causa. La falta verdadera se sitúa entre los hombres, en el principio falso del ser, en la mala contextura de la existencia. Es allí donde reside la falta. Delante de la sociedad siempre se es culpable, puesto que siempre se es un extraño. Dios y el "yo" —dos desconocidos a los que el hombre tiene acceso— se le aparecerán con el último relámpago de la guillotina, al alba, el día de la ejecución.
        Alrededor de diez años más tarde, Camus aplicó su método hasta las últimas consecuencias: escribió La Caída. En este libro nadie mata a nadie. Una muchacha se tira al río desde un puente y alguien que pasa oye el zambullido y el ruido del agua que se cierra sobre el cuerpo... y no se detiene. Aquí nadie será condenado, aunque se ha cometido un crimen. Pero en el curso de esta breve escena, de nuevo el cuchillo está contra él. La verdadera falta se comete fuera del alcance de las leyes, cada uno de nosotros es un asesino sin desenmascarar, la vida del hombre contemporáneo está separada del crimen por un delgado y frágil muro.
        Estos dos pequeños volúmenes contienen, como máximo, doscientas páginas dactilografiadas. En ellas, señora, encontrará, igualmente, algo de sus pensamientos y sentimientos, frutos de veinte años de nuestra vida, aunque algunos recuerdos son ya, hoy día, desagradables.
        Tenemos un don para el olvido verdaderamente humano y el recuerdo de nuestros propios fracasos se disipa en nosotros al primer soplo. Pero el tiempo que recrea el escritor tiene estas particularidad singular: que todo dura simultáneamente en él y que, de todas las cuestiones del pasado, crea un presente ininterrumpido. Quizás es en esto en lo que resida su fuerza y su frustración, es ahí donde se sitúa su moralidad.










martes, 14 de junio de 2016

TIME SQUARE LOBOTOMY





         Me he convertido en una especie de máquina de tiempo.
Estoy tocando lo que es un libro
fabricado antes de que yo naciera: 1987,
         ¿Quien vuela sobre el nido del cuco?
de Keasey, que es más conocido por su adaptación cinematográfica
en la que Jack Nicholson hace de criminal desubicadamente encerrado en un manicomio.
Año en que tal vez, no logro determinarlo con exactitud,
sí, se produjo mi azarosa concepción. Vamos, yo sé que hay algo
en este destello de luminosidad que trasciende el tiempo.
Hay algo, y no es brujería.
Es el mismísimo paso del tiempo deshaciéndose
en las manos: una mirada perdida,
un deseo de corroborar ciertas tesis que no han
sido demasiado sustanciales.           Los fantasmas, por ejemplo.
No sé nada acerca del tiempo, y si es que algunos físicos
dicen que no solamente nos determina, sino que también nos come;
pues yo ni me he enterado. 
Detrás de toda demostración
científica, hay un sacerdote en cuclillas rezando en voz baja plegarias para que se concreten los resultados magníficos del circo.
Un circo -cómo se diría- que se toma en serio, y que bien podría
denominarse: conciencia. ¡Nuestra conciencia
es un circo, y nuestro delirio una especie de ver de veras!;
ver como se ven los fluidos propagarse por tu cuerpo.
Dejémoslo así, creo que es demasiado hablar de tiempo
en un poema bajísimo, lejano de envidia, roto y podrido

en las orillas de una carretera que dicen se llama Tiempo.







miércoles, 1 de junio de 2016

ASESINO EN LA CARRETERA





En el prado crece la yerba 
[como los pendejos en el pubis de Isabel

Enrique Lihn





I

Vamos por la carretera,
de Pirque a Puente Alto. El conductor

va muy ebrio, y su mina, una mujer mayor,
va a su lado dormitando.

Veo entre ambos asientos el resplandor móvil
de las luces vinientes, quizás nos volquemos.



II

Veo
árboles deteriorados,
reptando desde la tierra al cielo.

Veo
una mujer
llorando
con un cigarrillo
paseando a su niño.

Veo un libro lleno
de estrellas sobre el capó,
una luz que escruta el continuo venir de los vehículos.

Veo una cueva, un leve río que se mueve en línea recta,
hacia las cloacas del poniente.



III

(Imagino que no existe la imaginación, quizás,
pues toda imagen retorna desde su prúrito de píxeles.)



IV

Ya en el vagón de vuelta a casa,
veo un niño que vende agua mineral
por los carros del metro. Tiento
a pensar que está solo





lunes, 30 de mayo de 2016

PÚTRIDA PATRIA







A Sebald





Arrancamos, arrancamos de los poetas.

Arrancamos como espasmos
que desalojan el cuerpo de una señora
ofuscada por las noticias terribles
de la propaganda,
o de sus yernos alcohólicos
y sus estadías en prisión, a escondidas,
o de sus chryslers abollados, vendidos a precio
irrisorio en el mercado limítrofe
de la pobreza mundial.

Arrancamos, arrancamos de la falta de dinero,
arrancamos de la falta de amor,
del odio, de la sabiduría hueca,
de los neuróticos y especialmente
de aquellos abducidos
por naves ajenas al cosmos,
de Chicago, pongamos
y que fueron devueltos pensando
logaritmos y ritmos artificiosos de mala práctica.

Arrancamos, y sí, arrancamos, de la pútrida patria,
como si fuera ella misma la torpe suicida
o nosotros los cobardes que huyen a la Luna,
porque aquí se ha vuelto todo insoportable.






domingo, 15 de mayo de 2016

DE LA NOVELA O LA ANTILIRICA







la sangre paterna odia, 
llena de amor y de orgullo, mientras que 
la sangre materna, 
llena de odio, 
ama y cohabita


William Faulkner



jueves, 14 de abril de 2016

ÚLTIMA VISITA A LA FERIA CHILENA DEL LIBRO







sientan cadáveres a su banquete
por mandato de la usura

Ezra Pound



En la sala de esperas de la Feria Chilena del Libro,
mientras aguardo a que los señores de la usura firmen mi finiquito,
padezco de la feliz indigestión de quien se hubiese tragado el Mundo.
Y si en algún punto de la Historia la batalla fuese perdida,
tengo al menos el consuelo de haber gozado observar,
al suceder de la burocracia —esa máquina hueca, motor de pelo y eructo—
la ridiculez, la mezquindad terrible de estos obscenos caballeros.
Estas vacas que pastan en nuestras vastas praderas mugiendo «el Estado es
                                                                                      [nuestro, el Estado es nuestro!»

Me limité a posar mi cara desvergonzada en sus escritorios
—llenos de nada y para nada, Enrique—y sin hablar mucho, o modulando otra especie
                                                                                        [de nada,
los escuché declamar sus masturbaciones porcentuales, sus más profundas
                                                                                         [especulaciones.
O mientras dejaban de pastar, de masticar, escupían y se lo metían todo de nuevo,
                                                                                         [baboso y verde, a la boca.
Cuando al fin deglutían, paraban y me decían: «usted es un caballero,
pero lamentamos informarle que plata no tenemos,
solemos estar en banca rota, me aventuraría a decir que casi desde nuestro
                                                                                          [nacimiento,
no podemos no dejar de acumular. Verá, padecemos de un miedo terrible:
las vacas flacas son muy mal vistas en nuestros connotados abolengos.
Pero, lo sabemos: ha hecho usted un buen trabajo sin duda, desearíamos darle
                                                                                          [la mano pero nos da asco.
Se le ve un poco negro a usted. O quizás sea su mala cuna, pero no se enfade.
Cada uno a lo suyo, ya tendrá en otra vida su oportunidad.
En fin, decidimos con el comité que era mejor que se fuera.
Lo hemos despedido.
En la gran pajarera que es el Mundo no le quepa la menor duda: tendrá
                                                                                           [su cielo para volar.
Mínimo, pero lo tendrá.
No se meta con nosotros.
Por qué no firma acá este encantador papel que le dejará igualmente en la
                                                                                            [miseria?»

Me niegan el derecho a ser miserable siquiera -pensé- ni Maquiavelo lo hubiera
hecho mejor.
Medité un momento con ese papel como servilleta cochina al frente, y firmé.
Firmé y les dije: «pues ahora sí que me permito comentarles».
«¿Qué cosa?», me preguntaron guardando sus implementos.
«Pues que se metan su feo negocio por el culo, por supuesto».
«No sé de qué nos habla», me contestaron
(Confirmé mis sospechas: carecen de culo, incluso de aparato digestivo)
y me invitaron a esperar afuera.

En ello estoy, en la sala de espera de la Feria Chilena del Libro
esperando a que los señores de la usura firmen mi finiquito.